Hace
ya muchos años, revisando la biblioteca heredada de mis antepasados, llamó mi
atención entre los numerosos libros un pequeño cuaderno, ajado por el tiempo,
sin ninguna indicación en su exterior. Lo abrí con cuidado, pues se veía tenía
muchos años, y comprobé se trataba de un antiguo manuscrito. Contenía unos
versos escritos en castellano antiguo. Por ejemplo, se podían leer frases como
estas:
“Trage de pastora baxo el nombre de...”
“Buelbes o princesa...”
“Puede aver mas segura...”
“Quando
anelan la vitoria...”
“Oie el principio...”
Las
hojas del manuscrito eran de un papel apergaminado, ya amarillento por el
transcurso del tiempo, y estaba cosido a mano por el lomo. Se veía que estaba
escrito a mano y parecía haberlo sido mediante pluma antigua de ave, de esas
que se metían en el tintero y no eran capaces de dar la misma intensidad a
todas las letras pues la misma se iba clareando según avanzaba. Sin embargo,
todo hay que decirlo, la caligrafía era excelente y cuidada al máximo, de tal
forma que se entendía cuanto allí estaba escrito. La tinta, quién sabe si por
el paso del tiempo o porque realmente era así, tenía un color sepia, en un tono
oscuro que afortunadamente le hacía contrastar sobre el papel y no impedía la
lectura.
Me fui entonces a la primera hoja, nada más abrir la solapa. Pude
comprobar para sorpresa mía que, según se indicaba, había sido escrito por un
tal Wenceslao de Argumosa en el año 1.794. Tenía entre mis manos una auténtica
antigüedad, así que me dispuse a leerla con detenimiento para comprobar de qué
iba aquello.
Se trataba de unos versos que traducían, al castellano de aquella
época, otros versos más antiguos, los cuales relataban una historia de amor, de
honor, de lucha, de amistad... en la Grecia clásica, y citaba personajes que
–como pude comprobar después- habían existido, o al menos así se reflejaba en
los libros de Historia.
Como
despedida de la obra, Wenceslao de Argumosa pedía disculpas de esta forma (y
cito textualmente): “...por lo atrevido de esta empresa, pues dudo que en su
género pueda haverla mas atrevida...”. Decía, igualmente, que había hecho esa
traducción de los antiguos textos “de modo que pueda cantarse”, y finalizaba
diciendo: “Desearía que mi empeño pusiera a otros en el de mejorarme. Acaso no
hai entre las vivas otra lengua fuera de la nuestra que admita la satisfacción
de dar su carta de naturaleza al poeta del alma”.
Suficientemente
intrigado con aquél descubrimiento y las palabras de su autor que tantos años
después me llegaban, me dispuse a leerlo. Descubrí una historia llena de
emoción, de sensibilidad, de acontecimientos sorprendentes, de acción, de
aventura, de nobles sentimientos... la verdad es que disfruté muchísimo con su
lectura y me dije –todavía era un joven muchacho en aquella época- que quizás
algún día le tomase la palabra a tal autor y me atreviese a seguir su empresa y
si no a mejorarle, al menos a dar continuidad o quién sabe qué posterior
utilidad a su obra para que esta no se perdiese allí, ignorada en mi modesta
librería, ajena a los ojos de otros lectores que hubieran disfrutado –igual que
yo lo hice aquella tarde- con su lectura.
Y
pasaron los años, muchos años; tantos que me llegó la hora de la jubilación.
Pero el viejo manuscrito seguía todavía junto a mi lado, descansando el sueño
de sus palabras dormidas en un rincón de mi librería, esperando, quién sabe
cuándo, cómo ni por qué, una chispa de emoción, un impulso repentino que le
devolviese la vida y le hiciese esparcir con el viento su secreto olvidado.
