lunes, 30 de julio de 2018

Aprende a recordar los sueños


Seguro que muchas veces te has lamentado de no poder recordar un sueño. Te despiertas con unas breves imágenes del mismo y la sensación de placer que te ha producido pero todo eso va desapareciendo de tu mente a una velocidad de vértigo y, posiblemente, cuando estás terminando tu taza de café del desayuno ya no te acuerdas de nada. ¿Te gustaría ser capaz de recordar hasta en sus más pequeños detalles esos sueños agradables con los que tantas noches disfrutamos y que inmediatamente, al despertar, olvidamos? Pues te voy a enseñar una técnica muy sencilla que puedes aplicar para lograrlo y de la que puedo decir, por propia experiencia, que funciona.

Cuando te despiertes y notes cómo acabas de salir del sueño para entrar en este mundo material, no te muevas. Eso es muy importante porque si te mueves será como sacudirte el polvo y desaparecerán todos esos recuerdos. Repito: no te muevas. Entonces, relajado como estás en la cama, toma la última imagen o escena del sueño, trata de retenerla unos instantes y a partir de ahí vete retrocediendo poco a poco, como si fueses deshaciendo un ovillo de lana. Paso a paso vete visualizando cada una de las escenas de ese sueño en sentido inverso, hacia atrás. Comprobarás cómo de esta forma te resulta fácil recordar todo el sueño. La clave está en que con este sencillo ejercicio refuerzas las conexiones neuronales que permiten fijar los recuerdos de las experiencias oníricas en el cerebro. Si lo practicas todos los días, verás incluso cómo cada vez te resulta más fácil recuperar todas esas maravillosas vivencias que se tienen en los sueños.



sábado, 28 de julio de 2018

Poesía inédita española del siglo XIX (y 2)

Y como segundo ejemplo de poesía inédita española del siglo XIX rescatamos del olvido este poema humorístico publicado en el periódico "El Eco de daimiel" en el siglo XIX.

LA COLIFLOR

En buena tierra plantada,
regada con agua impura
y al calor de la basura,
pronto crecí alborozada.
Hoy, doncella codiciada,
a ninguno le disgusto,
y como a todos doy gusto
y libre y feliz me veo,
alegre me balanceo
sobre mi tallo robusto.

Soy fea, yo me alabo,
soy rechoncha, no gentil,
mas quiérenme el perejil,
el cardo, el apio y el nabo;
quien diga que tengo pavo,
que soy sosa, fría, yerta,
vive Dios que no lo acierta,
que si bien se me examina
soy la tajada más fina
de las tajadas de huerta.

Comida sola doy miedo,
pero aquél que mi cogollo
prueba mezclado con pollo,
de gusto se chupa el dedo.
Por lo tanto, decir puedo
sin modestia ni rubor,
pues que en todo comedor
mi nombre se inmortaliza,
¡Soy la mejor hortaliza!
¡Me llamo la Coliflor!

José María Díez

viernes, 27 de julio de 2018

Poesía inédita española del siglo XIX (1)

Hoy y mañana vamos a incluir dos ejemplos de poesía inédita española del siglo XIX. Ambos ejemplos fueron publicados en el periódico "El Eco de Daimiel" en dicho siglo y hasta ahora nadie los había rescatado del olvido... y ambos nos traen como regalo una sonrisa. Este es el primero:

ANTES DE LA BODA:

Mi querida Rosalía:
Recibe en estos renglones
las más finas expresiones
del que sin ti moriría.
Te quiero tanto, alma mía,
que para mi eres la gloria;
no te vas de mi memoria
a ninguna hora del día.
Estoy tan lejos de ti,
que maldigo de mi suerte,
y le pido a Dios la muerte
antes que seguir así.
¡Adiós, mi amor, mi consuelo!
¡Hasta mañana a las tres!
Siempre tuyo, como ves,
tu fiel amante Carmelo.

EL DÍA DE LA BODA:

Queridita Rosalía:
Sólo tu mandato escucho;
nos queremos mucho ¡mucho!
Siempre juntos noche y día.
No hay felicidad igual,
ni dicha más estimada
que el unirse uno a su amada
con el lazo conyugal.

DESPUÉS DE LA BODA:

Ya no hay quien te sufra a ti,
no se te puede aguantar.
A mi suegra he de matar
si no se larga de aquí.
Todo el día en la oficina,
por la noche en el café.
¿Y a mi qué me cuesta usté?
¡Se lo diré a la vecina!
No me irrites, Rosalía,
y cometa un desatino
aunque me cueste el destino.
¡Lástima de cesantía!

UN AÑO DESPUÉS DE LA BODA:

Al año de matrimonio,
Por cosas que no refiero,
quedó cesante en febrero...
Porque cayó Don Antonio.
Y fue tan grande el disgusto
Y tan atroz la reyerta,
Que dejó a su suegra tuerta,
y él tuvo que huir el bulto.
Carmelo se fue a Bilbao
a probar nueva fortuna,
y de paso encontró una...
partida de bacalao.

J. Abós

miércoles, 25 de julio de 2018

Manuel Prieto Peromingo


Fue mi maestro y amigo, el que guió mis primeros pasos en el maravilloso mundo de la poesía. Como Catedrático de Lengua y Literatura dedicó toda su vida a la enseñanza, primero en Zaragoza y más tarde en Zamora. Ahora, bien ganada la jubilación, sigue viviendo en Zamora y yo sigo aquí recordando con cariño todo lo que me enseñó.

Por ejemplo, me animó desde el principio a que me atreviese con todo tipo de composiciones puesto que no se puede lograr mejorar en nada si no es con esfuerzo. Gracias a él comprendí también que la belleza de la poesía está en la traslación sencilla de los sentimientos, que no son necesarias la métrica y la rima, pero sí el ritmo y el corazón.

A la hora de elegir alguna poesía suya para compartir con vosotros, me he decidido por estas dos, dos acrósticos. El primero se titula “Un mes y tú tranquilo”, y me lo dedicó “al mes de saber que tú también haces poesías”; el segundo se lo dedicó a su novia –que luego sería su mujer- y lo compartió conmigo, como tantas otras cosas:

UN MES Y TÚ TRANQUILO

Vas sudando la lucha serena,
Intranquila, del tiempo,
Con las manos abiertas al mundo,
Estrenando la vida y la sangre,
Nacida de la luz tan de repente.
Trampa abierta en tu paz
Entre tu asombro de joven que renace.

Fuego que hiela las entrañas niñas,
Inútiles aún, a punto siempre,
Siempre esperando,
Acaso sin saberlo,
Con los ojos alegre un primer llanto.

MARIBEL

Mírame estas manos que te llaman siempre,
A través de un gran amor hacia la vida,
Repletas de fe y rojas de esperanza;
Intenta hallarme en ti, tuyo, y cuando me halles
Búscame en el cielo y en la tierra, solo,
Entre los hombres que lloran y que luchan,
Limpiamente, como a un alma o a una espiga.

