Ya para terminar la narración de mis aventuras con el
deporte de la Natación, añadiré una experiencia que está al alcance de muy
pocos. Durante una Convención del laboratorio AstraZéneca en Finlandia, en
pleno mes de enero, nos desplazamos un día a la ciudad costera de Kemi. Allí
nos embarcamos en el rompehielos “Sampo” para abrir caminos por la helada
superficie del mar Báltico. Salimos a las cinco de la tarde y era noche cerrada.
La temperatura era de –20ºC o quizás algo más baja aún, por lo menos la
sensación térmica, ya que la brisa helada penetraba hasta los huesos a pesar
del mono térmico que llevábamos. ¡Cómo sería el frío reinante que mi cámara
fotográfica dijo “¡basta!” y se bloqueó, y ya no pude hacer más fotos! Al cabo
de una hora de navegación, escuchando el imponente crujir de la superficie del
mar que iba quebrando el barco, éste se detuvo. Nos ofrecieron una experiencia
inédita: bañarnos en las heladas aguas del Báltico en el canal que acababa de
abrir el rompehielos. Hubo unos cuantos valientes, entre ellos yo, que nos
animamos y pasamos a ponernos un traje de neopreno, de color naranja, con el
que parecíamos no sé si un Teletubbie o el muñeco de Michelín en color butano.
Bajamos por la escalerilla y caminamos por la superficie helada del mar, sobre
la que habían clavado unas antorchas para iluminar el camino. La capa de hielo
era tan gruesa que no había riesgo de que se rompiese y alguno de nosotros
cayese al abismo de las profundidades. Desde el barco enfocaron con unos
reflectores el canal abierto, un canal de aguas completamente negras (era noche
cerrada). Ataviado, pues, con ese traje, me introduje en el mar con cuidado que
no me salpicase agua a la cara, que era la única parte descubierta de mi
cuerpo. Lo del traje térmico funcionaba, porque no sentí nada de frío y estuve
un buen rato flotando y realizando gráciles movimientos natatorios en el agua
como si fuésemos aprendices de pato. Igual que yo disfrutaron todos aquellos
que se atrevieron a sumergirse en el mar... bueno, todos menos uno. Este tuvo
menos suerte y el traje de neopreno que le dieron tenía una raja por donde se
le coló el agua helada y tan pronto sintió aquél frío, como cuchillos afilados,
tuvo que salir a toda prisa. Meterse en el agua no era difícil; lo complicado
era salir. Cuando llegabas al borde y tratabas de agarrarte al borde de la
superficie helada te escurrías y si no hubiera sido por los marineros del barco
que nos ayudaron a salir, pescándonos como si fuésemos atunes (aunque sin
emplear ganchos, afortunadamente) nos hubiéramos quedado allí para siempre.
Como recuerdo de aquella experiencia de practicar la Natación en condiciones
tan extremas, me queda un Diploma en el que puede leerse: “Certificate of
participation in icebreaking operations under Artic conditions”.
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