Capítulo
2.- Ambrosia o los despropósitos
Como cada tarde, a partir de las
ocho, cuando ya no quedaba nadie, Ambrosia llegó a la sacristía de la catedral
de Santiago. El padre Dimas, que estaba poniendo en orden las casullas y demás
vestuario propio de las misas y demás ceremonias religiosas que a diario se
celebran en la catedral, la saludó y ella fue derecha como siempre a la
biblioteca una vez hubo cogido de un armario que había en la propia sacristía el
cubo, la fregona, la escoba, el plumero, unas bolsas de basura y el carrito con
los útiles habituales de limpieza; eran sus herramientas de trabajo. Desde
hacía dos años, Ambrosia acudía todas las tardes, de lunes a viernes, a limpiar
el museo catedralicio así como algunas dependencias de la catedral, un trabajo
que la satisfacía, “mucho mejor –decía- que estar de asistenta en casa de los
señoritos adinerados de Santiago”.
Ambrosia era soltera, o eso creía
ella, porque a su marido lo vio por última vez haría ya unos 30 años, casi los
mismos que tenía su hijo Remigio, cuyo currículo profesional ofrecía una amplia
experiencia en el paro más absoluto, sin prestación de ningún tipo puesto que
nunca había trabajado. Vivía, pues, de su madre, que ahora ganaba más con esto
de limpiar unas dependencias de la catedral y unas oficinas de alquiler a
diferentes empresas en las afueras de Santiago, que antes, y ya estaba harta de
que unos señoritos prepotentes la despidieran por cualquier tontería. ¡Había
que ver cómo se pusieron porque limpió un jarrón chino de la IV Dinastía Ming
dejándolo tan reluciente que podía uno mirarse en él como en un espejo y no
antes que estaba lleno de pintarrajos azules que no se sabía lo que era eso! ¡O
aquella vez en que, en vez de agradecerle todo el Cristasol, esponjilla Nanas y
esfuerzo que había puesto para limpiar un cuadro que estaba lleno de polvo y
porquería incrustada y dejarlo bien limpio, la despidieron, llamándola de todo,
porque decían había destrozado un cuadro del siglo XVIII! Definitivamente,
Ambrosia no entendía cómo la gente prefería tener en sus casas un cuadro viejo
y asqueroso en vez de una de esas preciosas láminas de caballos corriendo y
cruzando un río como la que ella tenía encima del televisor. ¡Eso sí que era arte
y no las antiguallas esas de los señoritos!
Aun así, todo el dinero que
ganaba se le iba en el día a día de vivir y en el día a día de sinvivir por
culpa de su hijo, que no hacía mas que pedirle dinero o de sisárselo. El único
trabajo que ella había conseguido hiciera su hijo era que cada semana se fuese
a ver a Tomás, el chatarrero, con un carrito que había tomado prestado (aunque
sin pedir permiso) en el supermercado, cargado con todas las revistas y
periódicos que Ambrosia llevaba cada día después de su jornada de trabajo. En
efecto, tanto en el museo catedralicio como en las oficinas, la gente tiraba a
la papelera un montón de periódicos y revistas, y antes que tirarlos luego a la
basura, prefería cargar con ellos a casa, e irlos juntando para que luego
Remigio los vendiese al peso.
Así era la vida de Ambrosia
Cantalejo, una humilde y abnegada trabajadora que llevaba toda su vida
limpiando lo que ensuciaban los demás y encima no se lo agradecían. Su hijo
Remigio prefería decir que se llamaba Remigio Cantalejo porque, aparte de que
nunca conoció a su padre, lo único que éste le dejó fue un apellido infame
“Caramuel” que sólo provocó las burlas de sus amigos en la escuela pública que
siempre le llamaban “Caramula” en vez de “Caramuel”, ya que muy guapo no era,
así que cuando dejó la escuela se dijo a sí mismo que siempre sería Cantalejo
como su madre y que las mulas... “¡pa la era!”.
Pues bien, aquella tarde, una más
como tantas otras, Ambrosia se dirigió con sus bártulos a la biblioteca y
empezó su labor, primero con el plumero limpiando el polvo de las estanterías.
Vio que habían puesto por allí unas cámaras como de televisión, y se dedicó a
limpiarlas bien, sobre todo las lentes que parecía que tenían muchas huellas.
Las movió con energía de un lado para otro y, como ella era muy previsora y
siempre llevaba un frasquito de “3 en 1” engrasó perfec-tamente sus ejes, de
tal forma que con solo soplar a una cámara esta se movía sobre su eje o incluso
daba vueltas sin parar como los anemómetros (aunque ni por lo más remoto sabía
ella lo que significaba esa palabra, simplemente se preocupaba de que todo
estuviese limpio y reluciente). En estas faenas de limpieza dio sin querer un
empujón a una carpeta que quedó bailando, haciendo equilibrios sobre uno de los
estantes pero sin caer.
Cuando hubo barrido y pasado la
fregona, salió de allí dando un portazo y en ese momento, la carpeta de archivo
que estaba haciendo equilibrios cayó sobre el suelo esparciéndose todo su
contenido. Entre los papeles había una par de libros antiguos, códices
valiosos. En uno de ellos podía leerse, por ejemplo, “Liber
Sancti Iacobi”; el otro era una edición facsímil de una copia
manuscrita (una de las 35 que existen en todo el mundo) del manuscrito del
Beato de Liébana “Comentarios al Apocalipsis”. Este libro lo escribió en el año
776 y en él hablaba de las aterradoras catástrofes del fin del mundo que
llegaría en el año 800 (838 de la era española) y aunque no pasó nada en esa
fecha, cada copia posterior cambiaba algo de tal forma que ese fin del mundo se
iba posponiendo siempre para una fecha posterior y así el manuscrito conservaba
toda su vigencia. De lo que no se hablaba en el manuscrito ni lo había
anunciado San Juan Evangelista, era de las aterradoras catástrofes para el arte
que se producían allá por donde pasaba la Ambrosia.
Allí
quedaron por el suelo, esos valiosos pergaminos que los hubiera encontrado el
deán de la catedral al día siguiente y se hubiera encolerizado por tal motivo,
si no llega a ser porque a Ambrosia se le había olvidado el cogedor del polvo
en la biblioteca. Volvió, pues, allí y al ir a recogerlo se dio cuenta que no
había hecho bien su trabajo, se le había olvidado limpiar ese rincón en donde
estaba todo el suelo lleno de papeles viejos. La carpeta archivadora de
plástico le pareció de gran valor, así que la dejó en la estantería, pero los
papeles viejos (el manuscrito “Comentarios al Apocalipsis” y el códice
Calixtino o “Liber Sancti Iacobi”) los recogió y pensó “estos papelotes viejos
pa mi Remigio” y los metió en el carrito junto a los ejemplares de La Voz de
Galicia, Atlántico, y demás prensa local atrasada.
Al llegar a su casa miró el
carrito del supermercado que siempre tenía “aparcado” junto a la entrada y
comprobó que estaba casi lleno de papelote para vender al peso. Echó en él
aquellos periódicos y libros viejos que había traído del museo catedralicio y
pensó que ya había suficiente carga para que se espabilase Remigio y lo llevase
a vender al peso.
(Continuará...)
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