Nota.- Extraído del libro "La primavera y los cerezos" (Vicente Fisac, editorial Bubok: http://www.bubok.es/libros/221390/La-primavera-y-los-cerezos )

lunes, 23 de julio de 2018

El último viaje

La tarde estaba lluviosa, con una tenue luz mortecina, un resplandor extraño que difuminaba los últimos y casi invisibles rayos de sol sobre el asfalto. El suelo brillaba; resbalaba a veces. El tráfico iba en aumento: era la última hora punta del día. Cada vez había más gente por la calle y todos iban como ausentes, sin mirarse, sin comprenderse. Edificios altos, contaminación, seres hacinados. Era Madrid, pero muy bien hubiera podido ser cualquier otra ciudad, otro monstruo urbano de los que cada vez abundan más. Todos circulaban como hormigas atareadas, deprisa, sin chocarse. En vez de escuchar, simplemente oían. Cada instante que transcurre en una gran ciudad muere un poco el ser humano y crece el robot viviente.

Al doblar una de las esquinas de las muchas calles que desembocaban en la Gran Avenida, hacia el final, apareció Miguel.
Su paso era lento, desacostumbradamente lento e incluso a veces titubeante. Su anorak estaba desabrochado y la capucha le colgaba arrugada por la espalda. Las minúsculas gotas de lluvia, que prácticamente flotaban en el ambiente, le habían empapado el pelo y la pechera descubierta de su camisa. ¡Era todo tan inhabitual en él...! Siempre tan metódico y ordenado, tan acostumbrado a ir perfectamente abrochado y sin mojarse el pelo... No cabía lugar a duda: algo le sucedía.
En la mano llevaba un papel y, en un momento dado, su mano se crispó y lo arrugó. Después, con fuerza y sin cuidado, lo introdujo en su bolsillo. Sus ojos parecían como llorosos... o tal vez fuese la lluvia que resbalaba por su cara.

Siguió caminando despacio. A veces se paraba. Vio una luz roja y hacia allí se dirigieron sus pasos: era un pub. Al llegar a la puerta, esta vez no dudó. Como si de antemano conociese el lugar se dirigió a la barra. Pidió un café irlandés mientras se desabrochaba y se quitaba el anorak. Respiraba hondo, entrecortado, y con las manos se limpió el agua de la cara. Se quedó fijo, mirando al camarero, siguiendo paso a paso el proceso de preparación de lo que había pedido. A su lado, apenas dos personas; más allá, sentados por los rincones en cómodos sofás, algunas figuras (posiblemente parejas de enamorados) aunque desde la barra apenas si se les distinguía. La música estaba a todo volumen y apagaba los susurros de los clientes. Se respiraba un aire despejado, con un cierto aroma de alcohol.

El camarero se acercó hasta él y depositó la copa sobre la barra. Miguel la recogió. También recogió el posavasos, quizás en un intento de volver a su ordenada normalidad, y se dio la vuelta. Avanzó unos pasos buscando un rincón tranquilo, un rincón vacío de parejas. Por fin lo encontró.
A su lado colocó –ya con cuidado- su prenda de abrigo y –con cuidado también- se sentó. Se apoyó contra el respaldo y muy despacio se llevó la copa de fino cristal hasta los labios. Dio un primer sorbo y el calor, el café y el alcohol, le hicieron sentirse más a gusto; una sensación reconfortante después de haber soportado la inclemencia del exterior. ¿Cuánto habría caminado hasta llegar aquí? ¿De dónde vendría? ¿Qué hacía a estas horas y en un día con tan mal tiempo, en la calle?

En sus ojos, resplandecientes, la humedad que se percibía no era lluvia sino un llanto mudo que iba acompañado de una mirada triste que se perdía en el fondo de la copa de cristal que sostenía entre sus dedos. Se llevó la mano a los bolsillos, rebuscando algo, y ese algo era el papel que poco antes había arrugado y guardado. Tembloroso lo extendió sobre la mesa y lo miró fijamente. En la cabecera aparecía impreso el nombre de un doctor, en medio una jerga médica que no entendía y, al final, una última frase: “Calculamos que la esperanza de vida no podrá prolongarse más allá de un año”.
Permaneció inmóvil y después se inclinó apoyando los codos en la mesa, sujetándose la cabeza con las manos y arando el pelo con los dedos. Trataba de ordenar su mente; al fin y al cabo ya no había remedio, tendría que afrontar –con valentía o cobardía ¡daba igual!- los hechos.
Se llevó la copa a los labios y bebió un nuevo sorbo, después un trago. Se recostó otra vez sobre el respaldo. Cerró los ojos y pensó, tenía que encontrar el rumbo a seguir a partir de aquél momento puesto que todo ya no podría ser igual que antes. No tenía una fecha concreta, pero estaba claro que su fin estaba cercano, que casi se podía tocar con la yema de los dedos.

Cuando entró en el pub oyó la música atronadora que apagaba los demás sonidos. No se dio cuenta de más, quizás porque su preocupación, su angustia interior era tanta, que su intensidad bloqueaba por completo la receptibilidad de todos sus sentidos. Sin embargo, una vez había transcurrido un cierto tiempo en aquél ambiente empezó a discernir los sonidos y se dio cuenta de la música que amenizaba el local. Era Serrat. Eran canciones antiguas, de cuando él tenía veintiún años. No eran canciones cualquiera: cada una de ellas, cada compás, cada letra, cada frase, le llevaba a la memoria pasajes de otro tiempo. Los ojos, de repente, se le llenaron de ayer.

Como si estuviera en el trance de la muerte, ya separada el alma de su cuerpo (al que se ve allí abajo mientras se siente uno succionado por un túnel y en la retina del alma comienzan a destellar todos los flashes del pasado), comenzaron a desfilar ante él muchos rostros conocidos: amigos a los que hacía ya muchos años perdió la pista, pero, sobre todo, rostros femeninos, los de aquellas mujeres  que significaron algo para él. También ellas se habían quedado atrás, un día cualquiera, en el olvido. Y las quería; a todas las quiso siempre por uno u otro motivo, bien fuera por amistad, por amor o por instinto.

Pero la historia, su historia confusa donde la realidad, los sueños y los anhelos se entremezclaban de tal forma que no era capaz de distinguirlos, llegaba ahora a su final. Cuando llegase, no estaba seguro si sería capaz de distinguir lo real de lo imaginado. En cualquier caso, para él, todas esas experiencias, reales o inventadas, formaban parte de su equipaje, de su aprendizaje en esta travesía terrenal. Cometió –y soñó también- muchos errores, pero siempre buscó la forma de dar sentido a su existencia y la palabra “dar” y la palabra “mujer” formaron siempre parte de ella.

Apuró su copa y salió de nuevo a la Gran Avenida. Su menuda figura, vacilante, en medio de la llovizna, se fue perdiendo por el horizonte y sus huellas se borraron para siempre con la lluvia. Ya sólo quedaría en esta tierra la débil sombra de un recuerdo.

domingo, 22 de julio de 2018

Dulce loro de juventud


Parodiando aquella mítica película “Dulce pájaro de juventud”,  basada en la novela de Tennessee Williams e interpretada por Paul Newman, he querido dar este título al siguiente relato de cuya veracidad doy fe. Para empezar y para poneros en situación, os diré que a mí siempre me han gustado los loros, quizás porque de joven tuve uno. Se lo regaló un paciente agradecido a un tío mío que era médico, pero el loro ya apuntaba maneras de parlanchín y como era muy sociable siempre quería estar rodeado de la familia en vez de quedar aislado en una habitación sobre su percha metálica bajo la cual había una plataforma para que cayesen allí sus cacas y cáscaras de pipas. Era de color verde, con algunas plumas amarillas y también algunas de color rojo en su cabeza. Resultaba gracioso verlo moverse de un lado a otro de la percha haciendo gestos como de querer ir hacia ti al tiempo que emitía algunos gritos, sus primeros pinitos como vocalista. Sin embargo daba pena ver cómo estaba atado a la percha por una cadena que le impedía ir más allá de su recinto asignado. Todo aquello no encajaba en esa familia por lo que le preguntaron a mi padre si lo quería y este sin dudarlo dijo que sí.

