Las Raquetas de nieve, esa especie de plantillas
agujereadas y de grandes dimensiones sobre las que se ata la bota para caminar
sin hundirse por la nieve, no son sólo un “utensilio” sino también una
actividad deportiva y, encima, tienen el honor de ser la más antigua o casi, ya
que está documentado que dichas raquetas ya existían 4000 años antes de Cristo.
De su consideración como deporte cabe añadir que cada año se celebran
competiciones e incluso en nuestro continente se celebra la Copa de Europa de
Raquetas de nieve, aparte claro está de los correspondientes campeonatos
nacionales, provinciales, etc.
Caminar por la nieve es una experiencia muy agradable,
pero también muy trabajosa. Si la nieve está blanda (nieve en polvo, que se
llama) porque te hundes a cada paso y cuesta mucho trabajo avanzar. Si la nieve
está dura e incluso convertida en hielo, porque te puedes resbalar y sufrir un
serio accidente. Por eso las Raquetas de nieve facilitan sobremanera esa tarea
de caminar sobre tan variable superficie y los hay que compiten en carreras de
velocidad con estos artilugios en los pies.
Sea en plan competición o de simple disfrute de la
naturaleza, las Raquetas de nieve son un deporte, un sano ejercicio para el
cuerpo y un infinito relax para la mente. A pesar de ello, y de todo lo que me
gusta la nieve, sólo he realizado marcha con Raquetas de nieve una vez en mi
vida y fue, precisamente, hace poco más de una década.
En el laboratorio AstraZéneca, dentro de lo que era la
edad de oro de la industria farmacéutica, hacíamos cada año una “Reunión de
Departamento”, en la cual nos íbamos todos los miembros de cada departamento a
un lugar con atractivo turístico durante tres o cuatro días. Allí celebrábamos
sesiones de trabajo para diseñar planes futuros y compartir con los demás lo
que hacía cada uno, y también había suficiente tiempo libre para el turismo, la
gastronomía y el ocio.
En la ocasión a que me voy a referir ahora, el lugar
escogido fue Granada y como allí cerca teníamos Sierra Nevada, que además
estaba nevada, para allá que nos fuimos una de aquellas mañanas con la
intención de practicar (por primera vez para todos nosotros) el deporte de las
Raquetas de nieve. Como principiantes que éramos, disponíamos de un guía que
nos dio las instrucciones pertinentes, y acto seguido comenzamos nuestro
recorrido subiendo y bajando lomas nevadas, disfrutando del paisaje, haciendo
equipo, y atacándonos de vez en cuando con bolas de nieve. El día era soleado y
la nieve abundante, la caminata larga y cansada, pero la felicidad de practicar
aquél deporte se ganó para siempre nuestros corazones.
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Para hablar de mi experiencia en este deporte he
preferido nombrarlo por su acepción inglesa “Quad” ya que las acepciones
españoles me parecen horribles: cuatrimoto, cuadriciclo o cuatriciclo. A cual
más fea ¿verdad? Por eso hablaremos del deporte del Quad, que es una especie de
moto con cuatro ruedas, adaptada para recorrer todo tipo de caminos por muy
accidentados que sean. Por cierto ¿sabías por qué se inventaron este tipo de
vehículos? Pues según cuentan, los fabricantes de motos y motocicletas estaban
cansados de ver cómo sus ventas caían en picado al llegar el mal tiempo, ya que
circular con una moto por campos y caminos embarrados no resulta muy agradable
que digamos, así que se les ocurrió (allá por los años 70) diseñar unas motos
con tres ruedas –primero- y con cuatro ruedas –después- para que también en
invierno y en campos embarrados, la gente se animase a comprar esos vehículos y
salir al campo a disfrutar con ellos.
Mi experiencia con el Quad fue realmente esporádica y
anecdótica, pero no por ello menos sorprendente, viviendo una de las más
asombrosas y envidiables experiencias. La compañía para la que trabajaba,
AstraZéneca, organizaba siempre unas magníficas Convenciones para dar el
pistoletazo de salida a los nuevos productos y elegía para ello lugares
atractivos a los que acudíamos todos encantados porque sabíamos que allí se
combinada perfectamente el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio. Esta, a la
que me refiero ahora, fue para el lanzamiento de Symbicort (budesónida +
formoterol), un medicamento para controlar el asma. El lugar elegido fue Dakar,
en Senegal, sí Dakar, el famoso lugar donde finalizaba antes la famosa carrera
París-Dakar. Y entre las múltiples visitas turísticas y momentos de diversión
que vivimos, tuvo lugar una carrera de Quads por el desierto, justo en los
alrededores del famoso Lago Rosa en donde finalizaba siempre la carrera
París-Dakar.
Aquél viaje tuvo lugar en verano y el calor en pleno
desierto superaba los 40ªC, pero aquello no fue obstáculo ni impedimento alguno
para que, montado en un Quad, recorriese las dunas y llanuras de aquél
desierto. Cada Quad llevaba dos ocupantes, los cuales nos íbamos turnando al
volante ya que la dureza de aquella prueba así lo requería, y cabe decir,
finalmente, en cuando a vencedores y vencidos, que en aquella carrera no hubo
ningún vencido, todos fuimos vencedores al haber tenido el privilegio de
conducir un Quad en tan fantástico y emblemático paraje.
Y del Quad a 40ºC de temperatura en el desierto de Dakar,
pasé poco tiempo después al Quad sobre nieve a –18ºC un mes de enero en
Finlandia, lugar done acudimos más de 100 participantes de una Convención. Se
organizaron allí unas Olimpiadas de Invierno (tal como relato en el capítulo
“Olimpiadas de invierno”) una de cuyas pruebas en las que competí fue la de
carrera contrarreloj de Quad sobre nieve. Puedo concluir, pues, que mi
experiencia con el Quad ha sido totalmente extrema, de +40ºC en el desierto a
–18ºC en el círculo polar ártico ¡Casi 60 grados de diferencia!
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Casi todo el mundo se cree que el Póker (que también se
puede decir en español “Póquer”) es un juego de cartas; sin embargo el 29 de
abril de 2010 el Póker fue reconocido como “Deporte mental” y admitido en la
Asociación Internacional de Deportes Mentales (International Mind Sports
Association). Sus razones no les faltan, ya que se requiere ejercitar el
cerebro, desarrollar la intuición, tomar riesgos, controlar las emociones... y
controlar los músculos de la cara (y de eso sé mucho como explicaré más adelante).
