lunes, 2 de julio de 2018

Contraluz

A la salida del pueblo, donde comienza la carretera, estaban los dos, esperando un coche que los llevara a la playa cercana, a una playa pequeña y solitaria donde mitigar el calor tardío de septiembre.
- Por allí viene uno, páralo –dijo Miguel.
Rosa alzó su mano suplicante y se escuchó un fuerte frenazo. Corrieron hacia el coche.
- ¿Nos puede llevar hasta la playa? –preguntó Miguel.
- Suban.
A los pocos segundos estaban recorriendo a gran velocidad la carretera plagada de curvas. Se iban alejando de la ciudad, se iban acercando a su plena soledad.
- He parado porque me gusta su barba. Hoy día se ven pocas –dijo el conductor que también lucía barba, la suya mucho más prominente.
A los pocos minutos llegaron. Dieron las gracias al conductor que tan gentilmente los había llevado, el cual se alejó más rápido aún que los reflejos de ambos: cuando se quisieron dar cuenta sólo quedaba allí una polvareda y las marcas de los neumáticos. Rosa respiró más tranquila una vez se había bajado de aquella máquina de velocidad. Descendieron por un sendero de tierra hasta la playa y sonrieron al verla vacía. De todas formas era algo que esperaban, siendo como era un día laborable y a las seis de la tarde. Ambos tenían necesidad de esa soledad compartida. Necesitaban conocerse a fondo, aún estaban en el principio.

Se acomodaron en la arena junto a unas rocas. Ya con los bañadores puestos se recostaron sobre las toallas. Miguel se quitó el reloj para olvidarse del tiempo y disfrutar sin ninguna interrupción de aquellos momentos tan esperados. En su lucha diaria contra el tiempo, este era el momento de saborear la victoria. Encendieron un cigarrillo, despacio, muy despacio, todo muy despacio. “¿Para qué correr? Eso es para los demás”, pensaban. Por eso se recreaban en todos aquellos detalles que la mayoría de las veces pasan desapercibidos. El aspirar profundamente el humo del cigarrillo. Contemplar la monotonía de las olas al borde de la arena. Sentir el sol cansado sobre sus cuerpos. Acariciar aquella mano que les dice tantas cosas con sus átomos. Y sobre todo ser conscientes de ese amor que los envuelve con su tenue carga de electricidad electrostática. “¿Cómo explicar si no ese cosquilleo que sentimos?”, se decían.
Se complementaban. Eso era todo. Poco y mucho. Poco para las mentes cerradas de los derrotados de la vida, ya incapaces de soñar. Mucho para ellos que sabían relajarse y apreciar todas las cosas en su verdadera dimensión.

El cigarrillo ya se consumió.
- ¿Nos bañamos? –invitó Miguel.
Se levantaron rápidamente. La mente demasiado metódica de Miguel había sabido encauzar los impulsos un poco desordenados de Rosa. Ella, a su vez, sabía romper esa planificación cuando era conveniente. De esta forma todo marchaba a su adecuado ritmo, ni más deprisa ni más despacio de lo conveniente. “Cada cosa a su tiempo y un tiempo para cada cosa”, solía decir Miguel.
Corrieron hacia el agua haciendo saltar la espuma en el chapoteo de la inmersión. Cuando esta les llegó a la altura de la cintura, se lanzaron.
- ¡Me cago en diez! ¡Esto está lleno de algas! –gritó Miguel mientras Rosa reía.
Nadaron un buen rato sin alcanzarse. Después, ya fatigados, retornaron unos metros hasta hacer pie. Miguel seguía obsesionado con la multitud de algas rojas que le rozaban las piernas.
- ¡Qué asco! –repetía una y otra vez.
Se cogieron de la mano y caminaron, con el agua por la cintura, en dirección al Sol. El agua, al recibir los rayos del sol en un ángulo de treinta grados, tenía un brillo mayor.
- Tenemos que aprovechar esta luz para hacer fotografías –le dijo a Rosa.
- Espera un poco –le contestó él.
Aún era pronto. Quería paladear esa atmósfera, aferrarse a aquellos momentos de grandiosidad para llenar con ellos el vacío que habían dejado en su alma los días pasados, antes de conocerlo. Tal vez por eso también su cuerpo relucía como el mar.
- También tu índice de refracción es mayor –le dijo Miguel, adivinando sus pensamientos.

Avanzaron hasta la orilla mientras Miguel daba brincos extraños para quitarse las algas que se pegaban a su cuerpo. Se detuvieron un momento y se miraron a los ojos, a lo más profundo de su ser. Querían decirse tantas cosas... pero la emoción les coartaba. Acercaron sus labios. Una ola, quizás anticipo de la marea, se abalanzó sobre ellos sepultando sus cuerpos entre la espuma. Gatearon unos metros tratando de incorporarse. Sus dientes descubiertos por la risa también reflejaban el sol. Otra vez se unieron y ya en la orilla contemplaron ese mar indefinible.
- Vamos a hacer un poco de ejercicio –dijo Miguel.
Corrieron deprisa por la orilla pisando sin piedad el último extremo de las olas que moría a intervalos en la arena. Al llegar junto a las toallas, Miguel se secó las manos y cogió la máquina de fotos. Recorrieron la playa y Miguel recorrió a Rosa, buscando a través del objetivo de su cámara nuevos encuadres, nuevos contrastes de color, perfiles, planos medios, panorámicas, contraluces... mil y una posibilidades que el arte fotográfico le ofrecía.

La Tierra, en su movimiento giratorio, dejó el sol lejos del alcance de sus ojos. Un poco tristes por la brevedad de aquellas horas hubieron de desandar el camino. Se vistieron. Recogieron todo. Salieron a la carretera en busca de un coche que los acercase de nuevo a la ciudad de la que habían salido. Ya era de noche y sin embargo en sus mentes aún brillaban aquellos últimos reflejos del sol sobre la superficie del mar. Un coche se detuvo. Otra vez, ahora más despacio, regresaron. Por la ventanilla vieron perderse los momentos, las sensaciones... todo; pero algo... mucho, permanecería para siempre en el interior de sus corazones.¡Ah, claro, y también en los clichés de las fotografías que tomaron! La técnica no siempre ha de ser fría.

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