Su llegada a nuestra familia fue todo un acontecimiento. Allí pudo comprobar cómo todos estábamos pendientes de él. Le hablábamos, le dábamos mimos, y nos lo poníamos en el hombro y lo dejábamos caminar por la casa porque no queríamos verlo todo el día encadenado a su percha. Algunas veces, incluso, me lo ponía en el hombro y bajaba a la calle a pasear con él, despertando la admiración de cuantos pasaban a nuestro lado. El loro fue aprendiendo un amplio vocabulario (loro, lorito real, dame la patita, lorito guapo, jajajaja, ¡coño! ¡hola! ¡diga! pobre lorito, pobrecito loritito, etc.) y se convirtió en una inestimable herramienta para ligar en los guateques que organizaba en casa. Aunque el loro era muy simpático y sociable, la verdad es que a la hora de elegir prefería la compañía de mujeres, y si eran guapas y jóvenes, mucho mejor. Deduje por eso que era un loro macho… y muy macho. Cuando ellas, engatusadas por sus arrumacos se lo acercaban al pecho y la cabeza del loro quedaba en medio del canalillo, el loro entraba en éxtasis y sus ojos empezaban a hacerle chiribitas mientras emitía un sonido de felicidad equivalente al ronroneo gatuno. Otras veces lo ponía encima de la mesa y le mostraba una gamuza amarilla, entonces él se lanzaba a por ella como si fuese un toro y yo le daba pases taurinos mientras él se partía de risa después de cada lance. También, gracias a él, pude saludar al Dúo Dinámico. Esto sucedió una vez que lo dejé en la barandilla de la terraza (como vivía en un octavo piso, me aseguré de atarle su cadena a dicha barandilla) y no presté más atención hasta que al cabo de un rato volví y me dio un vuelco el corazón al no verlo allí. Corrí hasta la barandilla y escuché muchas risas en la terraza de al lado. Me asomé, y allí estaba él, en la mano de la mujer de un famoso locutor de radio; se había convertido en el centro de atención de todos, gente del espectáculo como los cantantes Manolo y Ramón, conocidos como el Dúo Dinámico. Aunque la cadena seguía enganchada en mi barandilla, era lo suficientemente larga como para dejarle irse de guateque a la terraza de al lado, y allí estaba él en su salsa, riendo y diciendo “lorito real” y esas cosas que encandilaban a la audiencia. Fueron tiempos felices, años de juventud que compartimos mi loro y yo. Sin embargo un día, nunca supimos la causa, apareció muerto. Cuando alguien viejo se muere, se siente pena pero se reconoce que ya era viejo y eso es lo que corresponde al llegar a cierta edad; sin embargo, cuando muere alguien joven, el dolor es mucho mayor porque en teoría le correspondería haber vivido  mucho más. Y este fue el sentimiento que tuve con mi loro… tendría que haber vivido mucho más y haber disfrutado juntos de la vida como en esos pocos pero intensos años que lo tuve.

Pasaron los años. Muchos años. Yo estaba en la madurez e intercambiaba toda clase de  objetos (música, sellos, videos, etc.) con un amigo noruego. En una ocasión, este amigo me envió una cinta de video en donde había grabado diversos programas de la televisión de aquél país. Revisando ese video me encontré, de pronto, con un reportaje en donde entrevistaban a la dueña de un loro que era exactamente igual al mío, y ese loro hablaba (aunque en este caso en noruego) y reía (ese sí que es un idioma universal) igual que él. Me enterneció ver aquél reportaje y no pude menos que recordar a mi añorado loro.

Después siguieron pasando los años. Muchos años. Un buen día estaba haciendo limpieza y apareció en el fondo de un cajón esa olvidada cinta de video. Me acordé entonces del reportaje del loro y me dispuse a verlo de nuevo. Como la vez anterior me hizo reír y enternecerme… pero caí en la cuenta que entre un visionado y otro habían pasado muchos años. “¿Qué habrá sido de aquél loro? ¿Seguirá vivo?”, me pregunté.

Para salir de dudas no había otro camino que escribir a la dueña del loro y preguntárselo directamente. Visioné otra vez el vídeo pero allí solo aparecía en sobreimpresión el nombre de la dueña. Está claro que sólo con el nombre del destinatario no puedes enviar una carta a Noruega ni a ningún otro país. Decidí entonces investigar y me metí en la web de NRK, la televisión noruega. Al menos tenía el nombre del programa y sabía el mes y año en que mi amigo lo había grabado. Con esos datos fui navegando por sus archivos hasta que por fin encontré las referencias de aquél programa, aunque me decepcionó comprobar la poca información que había al respecto, tan sólo pude averiguar el nombre de la región en donde se grabó la entrevista.

Me dije que por probar no se perdía nada, así que escribí una carta en cuyo sobre sólo figuraba el nombre del destinatario, el nombre de la región geográfica, y el nombre del país; algo así como si en una carta para España pones “Pepe Pérez, Valle del Jerte, España”. Es difícil que llegue a su destinatario ¿verdad? Dentro le explicaba esta historia y mi curiosidad por saber qué había sido de aquél simpático loro después de tantos años. En espera de su respuesta, si es que alguna vez la carta llegaba a su destino, le indicaba cuál era mi dirección de e-mail, porque los tiempos habían cambiado y con Internet ya todo era inmediato.

Para sorpresa y alegría mía, unas semanas después me llegó un e-mail en donde ella certificaba que le había llegado la carta (quedó demostrada la eficiencia de los carteros noruegos… y quizás también el hecho de los pocos habitantes de aquél país). También me contaba su grata sorpresa al recibir tan insólita carta y me informaba que el loro seguía vivo y feliz, viviendo ahora en la cercana ciudad de Tromso en la casa de su hermano, a quien le gustaban mucho los animales y tenía varios pájaros, algún otro loro y hasta un perro que hacía buenas migas con el loro. Supe, por cierto, que en realidad no era un loro… sino una lora. Y ella, que se llamaba Rulle, seguía viviendo feliz, hablando, riendo… y emocionándome como siempre al recordar a mi querido loro, a mi dulce loro de juventud.

“Un loro al teléfono”
https://youtu.be/XPgybJIdvEM
 
“Un loro en la ducha”
https://youtu.be/SIflsiUp1Ww
 
“Un loro noruego muy animado”
https://youtu.be/QjKZTQ4BeGw

viernes, 20 de julio de 2018

¿Existen las casualidades?