Lo que no me cuadra es que se considere “Deporte” (que
todos lo relacionamos con algo que requiere ejercicio físico y es sano y
saludable) al Póker, teniendo en cuenta que se juega sentado, pero a diferencia
del Ajedrez (donde los contrincantes están absortos y metidos de lleno en la
partida sin más distracciones exteriores), aquí no puede faltar un whisky en la
mano, los chistes y comentarios más variopintos, y –hasta hace bien poco- el
humo constante de los cigarrillos.
Por mi experiencia como jugador de Póker puedo decir que
las partidas que jugaba con mis amigos solían ser nocturnas (algunas veces
acabábamos pasada la una de la madrugada), todos fumábamos y manteníamos el
ambiente de la habitación completamente irrespirable, todos bebíamos alcohol
durante la partida (whisky, cuba libre, gin tonic, etc.), y todos nos pasábamos
la misma hablando, contando chistes, etc. Como podéis apreciar nada que tenga
que ver con la vida sana que se asocia a la práctica de cualquier otro deporte.
Una de las actitudes más habituales del Póker es “ir de
farol”, esto es, tener muy malas cartas pero hacer creer a los demás que son
buenas, que les vas a ganar, y lograr así que estos se retiren y te den la mano
por ganada; o al contrario, tener muy buenas cartas pero hacerles creer que
solo son regulares y que estos podrán ganarte, incitándoles a que apuesten más
para luego desplumarlos. Por eso decía antes que hay que ejercitar mucho los
músculos de la cara y esto sólo se me daba bien a medias. Me explico. Si conseguía
buenas cartas, una buena jugada con la que podía ganar a los demás, entonces
sabía fingir muy bien, hacerles creer que llevaba malas cartas para que
apostasen más y así llevarme una mejor tajada. Pero por el contrario, si tenía
malas cartas, se me notaba tanto en la cara, era tan incapaz de fingir, que
resultaba inútil ir de farol porque se darían cuenta y ganarían la partida, así
que yo optaba por la rendición preventiva, esto es, el abandono.
No he sido buen jugador de Póker, lo reconozco, aunque sí
divertido porque, cuando llevaba buenas cartas y quería hacer creer que las
llevaba malas, me ponía a llorar desconsolada y exageradamente o hacía ademán
de querer suicidarme. En cambio, cuando llevaba malas cartas y pretendía fingir
que eran buenas para que abandonasen, mis intentos diciendo “¡vaya jugada que
he ligado!” o incluso los saltos de alegría, se notaba que eran fingidos. Ya
digo que si llevaba buenas cartas les podía hacer creer eso o lo contrario,
pero como llevase malas cartas... no había nada que hacer, no sabía fingir.
En general los juegos de cartas me han gustado mucho y he
sido experto en algunos de ellos como, por ejemplo, la Canasta. También me he
defendido bien en la Pocha, y me he divertido con el Cinquillo, la Burra, etc.
Pero lo curioso es que nunca he jugado ni he sabido jugar a dos de los juegos
de cartas más populares que existen en España: el Mus y el Tute. Para mí esos
dos siempre han sido y siguen siendo unos auténticos desconocidos.
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A diferencia de otros deportes, de mi afición al
Piragüismo poco hay que contar. Recordemos que el Piragüismo es un deporte
acuático que se practica sobre una embarcación de forma alargada y muy ligera
(normalmente de plástico o fibra de vidrio), en la que van sentado uno o varios
piragüistas, los cuales la hacen avanzar remando con unas palas que pueden
tener una o dos hojas. Pero si consultas cualquier documento explicativo sobre
este deporte encontrarás cómo se dice que “las competiciones se hacen normalmente
en los meses de verano”. Así que, sin necesidad incluso de haber leído esa
frase, yo sentí que mi afición por el Piragüismo despertaba cada año al llegar
las vacaciones y visitar un lugar en la playa.
Hoy día, en casi todas las playas bien acondicionadas
para el turismo, existen puestos de alquiler de todo tipo de vehículos para el
disfrute (patinetes, canoas, tablas de wind surfing, etc.) pero hace unas
cuantas décadas esto no era así. Por lo tanto mis primeros pinitos en el noble
deporte del Piragüismo los hice en las colchonetas hinchables que compraba para
disfrutar con mis hijos pequeños en la playa. Pude comprender así que el
Piragüismo no es tan fácil como parece, que dirigir una embarcación hacia donde
deseas es tarea harto difícil, máxime si el mar está movido. Aun así nada ni
nadie me quitó la diversión de hacer ese falso Piragüismo en las playas de
Gandía, Denia, Calpe, etc.
Pero sólo por esas experiencias no habría hecho
referencia en este libo al Piragüismo. Hubo una vez, eso sí, en que alquilé una
canoa de verdad y estuve remando en ella en las cálidas y tranquilas aguas de
una pequeña bahía en la isla de Menorca.
Sólo fue una vez en mi vida (como en algunos otros
deportes por mí practicados, tal como relato en este libro) pero fue suficiente
para demostrarme a mí mismo y a todo el mundo que una vez hice Piragüismo y que
de haberme dedicado a este deporte... no hubiera llegado muy lejos.
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Como contribución a este deporte citaré que he inventado
un golpe de saque al que he bautizado como “saque de arrastre”. Consiste en
rozar la pelota contra la raqueta, para que la misma se encuentre en rotación
cuando, a continuación, la golpeo con la raqueta. También está la técnica del
“cacareo” para distraer al contrario. Consiste en dar unos golpecitos con la
pelota a la raqueta (como cuando se va a partir un huevo) para desconcertar al
contrario y sorprenderle luego con un saque rápido. También para distraer al
contrario está la técnica de “mirar al tendido” como hacen algunos toreros.
