jueves, 1 de abril de 2021

El códice y el robobo (7)

Capítulo 2.- Ambrosia o los despropósitos
 
Como cada tarde, a partir de las ocho, cuando ya no quedaba nadie, Ambrosia llegó a la sacristía de la catedral de Santiago. El padre Dimas, que estaba poniendo en orden las casullas y demás vestuario propio de las misas y demás ceremonias religiosas que a diario se celebran en la catedral, la saludó y ella fue derecha como siempre a la biblioteca una vez hubo cogido de un armario que había en la propia sacristía el cubo, la fregona, la escoba, el plumero, unas bolsas de basura y el carrito con los útiles habituales de limpieza; eran sus herramientas de trabajo. Desde hacía dos años, Ambrosia acudía todas las tardes, de lunes a viernes, a limpiar el museo catedralicio así como algunas dependencias de la catedral, un trabajo que la satisfacía, “mucho mejor –decía- que estar de asistenta en casa de los señoritos adinerados de Santiago”.
 
Ambrosia era soltera, o eso creía ella, porque a su marido lo vio por última vez haría ya unos 30 años, casi los mismos que tenía su hijo Remigio, cuyo currículo profesional ofrecía una amplia experiencia en el paro más absoluto, sin prestación de ningún tipo puesto que nunca había trabajado. Vivía, pues, de su madre, que ahora ganaba más con esto de limpiar unas dependencias de la catedral y unas oficinas de alquiler a diferentes empresas en las afueras de Santiago, que antes, y ya estaba harta de que unos señoritos prepotentes la despidieran por cualquier tontería. ¡Había que ver cómo se pusieron porque limpió un jarrón chino de la IV Dinastía Ming dejándolo tan reluciente que podía uno mirarse en él como en un espejo y no antes que estaba lleno de pintarrajos azules que no se sabía lo que era eso! ¡O aquella vez en que, en vez de agradecerle todo el Cristasol, esponjilla Nanas y esfuerzo que había puesto para limpiar un cuadro que estaba lleno de polvo y porquería incrustada y dejarlo bien limpio, la despidieron, llamándola de todo, porque decían había destrozado un cuadro del siglo XVIII! Definitivamente, Ambrosia no entendía cómo la gente prefería tener en sus casas un cuadro viejo y asqueroso en vez de una de esas preciosas láminas de caballos corriendo y cruzando un río como la que ella tenía encima del televisor. ¡Eso sí que era arte y no las antiguallas esas de los señoritos!
 
Aun así, todo el dinero que ganaba se le iba en el día a día de vivir y en el día a día de sinvivir por culpa de su hijo, que no hacía mas que pedirle dinero o de sisárselo. El único trabajo que ella había conseguido hiciera su hijo era que cada semana se fuese a ver a Tomás, el chatarrero, con un carrito que había tomado prestado (aunque sin pedir permiso) en el supermercado, cargado con todas las revistas y periódicos que Ambrosia llevaba cada día después de su jornada de trabajo. En efecto, tanto en el museo catedralicio como en las oficinas, la gente tiraba a la papelera un montón de periódicos y revistas, y antes que tirarlos luego a la basura, prefería cargar con ellos a casa, e irlos juntando para que luego Remigio los vendiese al peso.
 
Así era la vida de Ambrosia Cantalejo, una humilde y abnegada trabajadora que llevaba toda su vida limpiando lo que ensuciaban los demás y encima no se lo agradecían. Su hijo Remigio prefería decir que se llamaba Remigio Cantalejo porque, aparte de que nunca conoció a su padre, lo único que éste le dejó fue un apellido infame “Caramuel” que sólo provocó las burlas de sus amigos en la escuela pública que siempre le llamaban “Caramula” en vez de “Caramuel”, ya que muy guapo no era, así que cuando dejó la escuela se dijo a sí mismo que siempre sería Cantalejo como su madre y que las mulas... “¡pa la era!”.
 
Pues bien, aquella tarde, una más como tantas otras, Ambrosia se dirigió con sus bártulos a la biblioteca y empezó su labor, primero con el plumero limpiando el polvo de las estanterías. Vio que habían puesto por allí unas cámaras como de televisión, y se dedicó a limpiarlas bien, sobre todo las lentes que parecía que tenían muchas huellas. Las movió con energía de un lado para otro y, como ella era muy previsora y siempre llevaba un frasquito de “3 en 1” engrasó perfec-tamente sus ejes, de tal forma que con solo soplar a una cámara esta se movía sobre su eje o incluso daba vueltas sin parar como los anemómetros (aunque ni por lo más remoto sabía ella lo que significaba esa palabra, simplemente se preocupaba de que todo estuviese limpio y reluciente). En estas faenas de limpieza dio sin querer un empujón a una carpeta que quedó bailando, haciendo equilibrios sobre uno de los estantes pero sin caer.
 
Cuando hubo barrido y pasado la fregona, salió de allí dando un portazo y en ese momento, la carpeta de archivo que estaba haciendo equilibrios cayó sobre el suelo esparciéndose todo su contenido. Entre los papeles había una par de libros antiguos, códices valiosos. En uno de ellos podía leerse, por ejemplo, “Liber Sancti Iacobi”; el otro era una edición facsímil de una copia manuscrita (una de las 35 que existen en todo el mundo) del manuscrito del Beato de Liébana “Comentarios al Apocalipsis”. Este libro lo escribió en el año 776 y en él hablaba de las aterradoras catástrofes del fin del mundo que llegaría en el año 800 (838 de la era española) y aunque no pasó nada en esa fecha, cada copia posterior cambiaba algo de tal forma que ese fin del mundo se iba posponiendo siempre para una fecha posterior y así el manuscrito conservaba toda su vigencia. De lo que no se hablaba en el manuscrito ni lo había anunciado San Juan Evangelista, era de las aterradoras catástrofes para el arte que se producían allá por donde pasaba la Ambrosia.
 
Allí quedaron por el suelo, esos valiosos pergaminos que los hubiera encontrado el deán de la catedral al día siguiente y se hubiera encolerizado por tal motivo, si no llega a ser porque a Ambrosia se le había olvidado el cogedor del polvo en la biblioteca. Volvió, pues, allí y al ir a recogerlo se dio cuenta que no había hecho bien su trabajo, se le había olvidado limpiar ese rincón en donde estaba todo el suelo lleno de papeles viejos. La carpeta archivadora de plástico le pareció de gran valor, así que la dejó en la estantería, pero los papeles viejos (el manuscrito “Comentarios al Apocalipsis” y el códice Calixtino o “Liber Sancti Iacobi”) los recogió y pensó “estos papelotes viejos pa mi Remigio” y los metió en el carrito junto a los ejemplares de La Voz de Galicia, Atlántico, y demás prensa local atrasada.
 
Al llegar a su casa miró el carrito del supermercado que siempre tenía “aparcado” junto a la entrada y comprobó que estaba casi lleno de papelote para vender al peso. Echó en él aquellos periódicos y libros viejos que había traído del museo catedralicio y pensó que ya había suficiente carga para que se espabilase Remigio y lo llevase a vender al peso.

(Continuará...)

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