¿Existen las casualidades? ¿Somos nosotros los constructores de nuestro propio destino? A veces parece como si alguien ahí fuera estuviera jugando con nosotros.  Muchas veces me pregunto si no seremos como hormigas a las que un adulto aburrido se erige como dueño y señor de sus destinos. Imaginad que estáis pasando unos días en el campo. Por alguna enfermedad, o simplemente por pereza o aburrimiento, pasáis largas horas sentados bajo la sombra de un árbol. A vuestros pies, el ajetreado bullir de un hormiguero llama vuestra atención. Después de un tiempo de mirar, sin interferir para nada en su quehacer habitual, decidís intervenir. Elegís a una hormiga en concreto, camino de su hormiguero. Cuando está a punto de introducirse en el mismo la cogéis y la hacéis retroceder un metro. Tras un desconcierto inicial, la hormiga retomará su sendero y se dirigirá de nuevo al hormiguero. Nuevamente, cuando está a punto de introducirse en el mismo volvéis a cogerla y repetís la misma operación. Y así una y otra vez. La hormiga se encontrará, posiblemente, cada vez más desorientada y no entenderá nada de lo que está pasando pero, indefectiblemente, proseguirá su proyecto trazado hasta que vosotros, ya cansados, decidáis dejar el juego.

Otro día jugáis a hombre del tiempo y decidís, bajo el tórrido y seco calor del verano, que no estaría mal una borrasca y un poco de lluvia. Cogéis un pulverizador de agua y comenzáis a pulverizar la misma sobre la boca del hormiguero. “¿Cómo es posible que con un sol radiante haya una minúscula nube que deje caer su fina lluvia justo sobre la boca del hormiguero?”, se  preguntarían,  si  pudieran  hacerlo,  las  hormigas.  Quizás, llevados por la maldad inherente al ser humano, preferís convertiros en verdugos y descargar una riada que inunde el hormiguero. Cogéis unos cubos de agua y los vertéis de improviso sobre el mismo. ¡Pobres hormigas! ¡Esto no estaba en sus planes! ¡Alerta general! Todos sus equipos de rescate se ponen en movimiento para evacuar las larvas y ponerse todas a salvo.

Más generosos, unos días más tarde, decidís ser los señores bondadosos del cielo y ponéis granos de trigo y diversos pedacitos de alimento alrededor del hormiguero. ¡Vaya, ese día tendrán trabajo extra! Rápidamente se corre la voz (es un decir, porque las hormigas no hablan) y todas se afanan en trasladar tan suculentos manjares al interior. Esto último podéis repetirlo durante varios días, con distintos alimentos; quizás a la misma hora y en el mismo sitio para después, un día -de improviso- no hacerlo. Nuevamente el asombro. ¿Qué pasará hoy que no aparecen los alimentos mágicos? Pero las respuestas las tiene siempre el señor todopoderoso -vosotros- y ellas no son capaces de conocer las causas ni las intenciones que os mueven. ¿No habíamos quedado que sólo se trataba de aburrimiento y lo hacíais para distraeros un rato?

La vida en ese hormiguero se ha vuelto muy diferente a la de otros. Nadie encuentra parangón ni con el pasado ni con los hormigueros vecinos. Nadie entiende las razones... pero padecen las consecuencias, tanto si son buenas, como si son malas o indiferentes.

¿Es una casualidad, por ejemplo, que cada vez que una hormiga en concreto va a entrar en el hormiguero, le caiga una gota de tinta en el cuerpo? ¿Por qué cuando esa hormiga está arrastrando un pesado grano de trigo hacia su casa,  siente algo extraño que la mueve y la acerca, ahorrándole una gran parte del camino?

No creáis que nosotros somos mucho más que las hormigas. Si nos comparamos con otros seres inteligentes del Universo, que haberlos “haylos”, el ejemplo del hombre y la hormiga podría ser perfectamente válido. Pero no estoy hablando de seres extraterrestres, ni de ángeles, ni de seres de otra dimensión; sino de “alguien” que está aquí mismo, donde nosotros; que no podemos verlo ni comprenderlo, pero que él mismo conoce todo lo que hacemos, interviene cuando le da la gana y -me temo- que hasta conoce nuestro futuro, lo que ya nos adentraría en los misterios de la predestinación y, la verdad, no quiero llegar a tanto...de momento.

lunes, 16 de julio de 2018

Eu estou apaixonado pour voce

Abrió la puerta pensando que algo nuevo iba a ocurrir. En el dormitorio dejó su abrigo y se sentó en la cama. Despacio, fue desatándose los cordones de los zapatos y una sensación confortable le envolvió cuando sus pies tocaron –libres de la anterior opresión- los largos hilachos de la nueva alfombra. Instintivamente miró hacia la luz y tras los cristales de la ventana estaba Teresa regando las macetas. “¿Tan tarde?”, se preguntó. Ella lo vio y, sonriendo, desapareció. Iba a su encuentro. Miguel se levantó rápidamente tratando de olvidar el cansancio mental que le agobiaba, pero ella llegó antes. Se abrazaron y fue incapaz de pronunciar una sola palabra.
- Tengo frío –dijo al cabo de un rato.
- Te prepararé café –le respondió ella mientras salía a prepararlo.

De nuevo quedó solo. Una tormenta de embarullados recuerdos y sensaciones comenzó a envolverlo. “Estoy apasionado por ti”, pensó para aclarar sus ideas. Sus movimientos eran lentos, quizás algo torpes. Se veía como el hombre más feliz de todos. Mas aun así, o tal vez por eso, se vinieron a sus ojos las luchas de ayer y dudaba de haber logrado todo cuanto era hoy. “¿Puede tratarse de un sueño?”, pero aquello era real. Se miró en el espejo y vio un hombre más viejo de lo que imaginaba. “¿Cuánto tiempo ha pasado?”, trataba de recordar, pero no sabía ubicarse en el tiempo. Efectivamente no recordaba nada. Si dejase esa tormenta atrás, si quisiese vivir sin recordar, tendría de nuevo la serena felicidad de su matrimonio. Pero algo en su interior se rebelaba, como siempre, tratando de adjuntar un número y una fecha a cada pensamiento. Era inútil, hoy no podía hacerlo. Por eso corrió a la cocina, a su encuentro... ella, ella habría de serenarlo como siempre.
- Ya tienes preparado tu café.
Él sonrió mientras le oprimía levemente un brazo; aún era incapaz de hablar.
- Vamos a tomarlo al salón.
Salieron juntos llevando las tazas.
- Hoy no has puesto música al llegar del trabajo, ¿cómo ha sido eso?
- Pensaba muchas cosas.
- ¿Qué cosas?
- En ti.
Se levantó y buscó un CD.
- ¿Te ha ido todo bien?
- Sí. ¿Pongo este de Roberto Carlos?
- Sí.
Mientras comenzaba a sonar la música se sentó junto a ella y la rodeó con su brazo.
- Cuéntame qué te pasa, “silencioso”.
- Eu estou apaixonado pour voce, es lo único que se decir.
- Y además...
- Solo eso.
- Ya, no tienes ganas de pensar.
- Puede.
- Durante el primer año de conocernos eras tú el que siempre adivinabas mi silencio y me lo hacías confesar. ¿Te acuerdas? –Miguel asintió-, pero ahora es al revés y se que algo te preocupa. Bien, si no quieres decírmelo te lo adivinaré; no tienes escapatoria –dijo Teresa sonriendo.
- No hace falta, te lo diré... estoy cansado, con una gran tormenta dentro de mi cerebro. Contigo he sido cada día más feliz hasta alcanzar límites insospechados. Por eso, porque todo ha sido tan maravilloso, temo que todo sea solamente un sueño, que un día despierte y se me venga abajo. Sencillamente tengo miedo a despertar. Son tantas las ilusiones y esperanzas que he ido edificando contigo, que si un día se derrumbasen me matarían, no sería capaz de soportarlo.
- ¿Sólo eso? –le contestó sonriendo.
- ¿Te parece poco?
- No se trata de eso. Mírame, mira todo esto. Tócalo. Es real ¿no?
- Sí, eso parece.
- ¿Entonces?
Al fin había logrado su tacto liberarlo de aquella carga de pesimismo. Ya no había nada más que hablar con los labios; ahora todo lo dirían sus almas. Comenzó así, de nuevo, aquella sinfonía tantas veces repetida y que nunca les cansaba. Era un canto a lo positivo: la creación, la fe y, en medio, Dios. Un Dios sin formulismos, al que no se adora porque se lleva dentro, al que no se reza porque habla siempre en sus palabras. Un sorbo de café. Una tenue luz bañando la habitación. Una canción diciendo en otro idioma lo que ellos sienten. Un beso. Una sonrisa. Todo muy despacio, venciendo al tiempo en ese aislamiento incontrolado.

