martes, 6 de abril de 2021

El códice y el robobo (12)

Capítulo 7.- Locojo lo cogió
 
Si Tomás Locojo hubiera leído el periódico durante los meses de julio y agosto de 2012, no habría tenido ningún problema en identificar el libro que ahora tenía entre sus manos: el códice Calixtino. Pero no, Tomás no leía la prensa porque, sencillamente, sólo sabía leer lo justo y no era eso algo que le apasionase. “¿Pa qué leer si te pues enterar de to en la televisión”, solía decir. Había empezado a trabajar desde que era un rapaz y por este motivo, había dejado la escuela a una edad en la que apenas levantaba unos palmos del suelo. Sólo asistió dos años, con la señora Emilia, a la escuela local que había en A Pobra de Caramiñal. Este era su currículo académico. El escuchaba los domingos el “Carrousel de-portivo” y  “Las mañanas de Buruaga” en la COPE cada día, a parte de los frecuentes ratos que pasaba mirando la televisión. Ese era todo su contacto con la realidad informativa. 
Naturalmente conocía, como todo compostelano,  la noticia del robo y posterior aparición del códice en un garaje de la localidad porque lo habían contado hasta la saciedad en radio y televisión, pero, ni remotamente,  pudo relacionar aquel ejemplar, en cuya portada se podría leer “Liber Sancti Iacobi” con el archifamoso códice. Eso sí, reconoció que era muy bonito. Se le veía antiguo y poco usual.
 
Desde luego la Ambrosia, pensó, era un tesoro de mujer. No solo era limpia,  hacendosa y estaba todavía carnosa y de buen ver, sino que además de trabajar en su casa, trabajaba fuera y mantenía al vago de su hijo sacando tiempo de donde no tenía. Además, sus entregas suponían una importante inyección para su economía doméstica., ya que le traía puntualmente unos buenos fardos de papel que él se encargaba de hacerlos dinero.
 
Entre el cargamento que le había llevado aquel día, no solamente apareció este curioso ejemplar, sino otro, bellamente decorado, que también llamó su atención. Se trataba de una copia del Beato de Liébana que la mujer había recogido al caer una carpeta del archivo donde limpiaba. Como le pareció un papel viejo y rijoso, acabó en el carrito con los demás papeles, convencida de que estaba haciendo un favor al museo llevándose todos estos papelotes que no servían “pa na”....
 
El libro no estaba elaborado en papel, sino de una especie de cuero tratado, así que, desde el punto de vista práctico, a Locojo no le servia para nada, porque no podía venderlo al peso con el resto del papel. El otro, también era muy majo pero igualmente, estaba realizado en este material.
 
Así que, ya que parecía que los ejemplares eran bastante antiguos, se encaminó, ni corto ni perezoso, a casa de Marcelino Linaza, un chamarilero que conocía desde hace tiempo y que se dedicaba a vender todo aquello que quedaba por las casas desperdigado, una vez habían fallecido sus legítimos dueños.
 
Cajitas de lata, relojes que no funcionaban, porcelanas descascarilladas, muñecas sin cabeza, barajas antiguas, cromos....Todo era susceptible de ser vendido en los mercadillos ambulantes. Si le hacía un buen precio, le daría los dos, si no, el más gordo se lo guardaría para ofrecérselo más adelante al mejor postor....

(Continuará...)

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