Capítulo
12+1.- Sombras entre nieblas
Coro puso en alerta sus cinco sentidos ante las
imágenes y sonidos que salían del ordenador. Ni se dio cuenta que ya eran las
11 de la noche, ni de todos los cigarrillos que se había fumado, ni del número
exacto de cafés que se había tomado... Se había prometido no irse a la cama
hasta no haber visionado todas las grabaciones del día del robo, desde que
salió de la sala hasta la mañana siguiente. Antes había hablado con Unai, que
cada vez estaba más convencido de que debía “dejarlo estar” y, pese a que
conocía sus motivaciones personales para robar y destruir el códice, creía que
la cosa se estaba complicando demasiado y quizás no mereciese la pena continuar
insistiendo.
Pero ella no estaba dispuesta a dejar el misterio
sin resolver o a dejar que lo resolviesen otros. Quizás tendría que cambiar su
planteamiento inicial y actuar de otra manera, pero esto sólo se traduciría en
un acicate más para seguir adelante. Si bien era cierto que ahora tendría que
empezar de cero y buscar al ladrón (o ladrones) del códice, eso sólo cambiaba
el modo de proceder. No tenía la menor intención de abandonar.
Empezó a revisar una por una, detenidamente, las
imágenes en diferido de cada una de las cámaras. Verdaderamente era tedioso
estar mirando una filmación en la que sólo aparece una imagen fija y esta se
encuentra sumida en una nebulosa, como si de una peli de Ridley Scott se
tratara.
Por fin, después de más de 2 horas de tedio, en la
cámara 1, que enfocaba a una de las librerías del fondo de la sala y en la 3,
pudo observar lo que se suponía eran fragmentos de un hecho que ocurrió con
posterioridad a su visita. Entre la neblina, se podía distinguir lo que eran,
sin duda, las piernas de una mujer que tarareaba horriblemente mal “María de la
O” y pudo ver cómo recogía unos papeles desperdigados por el suelo, mientras
los amontonaba en algún lugar que no podía verse, murmurando algo sobre un tal
“Remigio”.
Iba y venía por la habitación, moviendo las cámaras,
como si las fuera a arrancar, e insistiendo, para su desesperación, en ensuciar
el cristal del visor a base de repasarlo con un trapo sucio. Entonces contuvo
la respiración y congeló la imagen de la cámara 2. En medio de una espesa
bruma, entre los papeles que estaban tirados por el suelo, se distinguía a duras
penas lo que podía ser la cubierta superior del códice Calixtino, con sus
letras góticas borrosas. No tenía la certeza total, aunque pensó que había
posibilidades de que fuera eso. Volvió a reanudar la grabación y vio cómo la
mano que pertenecía a esa mujer de voz tan desafinada, terminaba de recoger lo
que llamaba “papelotes”. Fue entonces cuando pudo leer, no sin dificultad, la
palabra “Iacobi”. ¡Era el códice! ¡Ella lo tenía!
Oyó entonces, aunque no vio nada, un sonido que le
resultó familiar. Era un “ñiqui, ñiqui, ñiqui”, como de algo metálico
arrastrándose por el suelo de piedra del museo. ¿Qué sería aquel ruido? ¿Acaso
un sofisticado artefacto diseñado para cargar el códice? No sabría decir, no
había imágenes que asociar a este sonido, sólo tenía el audio.
Ya eran las tres de la mañana y le escocían los
ojos. Cayó derrotada, notando cómo los efectos de la cafeína se iban esfumando
y no le quedaban fuerzas para continuar. No se podía decir, sin embargo, que la
noche hubiera sido infructuosa. Sabía que una mujer, de horrible voz era la
autora del robo. Sabía que había un cómplice, un tal “Remigio”, y sabía que el
códice había salido del museo catedralicio en el interior de un aparato que
chirriaba cuando se ponía en movimiento.
Ahora bien, se encontraba desconcertada por los
métodos de la ladrona. Lejos de resultar una profesional, parecía tosca,
desorganizada y falta de cuidado. Un perfil muy distinto al que se suponía
debería tener alguien que pretendiese sustraer una de las piezas más codiciadas
de nuestro Patrimonio histórico-artístico. Tampoco sabía cómo el códice había
salido de la cámara blindada y había ido a parar al suelo, entre otros
documentos, ya que cuando ella abandonó la habitación, quedó en su lugar
habitual.
Pero como se le cerraban los ojos, optó por irse a
dormir y continuar al día siguiente con las pesquisas. Acudiría al museo
catedralicio y hablaría con el ordenanza que tan amablemente la atendió el día
que fue a hacer la instalación, a ver si podía sonsacarle algo. ¿Quién podría
ser aquella mujer? ¿Quién sería el tal Remigio?
Continuará...
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