Sus pies pasaron del sociable parquet al cálido abrigo de la alfombra del dormitorio. Se tumbaron sobre la cama –cogidos de la mano- y durmieron. A la mañana siguiente, el primer rayo de sol, los despertaría.

sábado, 14 de julio de 2018

Deuda de vida


Hace ya muchos años, revisando la biblioteca heredada de mis antepasados, llamó mi atención entre los numerosos libros un pequeño cuaderno, ajado por el tiempo, sin ninguna indicación en su exterior. Lo abrí con cuidado, pues se veía tenía muchos años, y comprobé se trataba de un antiguo manuscrito. Contenía unos versos escritos en castellano antiguo. Por ejemplo, se podían leer frases como estas:
“Trage de pastora baxo el nombre de...”
“Buelbes o princesa...”
“Puede aver mas segura...”
 “Quando anelan la vitoria...”
“Oie el principio...”

Las hojas del manuscrito eran de un papel apergaminado, ya amarillento por el transcurso del tiempo, y estaba cosido a mano por el lomo. Se veía que estaba escrito a mano y parecía haberlo sido mediante pluma antigua de ave, de esas que se metían en el tintero y no eran capaces de dar la misma intensidad a todas las letras pues la misma se iba clareando según avanzaba. Sin embargo, todo hay que decirlo, la caligrafía era excelente y cuidada al máximo, de tal forma que se entendía cuanto allí estaba escrito. La tinta, quién sabe si por el paso del tiempo o porque realmente era así, tenía un color sepia, en un tono oscuro que afortunadamente le hacía contrastar sobre el papel y no impedía la lectura.

Me fui entonces a la primera hoja, nada más abrir la solapa. Pude comprobar para sorpresa mía que, según se indicaba, había sido escrito por un tal Wenceslao de Argumosa en el año 1.794. Tenía entre mis manos una auténtica antigüedad, así que me dispuse a leerla con detenimiento para comprobar de qué iba aquello.

Se trataba de unos versos que traducían, al castellano de aquella época, otros versos más antiguos, los cuales relataban una historia de amor, de honor, de lucha, de amistad... en la Grecia clásica, y citaba personajes que –como pude comprobar después- habían existido, o al menos así se reflejaba en los libros de Historia.

Como despedida de la obra, Wenceslao de Argumosa pedía disculpas de esta forma (y cito textualmente): “...por lo atrevido de esta empresa, pues dudo que en su género pueda haverla mas atrevida...”. Decía, igualmente, que había hecho esa traducción de los antiguos textos “de modo que pueda cantarse”, y finalizaba diciendo: “Desearía que mi empeño pusiera a otros en el de mejorarme. Acaso no hai entre las vivas otra lengua fuera de la nuestra que admita la satisfacción de dar su carta de naturaleza al poeta del alma”.

Suficientemente intrigado con aquél descubrimiento y las palabras de su autor que tantos años después me llegaban, me dispuse a leerlo. Descubrí una historia llena de emoción, de sensibilidad, de acontecimientos sorprendentes, de acción, de aventura, de nobles sentimientos... la verdad es que disfruté muchísimo con su lectura y me dije –todavía era un joven muchacho en aquella época- que quizás algún día le tomase la palabra a tal autor y me atreviese a seguir su empresa y si no a mejorarle, al menos a dar continuidad o quién sabe qué posterior utilidad a su obra para que esta no se perdiese allí, ignorada en mi modesta librería, ajena a los ojos de otros lectores que hubieran disfrutado –igual que yo lo hice aquella tarde- con su lectura.

Y pasaron los años, muchos años; tantos que me llegó la hora de la jubilación. Pero el viejo manuscrito seguía todavía junto a mi lado, descansando el sueño de sus palabras dormidas en un rincón de mi librería, esperando, quién sabe cuándo, cómo ni por qué, una chispa de emoción, un impulso repentino que le devolviese la vida y le hiciese esparcir con el viento su secreto olvidado.

Sentí el deseo de leer de nuevo aquella historia y disfruté –recordé- como el primer día. Pero ¿quién va a querer leer una historia a través de tales versos, en un castellano que hace mucho dejó de utilizarse y que hoy nos parece plagado de faltas de ortografía? Y sin embargo la historia que contaban esos versos tenía el interés y el empaque suficiente como para afrontar nuevas empresas. Fue así como decidí contar dicha historia a mi manera, como si de una novela de amor y de aventuras se tratara.

Lo primero que hice fue documentarme respecto a los personajes históricos que allí se citaban e igualmente me documenté sobre la época y el lugar en que más o menos se desarrollaba la acción. Se remontaba a la Grecia clásica, entre los años 550 y 600 a.c. Respecto a sus personajes, encontraba muchas veces informaciones contradictorias y no sólo por los comentarios que se hubiesen escrito actualmente –muy pocos, todo hay que decirlo- sino por aquellos que se habían escrito unos cuantos años después de los acontecimientos narrados. Ni siquiera escritores de la Grecia clásica, como Herodoto o Plutarco, coincidían en los detalles de esta historia y cada uno daba su versión. Otros como Pausanias, Diogeniano, Frínico o Zenobio, relataron o hicieron referencia a estos hechos alguna vez en los escritos que nos legaron.

Dos mil seiscientos años son muchos años para que una historia llegue fielmente a los lectores, por lo tanto no podemos pretender que mi recreación en esta novela hable ex cátedra; pero sí que he afrontado la empresa con cariño, con respeto, con cuidado, para ofrecer al lector una imagen aproximada de cómo –posiblemente- sucedieron las cosas. Si ni siquiera quienes escribieron sobre esto unos años más tarde se ponían de acuerdo, ¿cómo vamos a pretender que dos milenios y medio después vayamos a tener nosotros mayor rigor histórico que ellos? Pero valga este empeño en favor del principal objetivo: ofrecer al lector un relato interesante, entretenido, que le distraiga y le haga evadirse de los problemas actuales llevando su imaginación a vivir en una época donde la palabra valía más un contrato, donde el honor y la amistad –en definitiva- tenían sentido.

