lunes, 5 de abril de 2021

El códice y el robobo (11)

Capítulo 6.- El mundo de los negocios (“bisnes”)
 
Cuando Ambrosia llegó al museo catedralicio para hacer su trabajo como cada día se encontró con un enorme alboroto: grupos de gente se agolpaban junto a la entrada y unos policías no daban abasto para apartarlos de allí y dejar paso a coches de policía que iban y venían constantemente mientras una nube de fotógrafos disparaba el flash a cualquier cosa que se moviese... y eran muchas las que se movían.
 
A duras penas pudo avanzar y llegar hasta casi la entrada en donde la detuvo un policía.
- No se puede pasar, apártese –le dijo el agente.
- Es que yo trabajo aquí, tengo que entrar pa limpiar.
- Pues será otro día, porque esto ya lo han “limpiado” hoy –dijo irónicamente el policía.
- Pos güeno, serán sinvergüenzas, llamar a otra a limpiar y sin decirme na –exclamó indignada Ambrosia para quien la ironía no era su fuerte.
 
Se alejó de allí malhumorada y volvió a su casa. “Ya que no puedo limpiar allí, pues limpiaré aquí”, se dijo al entrar. Y ni corta ni perezosa cogió el carrito y salió con él hacia el solar donde el chatarrero, Tomás Locojo, un viejo conocido, compraba cualquier cosa de metal sin preguntar nunca la procedencia, y en su afán de diversificación empresarial también compraba papel y cartón.
 
Cuando por fin llegó, saludó toda acalorada (no sólo por la caminata empujando el carrito, ni por el hecho de tener que hacer ella lo que hubiera tenido que hacer Remigio, su hijo, ni por el hecho de creer que en el museo catedralicio habían contratado otra limpiadora, sino por todo eso y más; que cuando uno está “caliente” se le vienen a la mente más motivos para estarlo por muy antiguos que sean).
- Hola, Tomás, aquí te traigo to este papel.
- Anda, ¿y por qué no lo trae el Remigio? –preguntó Tomás.
- Calla, calla, quel mu sinvergüenza ha desaparecío y me ha dejao con to. Pero como esta tarde no tenía trabajo con los de la catedral, que ya han contratao a otra, pos te lo traigo yo.
- Vaya, pos siento que te hayas quedao sin el trabajo de la catedral, con tos los años que llevabas ahí...
 
Mientras Tomás Locojo cogía el papel y lo iba pesando, aprovechó para rascarse la coronilla, algo que solía hacer cuando pensaba (que no era muy a menudo). Le daba pena ver así a la Ambrosia, así que esta vez redondeó hacia arriba y le dio seis eurazos por el papel que dejó almacenado en un contenedor.
- Bueno, con Dios –se despidió la Ambrosia.
- Espera, que se me ocurre que puedo tener un trabajo para tu hijo y así se gana unas perrillas y te ayuda, que ya va siendo hora de que trabaje ¿no?
- Pos eso digo. ¿Y dices que tiés un trabajo pa él?
- Bueno, no es gran cosa –dijo Tomás- pero mejor eso que na, y además es un trabajo con futuro porque así empecé yo y mira ande he llegao.
- ¿Y de qué se trata?
- Pos mu sencillo, solo tié que ir por los contenedores de papel que hay por toa la ciudad para sacar de ahí el papel y luego me lo trae, que digo yo que pa que se lo quede el Ayuntamiento mejor me lo quedo yo, que más falta me hace.
- Anda, que buena idea, no se m’había ocurrío.
- Y además el Remigio ya tié vehículo, que este carro va muy bien –dijo señalando al carrito de supermercado que utilizaban Ambrosia y su hijo para llevar a vender el papel.
- Pos ahora, cuantico llegue a casa y lo vea, se lo digo, aunque no sé si antes o después de darle un pescozón por no haber traido él el papel.
- Bueno Ambrosia, no le regañes, que ya sabes cómo es la joventú (Remigio sólo tenía 30 años). Tú dile que venga a verme y yo le explico tó, pero si quiés, ven a mi despacho.
 
Ambrosia y Tomás entraron al despacho del chatarrero, que era una pequeña caseta de madera con techo de uralita, en donde tenía una mesa, un archivador y dos sillas. Encima de la mesa había muchos papeles y Tomás revolvió entre ellos hasta encontrar lo que estaba buscando.
- Míalo –le dijo a Ambrosia enseñándole un plano-. Esta es la hoja de ruta en donde he marcao tos los contenedores de la ciudá. En rojo, la ruta que tendrá que hacer los lunes, en azul los martes, en verde los miércoles, en negro los jueves, y... en rojo otra vez porque no tenía más rotuladores, también la de los viernes.
 
Ambrosia miraba absorta (aunque no sabía lo que significaba esa palabra) a Tomás, con una no disimulada admiración que hizo que al chatarrero se le hinchara el ego y todo orgulloso no paraba de hablar y explicarle que eso que le estaba enseñando a Ambrosia eran técnicas de “márquetin”, que era lo más moderno que había y él era un hombre dedicado por entero al mundo de los negocios, o sea, del “bisnes”.
- Hay que ver, hay que ver... Sí que lo tiés to pensao... –farfullaba la Ambrosia presa de admiración.
- Y aún queda lo mejor –añadió todo ufano, Tomás- la tesnología que voy a poner en sus manos pa que haga el trabajo -sacó de un rincón un palo de hierro y se lo enseñó a la Ambrosia.
- ¿Y eso qué es?
- Ma alegro que me hagas esa pregunta –respondió marketinianamente Tomás- y te lo voy a explicar: apretando en este extremo del hierro, verás que se abre una pinza al otro extremo; así que sólo tié que meter el hierro por la rendija de echar el papel, apretar aquí, volver a cerrar, y tirar del papel pa fuera por mu escondío en to lo bajo questé.
 
Después de aquella magistral lección que introdujo a Ambrosia en el mundo del “bisnes”, tal como le había explicado Tomás, le dio las gracias y se fue derecha hacia su casa. La gente la miraba al ver lo ligera que iba mientras el sonido de las ruedas del carrito y el retumbar de su estructura metálica por las calles empedradas, era música celestial para sus oídos. 

(Continuará...)

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