Capítulo
7.- Locojo lo cogió
Si Tomás Locojo hubiera leído el
periódico durante los meses de julio y agosto de 2012, no habría tenido ningún
problema en identificar el libro que ahora tenía entre sus manos: el códice
Calixtino. Pero no, Tomás no leía la prensa porque, sencillamente, sólo sabía
leer lo justo y no era eso algo que le apasionase. “¿Pa qué leer si te pues
enterar de to en la televisión”, solía decir. Había empezado a trabajar desde
que era un rapaz y por este motivo, había dejado la escuela a una edad en la
que apenas levantaba unos palmos del suelo. Sólo asistió dos años, con la
señora Emilia, a la escuela local que había en A Pobra de Caramiñal. Este era
su currículo académico. El escuchaba los domingos el “Carrousel
de-portivo” y “Las mañanas de Buruaga” en la COPE cada día, a parte de
los frecuentes ratos que pasaba mirando la televisión. Ese era todo su contacto
con la realidad informativa.
Naturalmente conocía, como todo compostelano, la noticia del robo y posterior aparición del códice en un garaje de la localidad porque lo habían contado hasta la saciedad en radio y televisión, pero, ni remotamente, pudo relacionar aquel ejemplar, en cuya portada se podría leer “Liber Sancti Iacobi” con el archifamoso códice. Eso sí, reconoció que era muy bonito. Se le veía antiguo y poco usual.
Desde luego la Ambrosia, pensó,
era un tesoro de mujer. No solo era limpia, hacendosa y estaba todavía
carnosa y de buen ver, sino que además de trabajar en su casa, trabajaba fuera
y mantenía al vago de su hijo sacando tiempo de donde no tenía. Además, sus
entregas suponían una importante inyección para su economía doméstica., ya que
le traía puntualmente unos buenos fardos de papel que él se encargaba de
hacerlos dinero.
Entre el cargamento que le había
llevado aquel día, no solamente apareció este curioso ejemplar, sino otro,
bellamente decorado, que también llamó su atención. Se trataba de una copia del
Beato de Liébana que la mujer había recogido al caer una carpeta del archivo
donde limpiaba. Como le pareció un papel viejo y rijoso, acabó en el carrito
con los demás papeles, convencida de que estaba haciendo un favor al museo
llevándose todos estos papelotes que no servían “pa na”....
El libro no estaba elaborado en
papel, sino de una especie de cuero tratado, así que, desde el punto de vista
práctico, a Locojo no le servia para nada, porque no podía venderlo al peso con
el resto del papel. El otro, también era muy majo pero igualmente, estaba
realizado en este material.
Así que, ya que parecía que los
ejemplares eran bastante antiguos, se encaminó, ni corto ni perezoso, a casa de
Marcelino Linaza, un chamarilero que conocía desde hace tiempo y que se
dedicaba a vender todo aquello que quedaba por las casas desperdigado, una vez
habían fallecido sus legítimos dueños.
Cajitas de lata, relojes que no
funcionaban, porcelanas descascarilladas, muñecas sin cabeza, barajas antiguas,
cromos....Todo era susceptible de ser vendido en los mercadillos ambulantes. Si
le hacía un buen precio, le daría los dos, si no, el más gordo se lo guardaría
para ofrecérselo más adelante al mejor postor....
Naturalmente conocía, como todo compostelano, la noticia del robo y posterior aparición del códice en un garaje de la localidad porque lo habían contado hasta la saciedad en radio y televisión, pero, ni remotamente, pudo relacionar aquel ejemplar, en cuya portada se podría leer “Liber Sancti Iacobi” con el archifamoso códice. Eso sí, reconoció que era muy bonito. Se le veía antiguo y poco usual.
(Continuará...)
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