Pero ¿quién era Wenceslao de Argumosa? Según cuenta el historiador Alberto Gil Novales en la web de las biografías (http://www.mcnbiografias.com), Wenceslao de Argumosa y Bourke era un abogado español que nació en Guadalajara el 27 de septiembre de 1761 y murió en 1831. Al quedar huérfano cuando apenas contaba 15 años, el arzobispo de Toledo, Lorenzana, se ocupó de ayudarle para que terminara sus estudios de filosofía en Madrid y de jurisprudencia en Toledo.

En 1971 viajó a Italia y después regresó a Madrid en donde ejerció la abogacía y fue agente fiscal en el Consejo Real. Fue propuesto como diputado a la Junta de Bayona, cargo que no aceptó, marchándose a Francia en donde vivió seis años y medio. Al regresar recibió la condecoración “ob auxilium pro Rege et patria” y fue caballero y secretario del Rey Carlos III. Fue también procurador síndico de Madrid y académico de San Fernando.

Como persona culta e interesada por la historia, escribió diversas obras, tales como “Relación de los ejercicios literarios, grados y méritos” (1792), “Los cinco días célebres de Madrid” (1820), y “Memorial del pleito entre el Infante de España D. Carlos María Isidro de Borbón y D. Juan VI, Rey de Portugal (1821)”, pero permanecía oculta hasta hoy una de sus obras manuscritas “La Olimpiada” (1794) en cuya despedida decía“Desearía que mi empeño pusiera a otros en el de mejorarme”. Pues bien, no ha sido mi deseo el de mejorarlo, sino el de dar a la luz pública aquél trabajo y así, la historia que contaba en aquellos versos, la he transformado en una novela, “Deuda de vida”, con la que, de alguna forma, trato de saldar esa deuda de agradecimiento por haber convivido tantos años con tan valioso manuscrito.

“Deuda de vida” es una novela –inspirada en hechos reales- que nos habla de amor, aventura, amistad y honor en la Grecia clásica, en una época donde un apretón de manos tenía más valor que cualquier contrato.

Repasemos brevemente quiénes son sus personajes y el marco en donde transcurre la historia:

La acción se desarrolla en la Grecia antigua, durante el reinado del rey Clístenes (601-570 a.c.) en la ciudad-estado de Sición, en el Peloponeso, entre Corinto y Acaya.

El rey Clístenes (o Clistene en otros escritos) tiene una hija que se enamora de un ateniense, pero el rey no ve con buenos ojos esa relación, la prohíbe y ordena que el citado ateniense, el atleta Megacles (en otros escritos citado como Megacle) salga de su reino y no vuelva a ver a su hija Aristea (Agariste en otros escritos). No es difícil encontrar referencias a Clístenes, aunque hay que tener cuidado de no confundirlo con el que luego fue su nieto y llevó el mismo nombre, y sobre el cual existe más información que sobre el primero, o incluso sobre un sobrino del primero, ateniense y con el mismo nombre. Por su parte, sobre su hija, apenas si hay información.

En otro lugar, en el reino de Creta, Lycida (o Licida o también Lycidas, según la fuente consultada) mantiene una relación amorosa con una noble ateniense, Argene, pero tampoco aquél rey ve con buenos ojos esta otra relación y la prohíbe igualmente.

La celebración de unos Juegos en la cercana ciudad de Olimpia desencadenará una serie de acontecimientos en donde se cruzarán todas estas historias y sorprenderán continuamente al lector por los giros inesperados que irán tomando.

"Deuda de vida"
180 páginas. Tamaño 15x21 cms.

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lunes, 9 de julio de 2018

La noche infiel

Puso disculpas a todo el mundo, incluso a sus seres queridos, para salir aquella noche.
Ya después de cenar solo en aquella cafetería, leía el periódico mientras le servían el café. Pero no podía concentrarse en la lectura. Como siempre, se veía envuelto en multitud de embarullados recuerdos que no le dejaban descansar. “Necesito serenarme”, pensó. Su vista se detuvo en una página del periódico anunciando una película. “Iré al cine”, se dijo. Encendió un cigarrillo y tomó un sorbo de café. “Necesito tranquilizarme y no puedo. Ahora todos me creen en... ya ni me acuerdo de la disculpa que puse... Pero necesito estar solo. ¿Qué pasaría si se enterasen?... Será mejor que vaya al cine o llegaré tarde”. Pagó la cuenta y salió. “¿A qué hora regresaré? ¡Bah! es igual, necesito estar solo”. Caminó por las calles deprisa para vencer el frío invernal. No quería pensar en nada. Las luces de las calles, los semáforos, la gente alegre que pasaba junto a él, los escaparates engalanados... nada llamaba su atención.

Llegó al cine. Sacó una entrada. Aún no había empezado la película. Aprovechó para tomar una copa en la barra. Sin saber por qué, comenzó a analizar a las personas que lo rodeaban: Un matrimonio de viejos “qué cerca tienen la muerte”, unos punkies “qué ridículos”... ningún pensamiento duraba más de dos segundos en su mente. Encendió otro cigarrillo.
- ¿Me da fuego, por favor?
Miguel se volvió y vio a una mujer delgada, alta, morena, elegante, sola... quedó turbado un momento.
- ¡Ah, sí, no faltaba más!
Se fijó en sus manos finas y elegantes, en el aroma que desprendía.
- Gracias.
- A usted –añadió, sonriendo, sin darse cuenta de lo que había dicho.
¿Por qué en vez de contestar con el “de nada” clásico, le había devuelto el “gracias”? Ahora lo pensaba y lo encontraba extraño. Se dio cuenta, al mirar a su entorno con más detenimiento, que aquella mujer había ido sola, efectivamente, al cine. “¿Quién será?”. Era guapa, elegante, lo atraía. Pero de nuevo sintió que unas cadenas lo frenaban: tenía toda su vida demasiado organizada, no había opción para introducir un elemento más, se rompería el equilibrio. Se fijó en sus ojos amplios. No podía evitarlo, se sentía atraído hacia aquella mujer. “¡Bah! –se dijo- esto no pasa ni siquiera en las películas”. ¡Para qué engañarse, necesitaba desahogar en un cuerpo ajeno la intranquilidad que lo envolvía! Giró la cabeza y se vio reflejado en los espejos de una columna. ¿Quién era aquél? ¿Era Miguel? Eso parecía. Se dio cuenta de que aquella noche estaba atractivo. “¿Se sentirá atraída por mí?”. Inmediatamente había que romper el recuerdo de otra mujer que ocupaba toda su mente. Se escuchó un timbre. Hizo una seña al camarero para pagar su consumición. Por un momento sintió el impulso de pagar la consumición de su anónima vecina de barra. “No creo que le sentase bien. Este no es el momento. Pero ¿por qué me imagino tantas cosas? Todo es más sencillo y menos bonito. Dentro de unos segundos entraremos en la sala y no volveremos a vernos”. Sonrió amargamente mientras recogía el cambio y acto seguido entró en la sala; la película estaba a punto de comenzar. Conforme avanzaba por el pasillo central en pos de su butaca, pensaba que le hubiera gustado estar sentado a su lado de aquella hermosa mujer con la que intercambió unas miradas en la barra el bar. “¿Qué tonterías!”, se dijo.
- Allí, junto a aquella señora –le indicó el acomodador.
- Gracias.

