Pasaron los años y la Pesca desapareció de mis aficiones,
entre otras cosas, porque en Madrid los únicos ríos son los que forma el
tráfico por las calles (el río Manzanares sólo tiene de río el nombre, al menos
a su paso, embalsado y atascado, por la ciudad). Más adelante, ya casado,
comenzamos a disfrutar de veraneos en la playa, cada año en un lugar diferente
de nuestras costas, aunque siempre en el Levante o en el Sur donde la
temperatura del agua incita al baño a los que somos frioleros.
Un buen día me dije que quería rememorar aquella experiencia de la infancia y ni corto ni perezoso me compré una caña de pescar con todos los aparejos necesarios (varios tipos de anzuelo, sedal, etc.). No recuerdo en qué lugar de nuestro litoral mediterráneo sucedió la aventura, pero es igual, el caso es que estando allí le dije a mi mujer: “Vámonos a pescar”. Cogí mis aparejos, una toalla para sentarnos cómodamente en las rocas y unos trozos de pescado crudo para hacer de cebo. Elegí un espigón donde había algún que otro pescador, y realicé el clásico ritual: preparar la caña y el sedal, elegir el anzuelo, enganchar el cebo, y lanzarlo lo más lejos posible. Allí quedó, sobre las serenas aguas de nuestro mar Mediterráneo aquél anzuelo esperando que algún pez picase; pero ¿qué fue lo que picó? Para desgracia mía lo que picó fue la impaciencia de mi mujer que, al cabo de 20 minutos de espera, dijo que aquello era un rollo y que nos fuéramos. Como donde hay mujer no manda marinero (no sé si este dicho existe o me lo acabo de inventar) recogí mis bártulos y regresamos al hotel para hacer otras cosas más divertidas y entre ellas, nunca más estuvo lo de intentar ir a pescar ningún otro día.
En un armario del piso de Madrid dormía su sueño eterno aquella caña de pescar a la que había dado tan poco uso. De vez en cuando la miraba y soñaba con imaginarias hazañas, pero las pocas veces que volví a utilizarla fue para la Pesca más asombrosa que jamás hayáis escuchado o leído. Y es que vivía en un segundo piso, con una terraza de barrotes y... con dos niños pequeños. No creo que os cueste mucho trabajo imaginar cómo esos niños eran una máquina de tirar cosas por la terraza, las cuales iban a caer en la más amplia terraza del piso primero y... ¡No podía estar todos los días bajando al primero a repetir la misma cantinela: “que el niño ha tirado tal cosa a vuestra terraza!”. Así que opté por darle alguna utilidad a mi caña de pescar y lo primero que pesqué fue... un pañuelo. La facilidad con que conseguí pescar aquél pañuelo me animó a los siguientes retos. Así fueron reclamando mis dotes de pescador muchas otras piezas: un oso de peluche, un juguete, unas bragas, una servilleta... e incluso una pieza que a nadie se le ocurriría que se podría pescar desde una terraza.
Tenía mi hijo una tortuguita de Lousiana, de esas verdes y pequeñitas que se venden como mascotas para los niños. Un buen día la dejó suelta por la terraza y se cayó al piso de abajo, con tan buena suerte para ella que fue a aterrizar en la jardinera que tenían los vecinos. Llegó mi hijo alarmado contándome el suceso y pensé que si había pescado tantas cosas y mis dotes de pescador habían quedado ampliamente demostradas, bien podía pescar también una tortuga de Lousiana. Afiné el pulso y la puntería, hasta que por fin conseguí que el afilado anzuelo se enganchara en el borde del cartilaginoso caparazón. Tiré con mucho tiento y cuidado y la fui elevando hasta recogerla finalmente, entre la natural alegría y regocijo de mi hijo.
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Un buen día me dije que quería rememorar aquella experiencia de la infancia y ni corto ni perezoso me compré una caña de pescar con todos los aparejos necesarios (varios tipos de anzuelo, sedal, etc.). No recuerdo en qué lugar de nuestro litoral mediterráneo sucedió la aventura, pero es igual, el caso es que estando allí le dije a mi mujer: “Vámonos a pescar”. Cogí mis aparejos, una toalla para sentarnos cómodamente en las rocas y unos trozos de pescado crudo para hacer de cebo. Elegí un espigón donde había algún que otro pescador, y realicé el clásico ritual: preparar la caña y el sedal, elegir el anzuelo, enganchar el cebo, y lanzarlo lo más lejos posible. Allí quedó, sobre las serenas aguas de nuestro mar Mediterráneo aquél anzuelo esperando que algún pez picase; pero ¿qué fue lo que picó? Para desgracia mía lo que picó fue la impaciencia de mi mujer que, al cabo de 20 minutos de espera, dijo que aquello era un rollo y que nos fuéramos. Como donde hay mujer no manda marinero (no sé si este dicho existe o me lo acabo de inventar) recogí mis bártulos y regresamos al hotel para hacer otras cosas más divertidas y entre ellas, nunca más estuvo lo de intentar ir a pescar ningún otro día.
En un armario del piso de Madrid dormía su sueño eterno aquella caña de pescar a la que había dado tan poco uso. De vez en cuando la miraba y soñaba con imaginarias hazañas, pero las pocas veces que volví a utilizarla fue para la Pesca más asombrosa que jamás hayáis escuchado o leído. Y es que vivía en un segundo piso, con una terraza de barrotes y... con dos niños pequeños. No creo que os cueste mucho trabajo imaginar cómo esos niños eran una máquina de tirar cosas por la terraza, las cuales iban a caer en la más amplia terraza del piso primero y... ¡No podía estar todos los días bajando al primero a repetir la misma cantinela: “que el niño ha tirado tal cosa a vuestra terraza!”. Así que opté por darle alguna utilidad a mi caña de pescar y lo primero que pesqué fue... un pañuelo. La facilidad con que conseguí pescar aquél pañuelo me animó a los siguientes retos. Así fueron reclamando mis dotes de pescador muchas otras piezas: un oso de peluche, un juguete, unas bragas, una servilleta... e incluso una pieza que a nadie se le ocurriría que se podría pescar desde una terraza.
Tenía mi hijo una tortuguita de Lousiana, de esas verdes y pequeñitas que se venden como mascotas para los niños. Un buen día la dejó suelta por la terraza y se cayó al piso de abajo, con tan buena suerte para ella que fue a aterrizar en la jardinera que tenían los vecinos. Llegó mi hijo alarmado contándome el suceso y pensé que si había pescado tantas cosas y mis dotes de pescador habían quedado ampliamente demostradas, bien podía pescar también una tortuga de Lousiana. Afiné el pulso y la puntería, hasta que por fin conseguí que el afilado anzuelo se enganchara en el borde del cartilaginoso caparazón. Tiré con mucho tiento y cuidado y la fui elevando hasta recogerla finalmente, entre la natural alegría y regocijo de mi hijo.
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