lunes, 12 de abril de 2021

El códice y el robobo (18)

Capítulo 12+1.- Sombras entre nieblas
 
Coro puso en alerta sus cinco sentidos ante las imágenes y sonidos que salían del ordenador. Ni se dio cuenta que ya eran las 11 de la noche, ni de todos los cigarrillos que se había fumado, ni del número exacto de cafés que se había tomado... Se había prometido no irse a la cama hasta no haber visionado todas las grabaciones del día del robo, desde que salió de la sala hasta la mañana siguiente. Antes había hablado con Unai, que cada vez estaba más convencido de que debía “dejarlo estar” y, pese a que conocía sus motivaciones personales para robar y destruir el códice, creía que la cosa se estaba complicando demasiado y quizás no mereciese la pena continuar insistiendo.
 
Pero ella no estaba dispuesta a dejar el misterio sin resolver o a dejar que lo resolviesen otros. Quizás tendría que cambiar su planteamiento inicial y actuar de otra manera, pero esto sólo se traduciría en un acicate más para seguir adelante. Si bien era cierto que ahora tendría que empezar de cero y buscar al ladrón (o ladrones) del códice, eso sólo cambiaba el modo de proceder. No tenía la menor intención de abandonar.
 
Empezó a revisar una por una, detenidamente, las imágenes en diferido de cada una de las cámaras. Verdaderamente era tedioso estar mirando una filmación en la que sólo aparece una imagen fija y esta se encuentra sumida en una nebulosa, como si de una peli de Ridley Scott se tratara.
 
Por fin, después de más de 2 horas de tedio, en la cámara 1, que enfocaba a una de las librerías del fondo de la sala y en la 3, pudo observar lo que se suponía eran fragmentos de un hecho que ocurrió con posterioridad a su visita. Entre la neblina, se podía distinguir lo que eran, sin duda, las piernas de una mujer que tarareaba horriblemente mal “María de la O” y pudo ver cómo recogía unos papeles desperdigados por el suelo, mientras los amontonaba en algún lugar que no podía verse, murmurando algo sobre un tal “Remigio”.
 
Iba y venía por la habitación, moviendo las cámaras, como si las fuera a arrancar, e insistiendo, para su desesperación, en ensuciar el cristal del visor a base de repasarlo con un trapo sucio. Entonces contuvo la respiración y congeló la imagen de la cámara 2. En medio de una espesa bruma, entre los papeles que estaban tirados por el suelo, se distinguía a duras penas lo que podía ser la cubierta superior del códice Calixtino, con sus letras góticas borrosas. No tenía la certeza total, aunque pensó que había posibilidades de que fuera eso. Volvió a reanudar la grabación y vio cómo la mano que pertenecía a esa mujer de voz tan desafinada, terminaba de recoger lo que llamaba “papelotes”. Fue entonces cuando pudo leer, no sin dificultad, la palabra “Iacobi”. ¡Era el códice! ¡Ella lo tenía!
 
Oyó entonces, aunque no vio nada, un sonido que le resultó familiar. Era un “ñiqui, ñiqui, ñiqui”, como de algo metálico arrastrándose por el suelo de piedra del museo. ¿Qué sería aquel ruido? ¿Acaso un sofisticado artefacto diseñado para cargar el códice? No sabría decir, no había imágenes que asociar a este sonido, sólo tenía el audio.
 
Ya eran las tres de la mañana y le escocían los ojos. Cayó derrotada, notando cómo los efectos de la cafeína se iban esfumando y no le quedaban fuerzas para continuar. No se podía decir, sin embargo, que la noche hubiera sido infructuosa. Sabía que una mujer, de horrible voz era la autora del robo. Sabía que había un cómplice, un tal “Remigio”, y sabía que el códice había salido del museo catedralicio en el interior de un aparato que chirriaba cuando se ponía en movimiento.
 
Ahora bien, se encontraba desconcertada por los métodos de la ladrona. Lejos de resultar una profesional, parecía tosca, desorganizada y falta de cuidado. Un perfil muy distinto al que se suponía debería tener alguien que pretendiese sustraer una de las piezas más codiciadas de nuestro Patrimonio histórico-artístico. Tampoco sabía cómo el códice había salido de la cámara blindada y había ido a parar al suelo, entre otros documentos, ya que cuando ella abandonó la habitación, quedó en su lugar habitual.
 
Pero como se le cerraban los ojos, optó por irse a dormir y continuar al día siguiente con las pesquisas. Acudiría al museo catedralicio y hablaría con el ordenanza que tan amablemente la atendió el día que fue a hacer la instalación, a ver si podía sonsacarle algo. ¿Quién podría ser aquella mujer? ¿Quién sería el tal Remigio?

Continuará...

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