En ese momento comenzaba la proyección. “Debe ser buena la película”, pensó. Como siempre, empezó a leer toda la lista de actores, maquilladores, técnicos de sonido, técnicos de montaje... era un pequeño ritual que siempre cumplía. “Si yo fuese maquillador, me gustaría que la gente leyese mi nombre, por eso, como me gusta ponerme en el lugar de los demás, yo también leo sus nombres”, se repetía.

La película comenzó. Sonrió ante un gag. “Creo que me va a gustar”, pensó. Era una película de amor intrascendente, de esas en donde lo único que ocurre es que dos personas se aman y exponen sus pensamientos. Todo sencillo. “Todo sencillo”, pensó. Cruzó las piernas y se le cayó el periódico. Se agachó a recogerlo y dio un pequeño golpe con el codo a la señora que estaba a su lado.
- Perdone –susurró.
No pudo decir más. Sus ojos habían quedado paralizados y no sabía cómo reaccionar. La “señora” sentada a su lado era aquella mujer a la que había ofrecido fuego hacía unos momentos en la barra del bar. Lentamente se incorporó. No quiso pensar en nada, pero notaba cómo era incapaz de concentrarse en la película; pensaba en ella, la joven elegante que le pidió fuego. Su educación lo contuvo como siempre.

La película estaba apunto de finalizar. Miró un momento a su vecina de butaca y se dio cuenta que unas lágrimas resbalaban por sus mejillas. Por un momento pensó si podía ser a causa de la película, pero inmediatamente rechazó la idea; en la película no había nada que pudiese hacer llorar.
- ¿Le ocurre algo? –le preguntó.
- Nada, gracias.
- Perdone, pero si puedo ayudar en algo...
- No, no es nada –respondió ahora en un tono más seco.
- Lo siento, simplemente es que me encontraba solo y deseaba hablar con alguien.
Ella quedó silenciosa. Pareció como si fuese a decir algo, pero inclinó la cabeza y colocó su mano sobre el brazo de Miguel.
- ¿Le importaría acompañarme hasta mi casa? No quiero volver sola tan tarde –le dijo ella.
- Por supuesto que sí, lo haré encantado –respondió él sin llegar a ser muy consciente de lo que estaba sucediendo o podía llegar a suceder.

Y efectivamente terminó la película. Pero allí nadie había soñado. Se levantaron. Ella hizo un esfuerzo por aparentar normalidad. Cogida de su brazo se dirigieron al guardarropa. Entregaron sus respectivas fichas. Miguel pagó. Le ayudó a colocarse el abrigo.
- ¿Dónde vive? –le preguntó Miguel mientras salían.
- Tengo el coche en aquella acera.
Sacó las llaves del bolso. Entraron. Encendió el motor. Esperó unos segundos. Arrancó.
- No nos hemos presentado, me llamo Miguel.
- Eva.
- Me gusta su nombre. Siempre he sido partidario de los nombres cortos y sencillos.
- Antes de nada, y para no llevarnos a engaños, le diré que estoy casada.
- Yo también.
Quedaron silenciosos un momento. Un coche se cruzó. Dio un frenazo.
Continuaron.
- Hemos llegado.
Miguel se fijó en la calle, la conocía, era uno de los mejores barrios de la ciudad. Bajaron. Cerró el coche. Cruzaron la calle. Abrió el portal. Entró con ella. Llamaron al ascensor. Subieron. Ninguno hablaba. Abrió la puerta.
- Si quiere podemos charlar un rato –dijo Eva- ¡Oh! perdone, quizás a usted le están esperando.
- No me esperan hasta mañana.
La puerta se cerró tras ellos. Se dirigió al mueble bar y le ofreció una copa.
- Gracias por acompañarme –brindaron-. Mi marido no vendrá hasta dentro de dos días –bebió un sorbo-. Yo lo quiero, somos felices, pero no sé que me ha pasado hoy. Cuando lo vi en el bar del cine sentí un gran deseo de estar a su lado, de hablarle.
- Algo parecido me ocurrió a mi. Esta tarde puse en casa una disculpa. Necesitaba estar solo, apartarme de todo, encontrarte... a ti, tal vez –dijo comenzando a tutearla.
Continuaron hablando mientras apuraban sus copas. La conversación comenzó a salir de forma más fluida, como si se conociesen de muchos años atrás. Habían olvidado todo lo que eran, todo lo que habían sido... sólo eran capaces de sentir y de vivir aquél fugaz momento.

Se asomaron a la terraza y contemplaron la noche cerrada y silenciosa pero vivamente iluminada por las luces de la ciudad. La abrazó y ella se recostó suavemente sobre su hombro.
- Sé que no está bien esto que estamos haciendo –dijo Miguel- pero deseo estar aquí contigo y vivir este momento.
- ¿Sabes? –respondió Eva- me gustan tus manos y lo bien que hueles. Me di cuenta desde el primer momento allá en el cine.
Se besaron.
- ¿Por qué hacemos esto? –preguntó él.
- Porque nos necesitamos esta noche. Sé que después de estas horas no volveremos a vernos. Ninguno de nosotros puede romper su vida, no sería justo. Te necesito y te quiero, sí, pero sólo ahora, en este preciso momento.
- Somos unos infieles –se reprochó Miguel- ¿con qué derecho engañamos a nuestros seres más queridos?
- No tenemos ningún derecho a hacerlo.
- Pero lo hacemos.
- ¿Por qué?
- Será, sencillamente, porque lo necesitamos; tampoco hay que buscarle más explicaciones.
- Tienes razón, si ahora no nos amásemos seríamos infieles a nosotros mismos.
- En realidad –añadió Miguel- esto es solo un excepción, no la norma en nuestras vidas.
- Una excepción a la que no hemos podido resistirnos –respondió ella.
- Dejémoslo así. ¿Qué nos importan ni el ayer ni el mañana? Nosotros somos, ahora, nuestros.
- Y también se puede hablar sin palabras –añadió Eva, tirando de él hacia el dormitorio.

A partir de aquél momento todo fue un resbalar entre sábanas limpias. Atrás había quedado todo. Delante no había nada. Sólo existía el presente de aquellos momentos de felicidad. Sus cuerpos se comunicaron todos sus pensamientos hasta quedar limpios de problemas. Latieron juntos, Vibraron juntos. Respiraron juntos. Soñaron juntos. Vivieron juntos... amaron, simplemente, y quedaron finalmente abrazados y envueltos en la claridad de aquellas sábanas y de sus mentes.
Respiraron tranquilos. Acaso alguna tímida lágrima de alegría rodó por sus mejillas para morir en aquellos labios ajenos liberadores de angustias y problemas. Todo había sido un mutuo acuerdo, una mutua necesidad, un mutuo impulso. Los dos lo quisieron, sabiendo los pros y los contras, sabiendo que después de aquél insospechado encuentro no volverían a verse. Por eso no se reprocharon nada. Tan solo fue una escapada, un juego, una trasgresión de la sociedad y de sus normas.