Consiste en mirar hacia otro lado y ponerse a hablar con el contrario, el cual
dirige también la mirada hacia el lado al que miro, momento que aprovecho para
girarme y sacar de golpe sin que le dé tiempo a reaccionar. Finalmente, y
entrando en lo que son las técnicas de movimiento corporal, destacaría la
“técnica del balanceo” inventada por mí. Consiste en mover el cuerpo hacia
delante y hacia atrás conforme se van dando golpes a la pelota, haciendo cada
movimiento más rápido y en consecuencia que la pelota vaya ganando velocidad
hasta que al rival ya le resulta imposible devolverla.
Aun cuando ahora estoy entrado en la senectud o
senescencia, puedo decir con toda la confianza del mundo, que reto a cualquiera
a una partida de Tenis de Mesa. En este deporte la veteranía sí que es un
grado.
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De aquellas veladas recuerdo una anécdota especialmente
divertida que transcribiré tal cual la escribí hace unos años: “Estábamos en un
descanso de nuestras sesiones vespertinas de Ping Pong en mi casa. Para
relajarnos, entre partida y partida, comenzamos mi rival (y amigo) y yo a
tirarnos uno a otro la pelota de Ping Pong desde un extremo de la
habitación a otro, cogiéndola con la
mano y devolviéndosela a continuación. Así, al cabo de un rato, y sin que mi
rival (y amigo) se diese cuenta, sustituí la pelota por un huevo (que en
aquella época eran blancos y no oscuros como ahora) y este –cuando quiso
reaccionar- ya era demasiado tarde, lo había espachurrado con la mano. Yo me
reí mucho y mi rival, a pesar de aquello, siguió siendo mi amigo”.
Conforme fuimos creciendo en edad y en experiencia en
este deporte, fuimos abandonando las “mesillas” para practicar en mesas
reglamentarias. Todo lo aprendido resultó muy útil. Destacaba, por ejemplo, mi
habilidad para colocar la pelota justo en el vértice del campo contrario, con
lo que salía despedida en la más insospechada dirección haciendo imposible su
devolución. También alternaba golpes fuertes con dejadas, golpes repetidos a un
mismo lado del campo para de súbito cambiar al otro o a la inversa, golpes
alternos a cada lado para de repente repetir al mismo lado. La energía que
desprendía la práctica de este deporte era tanta que a los pocos minutos ya
estábamos sudando como pollos.
Pasados los años de juventud, seguí practicando este
deporte de forma ya más esporádica y –a diferencia de otros deportes- lo
aprendido no llegó a olvidarse del todo. Como colofón a este capítulo, citaré
algunas de mis aportaciones más importantes a este deporte en donde he sido un
jugador notable, toda vez que era de los mejores de la pandilla y ganaba muchos
de aquellos campeonatos, e incluso cuando luego competí frente a desconocidos
que encontraba en los billares o en un hotel, solía ganarles de igual forma.
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El Tenis de mesa, más popularmente conocido como Ping
Pong es el deporte que cuenta con mayor número de deportistas practicándolo en
todo el mundo, más incluso que el Fútbol, concretamente más de 40 millones de
personas son asiduos practicantes de Ping Pong (supongo que la gran afición que
hay en China por este deporte –y los chinos son muchos millones- es la que le
hace superar al fútbol). Nació en 1870 en Inglaterra como una derivación del
Tenis y en el año 1988 (olimpiadas de Seúl) pasó a considerarse deporte
olímpico. Como curiosidad respecto a su nombre, decir que no se llama “Pin Pon”
sino “Ping Pong”; que la denominación más académica hoy en día es la de “Tenis
de mesa” (así están catalogadas las diferentes Federaciones; y que el amigo de
la gallina Caponata, Don Pimpón, curiosamente se llamaba igual que este deporte
ya que, aunque parezca mentira, no es correcto decir “Pin pon” pero sí se puede
decir “Pimpón”.
Practicar el Tenis de mesa está al alcance de cualquiera
ya que las raquetas y pelotas necesarias son muy baratas, y el terreno de juego
es... una mesa. Claro que posiblemente yo haya inventado una nueva variante de
este deporte: el “Tenis de mesilla”. Al practicarlo con asiduidad desde mi más
temprana juventud, organizando múltiples e interminables campeonatos con mis
amigos, no disponíamos de tanto dinero como para estar todo el día en los
billares pagando el alquiler de las mesas reglamentarias de Ping Pong, así que
teníamos que recurrir a las mesas de comedor de cualquiera de nuestras casas.
Disponíamos así de diferentes campos para practicar este deporte: la casa de
Eduardo y Rafael Alcántara, la casa de Paco Sanz Cabrera, mi propia casa... y
en cada una de ellas la mesa del comedor tenía diferentes dimensiones, como
diferente era el escaso espacio libre que teníamos para movernos alrededor
durante la partida. Ninguna de estas mesas llegaba, ni por asomo, a las medidas
reglamentarias, de ahí lo de “Tenis de mesilla”, pero esto, lejos de ser un
inconveniente, exigía mucha más pericia de nosotros. Con menos espacio para
movernos y mucho menos espacio a donde enviar la pelota, la dificultad era
extrema y la velocidad del juego se hacía más alta: a menor recorrido mayor
velocidad. La potencia podía ser interesante, pero mucho más lo era la
habilidad y, como pude comprobar más tarde, las habilidades adquiridas durante
la práctica del Tenis de mesilla resultaron muy válidas para la posterior
práctica del auténtico Tenis de mesa.
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No sé si vale la pena explicar en qué consiste el deporte
de la Petanca, porque creo que todos lo hemos practicado alguna vez y, desde
luego, lo hemos visto jugar a los viejos en el parque. Pero conste que la
Petanca no es un juego (aunque la gente “juegue” a la Petanca) sino que está
considerado como deporte y su origen es centenario, ya que se remonta al año
1907 en el sur de Francia. Por eso, cuando cualquiera de nosotros diga alguna
vez “voy a jugar a la Petanca” debe rectificar inmediatamente y decir acto
seguido: “¡Uy, perdón, quise decir ‘voy a practicar el noble deporte de la
Petanca’!”.
Pero me temo que mi práctica de este deporte no ha sido
muy rigurosa. Empecé a practicarlo cuando mis hijos eran pequeños y nos
distraíamos con la Petanca en la playa, para lo cual había comprado un juego
muy rudimentario que tenía las bolas de plástico. Pero después de aquello,
también lo he practicado, ya con bolas metálicas reglamentarias, en algún
ambiente familiar, generalmente en la playa y siempre acabaron las partidas...
por puro aburrimiento. También alguna vez lo he practicado en descampados, ya
que según se explica en este deporte “se puede practicar en todo tipo de
terrenos, aunque normalmente se hace en zonas llanas, de gravilla o arenosas”.
