Capítulo
6.- El mundo de los negocios (“bisnes”)
Cuando Ambrosia llegó al museo
catedralicio para hacer su trabajo como cada día se encontró con un enorme
alboroto: grupos de gente se agolpaban junto a la entrada y unos policías no
daban abasto para apartarlos de allí y dejar paso a coches de policía que iban
y venían constantemente mientras una nube de fotógrafos disparaba el flash a
cualquier cosa que se moviese... y eran muchas las que se movían.
A duras penas pudo avanzar y
llegar hasta casi la entrada en donde la detuvo un policía.
- No
se puede pasar, apártese –le dijo el agente.
- Es
que yo trabajo aquí, tengo que entrar pa limpiar.
- Pues
será otro día, porque esto ya lo han “limpiado” hoy –dijo irónicamente el
policía.
- Pos
güeno, serán sinvergüenzas, llamar a otra a limpiar y sin decirme na –exclamó
indignada Ambrosia para quien la ironía no era su fuerte.
Se alejó de allí malhumorada y
volvió a su casa. “Ya que no puedo limpiar allí, pues limpiaré aquí”, se dijo
al entrar. Y ni corta ni perezosa cogió el carrito y salió con él hacia el
solar donde el chatarrero, Tomás Locojo, un viejo conocido, compraba cualquier
cosa de metal sin preguntar nunca la procedencia, y en su afán de
diversificación empresarial también compraba papel y cartón.
Cuando por fin llegó, saludó toda
acalorada (no sólo por la caminata empujando el carrito, ni por el hecho de
tener que hacer ella lo que hubiera tenido que hacer Remigio, su hijo, ni por
el hecho de creer que en el museo catedralicio habían contratado otra
limpiadora, sino por todo eso y más; que cuando uno está “caliente” se le
vienen a la mente más motivos para estarlo por muy antiguos que sean).
- Hola,
Tomás, aquí te traigo to este papel.
- Anda,
¿y por qué no lo trae el Remigio? –preguntó Tomás.
- Calla,
calla, quel mu sinvergüenza ha desaparecío y me ha dejao con to. Pero como esta
tarde no tenía trabajo con los de la catedral, que ya han contratao a otra, pos
te lo traigo yo.
- Vaya,
pos siento que te hayas quedao sin el trabajo de la catedral, con tos los años
que llevabas ahí...
Mientras Tomás Locojo cogía el
papel y lo iba pesando, aprovechó para rascarse la coronilla, algo que solía
hacer cuando pensaba (que no era muy a menudo). Le daba pena ver así a la
Ambrosia, así que esta vez redondeó hacia arriba y le dio seis eurazos por el
papel que dejó almacenado en un contenedor.
- Bueno,
con Dios –se despidió la Ambrosia.
- Espera,
que se me ocurre que puedo tener un trabajo para tu hijo y así se gana unas
perrillas y te ayuda, que ya va siendo hora de que trabaje ¿no?
- Pos
eso digo. ¿Y dices que tiés un trabajo pa él?
- Bueno,
no es gran cosa –dijo Tomás- pero mejor eso que na, y además es un trabajo con
futuro porque así empecé yo y mira ande he llegao.
- ¿Y
de qué se trata?
- Pos
mu sencillo, solo tié que ir por los contenedores de papel que hay por toa la
ciudad para sacar de ahí el papel y luego me lo trae, que digo yo que pa que se
lo quede el Ayuntamiento mejor me lo quedo yo, que más falta me hace.
- Anda,
que buena idea, no se m’había ocurrío.
- Y
además el Remigio ya tié vehículo, que este carro va muy bien –dijo señalando
al carrito de supermercado que utilizaban Ambrosia y su hijo para llevar a
vender el papel.
- Pos
ahora, cuantico llegue a casa y lo vea, se lo digo, aunque no sé si antes o
después de darle un pescozón por no haber traido él el papel.
- Bueno
Ambrosia, no le regañes, que ya sabes cómo es la joventú (Remigio sólo tenía 30
años). Tú dile que venga a verme y yo le explico tó, pero si quiés, ven a mi
despacho.
Ambrosia y Tomás entraron al
despacho del chatarrero, que era una pequeña caseta de madera con techo de
uralita, en donde tenía una mesa, un archivador y dos sillas. Encima de la mesa
había muchos papeles y Tomás revolvió entre ellos hasta encontrar lo que estaba
buscando.
- Míalo
–le dijo a Ambrosia enseñándole un plano-. Esta es la hoja de ruta en donde he
marcao tos los contenedores de la ciudá. En rojo, la ruta que tendrá que hacer
los lunes, en azul los martes, en verde los miércoles, en negro los jueves,
y... en rojo otra vez porque no tenía más rotuladores, también la de los
viernes.
Ambrosia miraba absorta (aunque
no sabía lo que significaba esa palabra) a Tomás, con una no disimulada
admiración que hizo que al chatarrero se le hinchara el ego y todo orgulloso no
paraba de hablar y explicarle que eso que le estaba enseñando a Ambrosia eran
técnicas de “márquetin”, que era lo más moderno que había y él era un hombre
dedicado por entero al mundo de los negocios, o sea, del “bisnes”.
- Hay
que ver, hay que ver... Sí que lo tiés to pensao... –farfullaba
la Ambrosia presa de admiración.
- Y
aún queda lo mejor –añadió todo ufano, Tomás- la tesnología que voy a poner en
sus manos pa que haga el trabajo -sacó de un rincón un palo de hierro y se lo
enseñó a la Ambrosia.
- ¿Y
eso qué es?
- Ma
alegro que me hagas esa pregunta –respondió marketinianamente Tomás- y te lo
voy a explicar: apretando en este extremo del hierro, verás que se abre una
pinza al otro extremo; así que sólo tié que meter el hierro por la rendija de
echar el papel, apretar aquí, volver a cerrar, y tirar del papel pa fuera por
mu escondío en to lo bajo questé.
Después de aquella magistral
lección que introdujo a Ambrosia en el mundo del “bisnes”, tal como le había
explicado Tomás, le dio las gracias y se fue derecha hacia su casa. La gente la
miraba al ver lo ligera que iba mientras el sonido de las ruedas del carrito y
el retumbar de su estructura metálica por las calles empedradas, era música
celestial para sus oídos.
(Continuará...)
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