Sabían que el tiempo pasaba, que habrían de separarse y que lo más que podrían quedar era un fugaz recuerdo. Por eso Miguel se levantó despacio. Besó a Eva con ternura. Se vistió despacio. Quizás nunca nadie, ni siquiera ellos mismos, se lo reprochasen. Las sábanas tampoco. Esa única noche de infidelidad en su vida había sido una necesidad psicológica, no biológica. La miró a los ojos por última vez, a esos ojos que brillaban como nunca, y se despidió.

Despacio, bajó a la calle. El frío del ambiente le impulsó a caminar deprisa. Cogió un taxi. Llegó a su casa. Abrió la puerta con cuidado. Se quitó la ropa y se metió en la cama.
- ¿Cómo llegas tan tarde? –le preguntó su mujer.
- Tuve que hacerlo, era muy importante para mí.
- Y el whisky también? –le dijo, sonriendo, acercando sus labios.
- Sí, también –le respondió sonriendo y feliz.
La luz se apagó. Mañana, como siempre, se encargaría de borrar el pasado.

lunes, 2 de julio de 2018

Contraluz

A la salida del pueblo, donde comienza la carretera, estaban los dos, esperando un coche que los llevara a la playa cercana, a una playa pequeña y solitaria donde mitigar el calor tardío de septiembre.
- Por allí viene uno, páralo –dijo Miguel.
Rosa alzó su mano suplicante y se escuchó un fuerte frenazo. Corrieron hacia el coche.
- ¿Nos puede llevar hasta la playa? –preguntó Miguel.
- Suban.
A los pocos segundos estaban recorriendo a gran velocidad la carretera plagada de curvas. Se iban alejando de la ciudad, se iban acercando a su plena soledad.
- He parado porque me gusta su barba. Hoy día se ven pocas –dijo el conductor que también lucía barba, la suya mucho más prominente.
A los pocos minutos llegaron. Dieron las gracias al conductor que tan gentilmente los había llevado, el cual se alejó más rápido aún que los reflejos de ambos: cuando se quisieron dar cuenta sólo quedaba allí una polvareda y las marcas de los neumáticos. Rosa respiró más tranquila una vez se había bajado de aquella máquina de velocidad. Descendieron por un sendero de tierra hasta la playa y sonrieron al verla vacía. De todas formas era algo que esperaban, siendo como era un día laborable y a las seis de la tarde. Ambos tenían necesidad de esa soledad compartida. Necesitaban conocerse a fondo, aún estaban en el principio.

Se acomodaron en la arena junto a unas rocas. Ya con los bañadores puestos se recostaron sobre las toallas. Miguel se quitó el reloj para olvidarse del tiempo y disfrutar sin ninguna interrupción de aquellos momentos tan esperados. En su lucha diaria contra el tiempo, este era el momento de saborear la victoria. Encendieron un cigarrillo, despacio, muy despacio, todo muy despacio. “¿Para qué correr? Eso es para los demás”, pensaban. Por eso se recreaban en todos aquellos detalles que la mayoría de las veces pasan desapercibidos. El aspirar profundamente el humo del cigarrillo. Contemplar la monotonía de las olas al borde de la arena. Sentir el sol cansado sobre sus cuerpos. Acariciar aquella mano que les dice tantas cosas con sus átomos. Y sobre todo ser conscientes de ese amor que los envuelve con su tenue carga de electricidad electrostática. “¿Cómo explicar si no ese cosquilleo que sentimos?”, se decían.
Se complementaban. Eso era todo. Poco y mucho. Poco para las mentes cerradas de los derrotados de la vida, ya incapaces de soñar. Mucho para ellos que sabían relajarse y apreciar todas las cosas en su verdadera dimensión.

El cigarrillo ya se consumió.
- ¿Nos bañamos? –invitó Miguel.
Se levantaron rápidamente. La mente demasiado metódica de Miguel había sabido encauzar los impulsos un poco desordenados de Rosa. Ella, a su vez, sabía romper esa planificación cuando era conveniente. De esta forma todo marchaba a su adecuado ritmo, ni más deprisa ni más despacio de lo conveniente. “Cada cosa a su tiempo y un tiempo para cada cosa”, solía decir Miguel.
Corrieron hacia el agua haciendo saltar la espuma en el chapoteo de la inmersión. Cuando esta les llegó a la altura de la cintura, se lanzaron.
- ¡Me cago en diez! ¡Esto está lleno de algas! –gritó Miguel mientras Rosa reía.
Nadaron un buen rato sin alcanzarse. Después, ya fatigados, retornaron unos metros hasta hacer pie. Miguel seguía obsesionado con la multitud de algas rojas que le rozaban las piernas.
- ¡Qué asco! –repetía una y otra vez.
Se cogieron de la mano y caminaron, con el agua por la cintura, en dirección al Sol. El agua, al recibir los rayos del sol en un ángulo de treinta grados, tenía un brillo mayor.
- Tenemos que aprovechar esta luz para hacer fotografías –le dijo a Rosa.
- Espera un poco –le contestó él.
Aún era pronto. Quería paladear esa atmósfera, aferrarse a aquellos momentos de grandiosidad para llenar con ellos el vacío que habían dejado en su alma los días pasados, antes de conocerlo. Tal vez por eso también su cuerpo relucía como el mar.
- También tu índice de refracción es mayor –le dijo Miguel, adivinando sus pensamientos.

Avanzaron hasta la orilla mientras Miguel daba brincos extraños para quitarse las algas que se pegaban a su cuerpo. Se detuvieron un momento y se miraron a los ojos, a lo más profundo de su ser. Querían decirse tantas cosas... pero la emoción les coartaba. Acercaron sus labios. Una ola, quizás anticipo de la marea, se abalanzó sobre ellos sepultando sus cuerpos entre la espuma. Gatearon unos metros tratando de incorporarse. Sus dientes descubiertos por la risa también reflejaban el sol. Otra vez se unieron y ya en la orilla contemplaron ese mar indefinible.
- Vamos a hacer un poco de ejercicio –dijo Miguel.
Corrieron deprisa por la orilla pisando sin piedad el último extremo de las olas que moría a intervalos en la arena. Al llegar junto a las toallas, Miguel se secó las manos y cogió la máquina de fotos. Recorrieron la playa y Miguel recorrió a Rosa, buscando a través del objetivo de su cámara nuevos encuadres, nuevos contrastes de color, perfiles, planos medios, panorámicas, contraluces... mil y una posibilidades que el arte fotográfico le ofrecía.

La Tierra, en su movimiento giratorio, dejó el sol lejos del alcance de sus ojos. Un poco tristes por la brevedad de aquellas horas hubieron de desandar el camino. Se vistieron. Recogieron todo. Salieron a la carretera en busca de un coche que los acercase de nuevo a la ciudad de la que habían salido. Ya era de noche y sin embargo en sus mentes aún brillaban aquellos últimos reflejos del sol sobre la superficie del mar. Un coche se detuvo. Otra vez, ahora más despacio, regresaron. Por la ventanilla vieron perderse los momentos, las sensaciones... todo; pero algo... mucho, permanecería para siempre en el interior de sus corazones.¡Ah, claro, y también en los clichés de las fotografías que tomaron! La técnica no siempre ha de ser fría.