Debo reconocer que de todos los deportes que he
practicado este ha sido quizás el que me ha parecido más aburrido, aunque no sé
si esto es así porque es aburrido de verdad (que yo creo que sí) o sólo es una
apreciación mía al considerarlo un deporte de viejos, y yo soy un adolescente
inmaduro aunque haya traspasado la edad de jubilación.
Esto es cierto, porque mirando otros deportes, ves gente
joven, atlética... y aquí sólo ves boinas. Y para colmo los viejos son tan
cabezotas que hasta he contemplado el siguiente e insólito espectáculo: un
campo para jugar a la Petanca (quiero decir para practicar el noble deporte de
la Petanca) de dimensiones reglamentarias (15 x 4 metros para competiciones
nacionales o internacionales o como mínimo de 12 x 3 metros), con el suelo de
arena o gravilla perfectamente plano, delimitado por listones de madera para
que las bolas no salgan del citado campo, con bancos alrededor para que se
sienten los espectadores, y... vacío. ¿Y dónde estaban los viejos que
practicaban este deporte? Pues, a pesar de tener esta maravilla de terreno de
juego a su disposición, jugaban en el descampado de al lado, con árboles por
medio, baches del terreno, piedras, matojos, hierbajos, y hasta alguna caca de
perro.
Ya lo sabéis, la triste y dura realidad es que la Petanca
es un deporte de viejos, así que podéis tener la seguridad que no me veréis
nunca más practicando este deporte, el último sin duda entre mis preferencias.
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Siguieron pasando los años y aquella caña de pescar sólo
conseguía coger polvo y olvido en un rincón del armario, hasta que un buen día
fue a morir en la basura. Y yo seguí creciendo y practicando muchos deportes
aunque no la Pesca, hasta que un buen día, ya en plena madurez, fui a vivir
otra inusual experiencia.
Me había invitado (tal como relato en otro capítulo de
este libro) mi amigo Ingar Pedersen, a pasar una semana en su cabaña de las montañas,
en el centro de Noruega. Allí nos dedicábamos a caminar por las montañas
durante todo el día, en medio de aquella exuberante y virgen naturaleza, y sólo
al final del día regresábamos a la cabaña para descansar, relajarnos con algún
trabajo o reparación casera, y cenar viendo los partidos de fútbol del Mundial
que se estaba celebrando en esas fechas.
Yo le había comentado previamente que, entre las
diferentes actividades que podíamos realizar en aquella semana de vacaciones
conjuntas, se podía incluir algún día de Pesca. Desde luego, la región de
Telemark está llena de ríos (cuya anchura es casi igual a la longitud de los
ríos españoles... bueno, exagerando un poco) y de innumerables lagos de todos
los tamaños; por consiguiente hay buena pesca y ya mi amigo me había confirmado
que algunas veces (aunque esa no fuese su principal afición) solía ir a pescar.
El caso es que, por satisfacer mi deseo, me dijo que sí y así me lo reiteró
cuando el primer día llegué a su casa unifamiliar y, después de enseñarme las
cañas de pescar que íbamos a utilizar me dijo “y ahora vamos a por el cebo”. No
sabía yo muy bien a qué se refería pero me llevó al jardín en donde había, en
un rincón, una montaña de tierra de más de un metro de altura (ahora sé que eso
se llama “compost” pero como nunca he tenido una parcela...) y entonces metió
la mano y tras moverla por ahí sacó: una lombriz. Quedé aterrado viendo aquél
repugnante espectáculo, lo cual le hizo mucha gracia; así que siguió metiendo
la mano una y otra vez hasta tener un frasco lleno de esas asquerosas
lombrices, mientras me repetía una y otra vez entre carcajadas si no quería yo
también “pescar” alguna, a lo cual me negué, por supuesto.
Ya instalados en su cabaña aislada entre las montañas,
cogimos las cañas de pescar y nos fuimos a un caudaloso río. Elegimos un
precioso lugar en la ribera del río y entonces llegó el temido y fatal momento:
coger una lombriz y pincharla en el anzuelo. Tengo que reconocer que no vale
como excusa decir que amo a los animales y no me gusta hacerles daño, la verdad
pura y dura es que me resultaba asqueroso coger una lombriz y encima pincharla
en el anzuelo, así que él, con gran paciencia, hizo ese trabajo por mí. Gracias
a eso puede lanzar el sedal y el anzuelo al río y esperar... eso, y esperar, y
esperar, porque allí no picaba nada, si acaso algún mosquito en nuestro cogote.
De vez en cuando tirábamos del sedal para comprobar el
anzuelo y el cebo, y la lombriz seguía en su sitio sin que ningún pez osase
comérsela. Si mi don, en vez de la escritura hubiese sido el de la ilustración
o la caricatura, hubiera dibujado –para rememorar aquél momento- una lombriz
muy contenta, en traje de baño, disfrutando de las repetidas zambullidas en el
agua, ante el asombro y decepción de los atribulados pescadores. Pero es que
fue eso lo que pasó, no picó ni un solo pez, ni en su caña ni en la mía.
Otro día repetimos la misma experiencia, esta vez en un
lago, pero el resultado fue similar. Sin embargo, el fracaso estrepitoso de
nuestra pesca tuvo un final feliz, porque en esta vida hay que ser previsores e
Ingar lo era: se había llevado unas enormes y preciosas truchas congeladas que
ese mismo día puso a descongelar y después cocinamos a la brasa. En fin, menos
da una piedra.
Y esta ha sido mi experiencia practicando el arte o
deporte (como queráis llamarlo) de la Pesca. Lo que parecía comenzar como una
carrera prometedora se quedó en el más sonoro de los fracasos y las más frikis
experiencias, aunque no por ello he dejado de comer pescado... que pescan
otros. Y es que los hay con más suerte.
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Pasaron los años y la Pesca desapareció de mis aficiones,
entre otras cosas, porque en Madrid los únicos ríos son los que forma el
tráfico por las calles (el río Manzanares sólo tiene de río el nombre, al menos
a su paso, embalsado y atascado, por la ciudad). Más adelante, ya casado,
comenzamos a disfrutar de veraneos en la playa, cada año en un lugar diferente
de nuestras costas, aunque siempre en el Levante o en el Sur donde la
temperatura del agua incita al baño a los que somos frioleros.
Un buen día me dije que quería rememorar aquella
experiencia de la infancia y ni corto ni perezoso me compré una caña de pescar
con todos los aparejos necesarios (varios tipos de anzuelo, sedal, etc.). No
recuerdo en qué lugar de nuestro litoral mediterráneo sucedió la aventura, pero
es igual, el caso es que estando allí le dije a mi mujer: “Vámonos a pescar”. Cogí
mis aparejos, una toalla para sentarnos cómodamente en las rocas y unos trozos
de pescado crudo para hacer de cebo. Elegí un espigón donde había algún que
otro pescador, y realicé el clásico ritual: preparar la caña y el sedal, elegir
el anzuelo, enganchar el cebo, y lanzarlo lo más lejos posible. Allí quedó,
sobre las serenas aguas de nuestro mar Mediterráneo aquél anzuelo esperando que
algún pez picase; pero ¿qué fue lo que picó? Para desgracia mía lo que picó fue
la impaciencia de mi mujer que, al cabo de 20 minutos de espera, dijo que
aquello era un rollo y que nos fuéramos. Como donde hay mujer no manda marinero
(no sé si este dicho existe o me lo acabo de inventar) recogí mis bártulos y
regresamos al hotel para hacer otras cosas más divertidas y entre ellas, nunca
más estuvo lo de intentar ir a pescar ningún otro día.
En un armario del piso de Madrid dormía su sueño eterno
aquella caña de pescar a la que había dado tan poco uso. De vez en cuando la
miraba y soñaba con imaginarias hazañas, pero las pocas veces que volví a
utilizarla fue para la Pesca más asombrosa que jamás hayáis escuchado o leído.
Y es que vivía en un segundo piso, con una terraza de barrotes y... con dos
niños pequeños. No creo que os cueste mucho trabajo imaginar cómo esos niños eran
una máquina de tirar cosas por la terraza, las cuales iban a caer en la más
amplia terraza del piso primero y... ¡No podía estar todos los días bajando al
primero a repetir la misma cantinela: “que el niño ha tirado tal cosa a vuestra
terraza!”. Así que opté por darle alguna utilidad a mi caña de pescar y lo
primero que pesqué fue... un pañuelo. La
facilidad con que conseguí pescar aquél pañuelo me animó a los siguientes
retos. Así fueron reclamando mis dotes de pescador muchas otras piezas: un oso
de peluche, un juguete, unas bragas, una servilleta... e incluso una pieza que
a nadie se le ocurriría que se podría pescar desde una terraza.
Tenía mi hijo una tortuguita de Lousiana, de esas verdes
y pequeñitas que se venden como mascotas para los niños. Un buen día la dejó
suelta por la terraza y se cayó al piso de abajo, con tan buena suerte para
ella que fue a aterrizar en la jardinera que tenían los vecinos. Llegó mi hijo
alarmado contándome el suceso y pensé que si había pescado tantas cosas y mis
dotes de pescador habían quedado ampliamente demostradas, bien podía pescar
también una tortuga de Lousiana. Afiné el pulso y la puntería, hasta que por
fin conseguí que el afilado anzuelo se enganchara en el borde del cartilaginoso
caparazón. Tiré con mucho tiento y cuidado y la fui elevando hasta recogerla
finalmente, entre la natural alegría y regocijo de mi hijo.
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Dice el diccionario de la Real Academia de la Lengua que
“Pesca” es la acción y efecto de pescar, pero el verbo “pescar” tiene muchas
acepciones, desde las que no vienen al caso (“pescar un resfriado”, “pescar en
río revuelto”, etc.) hasta otras que sí explican correctamente a lo que nos
referimos en este capítulo: “sacar y tratar de sacar del agua peces y otros
animales útiles al hombre” o bien “coger, agarrar o tomar cualquier cosa”.
Vayamos pues a la historia de mi vida como aficionado a la Pesca e inefable
pescador.
Curiosamente mi primer intento de pesca, cuando apenas tenía
10 o 12 años, fue el más fructífero de todos. Habíamos ido de excursión a los
Ojos del Guadiana y allí, en aquellas aguas, descubrí mi vocación por este
deporte, pero... claro, era la primera vez y no tenía ningún apero de Pesca...
aunque sí mucha imaginación.
Busqué entre la maleza un buen palo que fuese largo y
flexible, después busqué un sedal y como lógicamente no lo hallaba, cogí lo que
más se le parecía: una cuerda o soga, bastante basta por cierto ya que tenía
más de medio centímetro de grosor. Até la cuerda al extremo del palo y... aún
me faltaba algo: el anzuelo. ¿Y qué podría encontrar allí, en aquél grupo
familiar de excursionistas, que me sirviese como anzuelo? Lo que más se le
parecía era: un alfiler, sí un alfiler de esos de costura. Lo doblé para darle
forma de anzuelo, lo até al extremo de la cuerda. Ya tenía... no, aún faltaba
otra cosa: el cebo. ¿Y qué iba a poner de cebo? ¿Un trozo de tortilla de
patatas? No se me ocurrió otra cosa (en realidad es que no había otra cosa) que
coger una miga de pan e insertarla en el alfiler doblado. ¡Ahora sí que tenía
una caña de pescar!
Me aparté un poco del grupo buscando la tranquilidad y
unas aguas profundas en donde pudiera encontrar peces. Lancé la cuerda con el
anzuelo y cebo al agua, y allí esperé sentado, paciente y alegre, sintiéndome
como un gran explorador dispuesto a ganarse el sustento con sus dotes y pericia
de pescador. Y ahora viene la parte final y la más increíble de todas, pero os
garantizo que es verdad. Al cabo de no mucho tiempo picó un pez del tamaño de
una sardina grande que, según me dijeron, era una tenca, un pez teleósteo de
agua dulce, de cuerpo fusiforme, verdoso por encima y blanquecino por debajo,
que habita en charcas y aguas cenagosas poco profundas, y... ¡comestible! Aquella
noche tuve una de las mejores cenas que he disfrutado a lo largo de mi vida y
no os podéis imaginar la cara de satisfacción que se me puso cuando vi aparecer
sobre mi plato, debidamente cocinado, el pez que había pescado.
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El patinaje sobre ruedas (en patines clásicos de cuatro ruedas,
conocidos también como “Quad”) ha sido otro de mis deportes favoritos. Fue un
deporte practicado en mi juventud, cuando no existían en España pistas públicas
de patinaje y por consiguiente no había más remedio que practicarlo en la
calle, bien fuera en las aceras (lo cual no era muy recomendable por las
ranuras de las baldosas y el continuo trasiego de peatones) o sobre el asfalto
de la calzada de las calles (lo cual tampoco era muy recomendable por el
peligro de que te atropellara un coche o un autobús, aunque el tráfico de
entonces no era como el de hoy en día).
Cuando uno se “subía” a los patines, no sólo crecía en
estatura (lo que suponía una sensación muy agradable de fortaleza y
superioridad) sino que se sabía más veloz que cualquier transeúnte. De tal
guisa patinaba por la plaza del Conde del Valle de Suchil (que es donde vivía)
pero también por las aceras y calzadas de todo el barrio de Argüelles. Sin
saberlo, fui pionero de una modalidad deportiva que actualmente está causando
furor entre los jóvenes: el Patinaje callejero, llamado también “Night Skating”
porque lo suelen practicar de noche para disponer de más espacios libres de
coches en las calzadas, aunque yo lo practicaba de día.
No es que fuese un consumado patinador, pero me defendía
bastante bien; sabía balancear el cuerpo para dar el impulso adecuado, sabía
dar giros, sabía patinar hacia atrás... Otros amigos también tenían patines y a
veces nos juntábamos y echábamos carreras; pero patinase solo o acompañado, la
diversión y satisfacción estaba siempre garantizada.
“Eso es como montar en bicicleta, no se olvida nunca” me
dijeron un día varias décadas después, cuando ya era padre de familia y les
había comprado unos patines a mis hijos. Pero estaban equivocados. Yo también
volví a comprarme unos patines para acompañar a mis hijos en sus sesiones de
patinaje (ellos ya disponían de pistas públicas de patinaje y de campos de
fútbol sala en los parques en donde se podía patinar libremente)... pero mi
agilidad había desparecido, y eso de intentar ir marcha atrás... sólo con la
imaginación. Así que poco uso le di a esos patines, los cuales acabaron
durmiendo un largo sueño en el trastero.
Muchos años después (cumplidos ya los 60), haciendo
limpieza en el trastero, aparecieron de nuevo ante mis ojos aquellos patines.
Me vino a la memoria aquella frase tantas veces repetida: “Eso es como montar
en bicicleta, no se olvida nunca”. Y como mi espíritu se mantenía igual de
joven e inmaduro que antes, me calcé los patines, dispuesto a recorrer los dos
kilómetros de distancia que había entre mi casa de Tres Cantos y la de mi hija.
Salí a la calle y comencé a patinar, más bien diría a tambalearme sobre los
patines. Sin embargo me sostenía en pie, e incluso avanzaba (todo un logro).
Llegué a la calle principal una vez había ganado ya algo de confianza y me
solté a patinar un poco más alegremente para rememorar viejos laureles, como
cuando callejeaba con soltura por el barrio de Argüelles... Pero –como ya he
dicho antes- esa frase está equivocada, sí que se olvida y se pierde todo lo
que se había aprendido cuando no practicas durante años. ¡Que se lo pregunten a
mi culo! Él fue quien me hizo ver la triste realidad al besar el suelo
(afortunadamente de culo) al cruzar la gran avenida. Comprendí entonces que mi
carrera como patinador había terminado, así que me los quité, los metí en una
bolsa y los llevé a Cash Converter, en donde me dieron una miseria por ellos.
En realidad los patines no tenían gran valor, el único valor grande era el que
yo había demostrado poniéndomelos para salir a la calle tantos años (qué digo
años, ¡décadas!) después.
“El robobo del
cocódice”:
Todos los miembros de cada equipo participábamos en todas
las pruebas, así que de allí no saldrían ganadores individuales, sino equipos
ganadores. No recuerdo el orden exacto que siguieron las pruebas, así que daré
cuenta de ellas de forma aleatoria. Una de ellas, puede que la más típica, fue
una carrera con trineo tirado por perros. Había que seguir un circuito e
intentar recorrerlo en el menor tiempo posible. Igualmente típica fue la
carrera en trineos tirados por un reno, algo que nos valió al final un “Carnet
de conducir trineos tirados por renos”. En dicho carnet puede leerse en varios
idiomas el siguiente texto: “El titular de este permiso de conducir un reno ha
aprobado la prueba de conducción y está justificado a manejar un trineo/un par
de esquís tirado por reno, en las tierras salvajes de Laponia, observando las
reglas vigentes de la conducción de reno”. Lo malo es que dicho permiso de
conducción tenía una validez de cinco años y ya me ha caducado.
Saber cazar a lazo a estos animales es de vital
importancia para los samis, así que otra de las pruebas consistía en lanzar una
cuerda y, de igual forma que los vaqueros del oeste americano hacen con las
reses, nosotros lo hicimos con un reno, aunque para esta prueba el reno se
estaba muy quietecito porque era de madera; pero para el caso era lo mismo,
porque la cosa estaba en acertar con el lazo en su cornamenta y dejarla
firmemente sujeta. Para el trineo tradicional también hubo otra pequeña
carrera, bajando una ligera pendiente. Y el motor de gasolina jugó igualmente
su papel, a través de una carrera, por un circuito señalizado, conduciendo a la
mayor velocidad posible un Quad que derrapaba en la nieve a curva.
También había otras pruebas que nos hicieron reír, tanto
en el momento de participar en ellas como viendo a los demás participar. Una de
ellas era el esquí-tándem. Se competía por parejas y cada pareja utilizaba los
mismos esquíes. Uno se ponía delante y otro inmediatamente detrás, y cada uno
llevaba su pie derecho encajado en un único esquí derecho para los dos, y lo
mismo para el izquierdo. Avanzar era toda una proeza ya que había que estar muy
bien sincronizados para que los dos miembros del equipo avanzasen al mismo
tiempo y a la misma velocidad cada una de sus piernas, de lo contrario lo único
que conseguían era hacer reír a los espectadores por lo cómico de la situación
y los continuos trompicones.
Otra de las pruebas que combinaba un poco de todo, era un
carrera de obstáculos. Había que correr por la nieve, trepar por unas cuerdas y
subir a unas plataformas, bajar de ellas deslizándose con un mini trineo, y
alguna otra dificultad más que no recuerdo. Lo que no se olvida son las caídas
y culetazos que se llevó más de uno (y más de una, porque los equipos eran
mixtos) porque lo que contaba al final en esta prueba no era la perfección en
la ejecución sino la rapidez.
Para el final –de esto sí me acuerdo que fue lo último-
dejaron una de las pruebas más difíciles: montar una tienda sami en el menor
tiempo posible. Allí abajo, tumbados en el suelo estaban los palos y la lona, y
con eso teníamos que coordinarnos todos los miembros del equipo para levantar
la tienda y dejarla completamente estable. Para sorpresa de todos, incluidos
los propios samis, mi equipo lo hizo en un tiempo récord, tanto es así que los
samis decían que nunca habían visto a unos extranjeros montar una tienda tan
deprisa.
Después de tanto esfuerzo y de tantos sudores (y eso que
estábamos a –18ºC) nos ofrecieron una reparadora comida al aire libre. La carne
de reno nos ayudó a reponernos y nos dio la energía suficiente para coger otra
vez las Motonieves y volver al hotel. Aquella noche se celebró una cena
especial, en un precioso restaurante, y al llegar el postre, el presidente se
levantó con los papeles que le habían pasado para dar a conocer el equipo
ganador según la puntuación obtenida en el conjunto de todas las pruebas: “Y el
ganador es... el equipo de... ¡los Urogallos!”. Todo fueron aplausos y
felicitaciones, y los integrantes del equipo ganador salimos para recibir las
correspondientes medallas olímpicas y hacernos la foto para la posteridad.
Así terminó, felizmente, aquella Olimpiada de invierno en
la que tuve la fortuna de intervenir y quedar campeón, con mi equipo de los
Urogallos... ¡vascos! ¡Para que luego digan que los de Bilbao son unos
fanfarrones y exageran!
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“La Olimpiada”: https://amzn.to/3cDkAS7
Los Juegos Olímpicos de Invierno son un acontecimiento
multitudinario en el que se celebran competiciones de deportes relacionados con
la nieve y el hielo. El primero de estos acontecimientos tuvo lugar en Chamonix
(Francia) en 1924 aunque los llamados Juegos Nórdicos, cuya primera edición
data de 1901, pueden considerarse un antecedente válido de los mismos. Los
Juegos Olímpicos de verano y de invierno se vienen celebrando desde hace
décadas cada cuatro años, si bien de forma alterna; por consiguiente cada dos
años hay unas Olimpiadas, ya sean de verano o de invierno. Pero a veces hay
excepciones, como la que aquí vamos a comentar, y se celebran adicionalmente
unas Olimpiadas (en este caso de Invierno) un tanto atípicas, en las que tuve
el honor de participar y salir laureado.
Apenas había comenzado el año 2000 (estábamos a mitad de
enero) cuando el laboratorio en que trabajaba, AstraZéneca, organizó una
Convención para lanzar un nuevo antihipertensivo, Atacand (candesartán).
Siempre se elegían lugares atractivos desde el punto de vista turístico, en
donde se combinaban las sesiones de trabajo con la diversión, pero en esta
ocasión se llevaron la palma. El lugar elegido fue, nada más y nada menos, que
Rovaniemi (Finlandia) en pleno invierno, aunque por esos días la luz del día
duraba cuatro horas. Las sesiones de trabajo se celebraron en el Ayuntamiento
de la ciudad, construido por el famoso arquitecto finlandés Alvar Aalto, y las
múltiples sesiones de diversión nos llevaron a visitar el pueblo de Papá Noel,
a desplazarnos a la ciudad costera de Kemi para navegar en el rompehielos
“Sampo” abriendo caminos en la helada superficie del mar Báltico para luego
bañarnos (con traje de neopreno) en sus gélidas y tenebrosas aguas, a recorrer
en Motonieve los parajes nevados, a disfrutar de la comida finlandesa en los
mejores restaurantes, y... a participar en unas Olimpiadas de Invierno.
Como éramos algo más de 100 personas las desplazadas
hasta allí, y todos participábamos (hasta el propio presidente de la compañía
se apuntó como un compañero más), se hicieron varios equipos, en donde se
integraban los Visitadores Médicos agrupados por provincias o regiones. A los
de Central nos fueron repartiendo para completar equipos y a mí me correspondió
el equipo de los vascos, así que habiendo entre nosotros varios de Bilbao es
fácil suponer que íbamos “sobraos”.
Aquella mañana nos dimos cita a las puertas del hotel,
provistos de nuestro mono térmico, botas, guantes, casco, etc. poco antes de que
amaneciese. Repartieron los dorsales de los equipos, a los que se habían
adjudicado nombres de animales, en nuestro caso éramos el equipo “Urogallo” con
11 integrantes, diez vascos y yo. Cogimos las Motonieves y fuimos siguiendo al
guía, atravesando bosques de abetos completamente nevados, con un sol
incipiente que no se atrevió a separarse de la línea del horizonte, hasta
llegar a un campamento de tiendas samis (a los lapones les gusta que les llamen
“samis”) donde nos dieron la bienvenida y el presidente procedió a la solemne
ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos acercando una antorcha al
pebetero. Acto seguido nos dieron a todos un reconfortante café y un energético
aperitivo. La temperatura era de –18ºC pero el cielo estaba despejado y no
soplaba el viento, así que había suficiente luz y, gracias a nuestros monos
térmicos, no notábamos el frío... y menos que lo notaríamos a continuación.
Pero lo primero era la ceremonia de bautizo por haber
llegado a tierras samis y por haber sobrepasado el círculo polar ártico (era el
13 de enero de 2001 como lo atestigua el certificado que después nos dieron por
haber rebasado esa latitud). Pasamos al interior de las tiendas y allí un sami,
ataviado con sus típicas ropas, dijo no sé cuántas cosas en su idioma, nos dio
a beber leche caliente de reno (bueno, supongo que sería de “rena”), con un
carbón apagado nos hizo unos signos en la frente y después puso un enorme
cuchillo en nuestro cogote. Mientras seguía diciendo cosas en su idioma hizo
ademán de cortarnos el cuello y nosotros sentimos esa sensación fría y cortante
en nuestro cuello, pero no era nuestra sangre lo que resbalaba, ni nos había
hecho ningún corte; todo había sido simulado y, simplemente, para darle más
realismo, había pasado –sin que nosotros lo advirtiésemos- un delgado trozo de
hielo por nuestro cuello como si hubiese sido el filo de aquél cuchillo.
Terminada la ceremonia, llegó el momento de competir en
las diversas pruebas. Los encargados de la agencia que organizaron el viaje nos
iban dando las instrucciones antes de comenzar cada prueba, unos samis hacían
de jueces, y después los primeros iban anotando en un cuaderno las puntuaciones
de cada equipo.
“El dulce gorjeo del buitre en celo”:
Ya para terminar la narración de mis aventuras con el
deporte de la Natación, añadiré una experiencia que está al alcance de muy
pocos. Durante una Convención del laboratorio AstraZéneca en Finlandia, en
pleno mes de enero, nos desplazamos un día a la ciudad costera de Kemi. Allí
nos embarcamos en el rompehielos “Sampo” para abrir caminos por la helada
superficie del mar Báltico. Salimos a las cinco de la tarde y era noche cerrada.
La temperatura era de –20ºC o quizás algo más baja aún, por lo menos la
sensación térmica, ya que la brisa helada penetraba hasta los huesos a pesar
del mono térmico que llevábamos. ¡Cómo sería el frío reinante que mi cámara
fotográfica dijo “¡basta!” y se bloqueó, y ya no pude hacer más fotos! Al cabo
de una hora de navegación, escuchando el imponente crujir de la superficie del
mar que iba quebrando el barco, éste se detuvo. Nos ofrecieron una experiencia
inédita: bañarnos en las heladas aguas del Báltico en el canal que acababa de
abrir el rompehielos. Hubo unos cuantos valientes, entre ellos yo, que nos
animamos y pasamos a ponernos un traje de neopreno, de color naranja, con el
que parecíamos no sé si un Teletubbie o el muñeco de Michelín en color butano.
Bajamos por la escalerilla y caminamos por la superficie helada del mar, sobre
la que habían clavado unas antorchas para iluminar el camino. La capa de hielo
era tan gruesa que no había riesgo de que se rompiese y alguno de nosotros
cayese al abismo de las profundidades. Desde el barco enfocaron con unos
reflectores el canal abierto, un canal de aguas completamente negras (era noche
cerrada). Ataviado, pues, con ese traje, me introduje en el mar con cuidado que
no me salpicase agua a la cara, que era la única parte descubierta de mi
cuerpo. Lo del traje térmico funcionaba, porque no sentí nada de frío y estuve
un buen rato flotando y realizando gráciles movimientos natatorios en el agua
como si fuésemos aprendices de pato. Igual que yo disfrutaron todos aquellos
que se atrevieron a sumergirse en el mar... bueno, todos menos uno. Este tuvo
menos suerte y el traje de neopreno que le dieron tenía una raja por donde se
le coló el agua helada y tan pronto sintió aquél frío, como cuchillos afilados,
tuvo que salir a toda prisa. Meterse en el agua no era difícil; lo complicado
era salir. Cuando llegabas al borde y tratabas de agarrarte al borde de la
superficie helada te escurrías y si no hubiera sido por los marineros del barco
que nos ayudaron a salir, pescándonos como si fuésemos atunes (aunque sin
emplear ganchos, afortunadamente) nos hubiéramos quedado allí para siempre.
Como recuerdo de aquella experiencia de practicar la Natación en condiciones
tan extremas, me queda un Diploma en el que puede leerse: “Certificate of
participation in icebreaking operations under Artic conditions”.
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los libros de este autor.
Bien, hasta ahora hemos hablado de la Natación pero sin
entrar en el detalle de los estilos que, como sabéis son cuatro. Uno de ellos
es el “Crol”, que es el que utilizaba Tarzán y por consiguiente el que más me
hubiera gustado practicar. Pero había un problema: si nadas a Crol tienes que
meter la cabeza dentro del agua y mojarte el pelo, y yo no estaba por esa
labor. Además se corre el riesgo de que te entre agua por la nariz e incluso en
los oídos. He intentado, alguna vez, practicar un estilo de “Crol con cabeza
fuera” pero resulta tan antiestético, tan agotador, tan absurdo, que lo he
desestimado.
Otro estilo es el denominado de “Mariposa”, pero todos sabemos
que si a una mariposa se le mojan las alas, se ahoga. En mi caso lo que no
quiero que se me moje es la cabeza, así que tampoco he podido nadar a Mariposa,
ya que resulta imposible hacerlo sin sumergir la cabeza, y como ya me he
ahogado una vez no quiero repetir la experiencia.
El tercer estilo es, en teoría, el más cómodo: “Espalda”.
Quienes nadan así van tumbados de espaldas sobre el agua, con la cara fuera
mirando el cielo, moviendo los brazos rítmicamente hacia atrás. Parece sencillo
y tranquilo, pero no es así. Cuando lo he intentado, no sé por qué extraña
razón, mi cuerpo parece de plomo e irremediablemente se va hacia el fondo.
Conclusión: Descartado.
Finalmente queda otro estilo, el denominado “Braza”, y
este es el que he utilizado siempre aunque a mi manera. Si bien los movimientos
natatorios que utilizo al nadar a Braza son los correctos, la posición del
cuello es perpendicular a la superficie del agua para que la cabeza permanezca
siempre fuera y acabe la sesión con el pelo seco. Tampoco es tan difícil. Y
encima te ahorras el tener que lavarte a continuación la cabeza, ya que el
cloro de las piscinas y la sal del mar te dejan el pelo como estropajo. Te
invito a probar esta variante tan original del estilo de Braza.
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