Sentí
el deseo de leer de nuevo aquella historia y disfruté –recordé- como el primer
día. Pero ¿quién va a querer leer una historia a través de tales versos, en un
castellano que hace mucho dejó de utilizarse y que hoy nos parece plagado de
faltas de ortografía? Y sin embargo la historia que contaban esos versos tenía
el interés y el empaque suficiente como para afrontar nuevas empresas. Fue así
como decidí contar dicha historia a mi manera, como si de una novela de amor y
de aventuras se tratara.
Lo
primero que hice fue documentarme respecto a los personajes históricos que allí
se citaban e igualmente me documenté sobre la época y el lugar en que más o
menos se desarrollaba la acción. Se remontaba a la Grecia clásica, entre los
años 550 y 600 a.c. Respecto a sus personajes, encontraba muchas veces
informaciones contradictorias y no sólo por los comentarios que se hubiesen
escrito actualmente –muy pocos, todo hay que decirlo- sino por aquellos que se
habían escrito unos cuantos años después de los acontecimientos narrados. Ni
siquiera escritores de la Grecia clásica, como Herodoto o Plutarco, coincidían
en los detalles de esta historia y cada uno daba su versión. Otros como
Pausanias, Diogeniano, Frínico o Zenobio, relataron o hicieron referencia a
estos hechos alguna vez en los escritos que nos legaron.
Dos
mil seiscientos años son muchos años para que una historia llegue fielmente a
los lectores, por lo tanto no podemos pretender que mi recreación en esta
novela hable ex cátedra; pero sí que he afrontado la empresa con cariño, con
respeto, con cuidado, para ofrecer al lector una imagen aproximada de cómo
–posiblemente- sucedieron las cosas. Si ni siquiera quienes escribieron sobre
esto unos años más tarde se ponían de acuerdo, ¿cómo vamos a pretender que dos
milenios y medio después vayamos a tener nosotros mayor rigor histórico que
ellos? Pero valga este empeño en favor del principal objetivo: ofrecer al
lector un relato interesante, entretenido, que le distraiga y le haga evadirse
de los problemas actuales llevando su imaginación a vivir en una época donde la
palabra valía más un contrato, donde el honor y la amistad –en definitiva-
tenían sentido.
Pero
¿quién era Wenceslao de Argumosa? Según cuenta el historiador Alberto Gil
Novales en la web de las biografías (http://www.mcnbiografias.com),
Wenceslao de Argumosa y Bourke era un abogado español que nació en Guadalajara
el 27 de septiembre de 1761 y murió en 1831. Al quedar huérfano cuando apenas
contaba 15 años, el arzobispo de Toledo, Lorenzana, se ocupó de ayudarle para
que terminara sus estudios de filosofía en Madrid y de jurisprudencia en
Toledo.
En 1971 viajó a Italia
y después regresó a Madrid en donde ejerció la abogacía y fue agente fiscal en
el Consejo Real. Fue propuesto como diputado a la Junta de Bayona, cargo que no
aceptó, marchándose a Francia en donde vivió seis años y medio. Al regresar
recibió la condecoración “ob auxilium pro Rege et patria” y fue caballero y
secretario del Rey Carlos III. Fue también procurador síndico de Madrid y
académico de San Fernando.
Como
persona culta e interesada por la historia, escribió diversas obras, tales como
“Relación de los ejercicios literarios, grados y méritos” (1792), “Los cinco
días célebres de Madrid” (1820), y “Memorial del pleito entre el Infante de
España D. Carlos María Isidro de Borbón y D. Juan VI, Rey de Portugal (1821)”,
pero permanecía oculta hasta hoy una de sus obras manuscritas “La Olimpiada”
(1794) en cuya despedida decía“Desearía que mi empeño pusiera a otros en el de
mejorarme”. Pues bien, no ha sido mi deseo el de mejorarlo, sino el de dar a la
luz pública aquél trabajo y así, la historia que contaba en aquellos versos, la
he transformado en una novela, “Deuda de vida”, con la que, de alguna forma,
trato de saldar esa deuda de agradecimiento por haber convivido tantos años con
tan valioso manuscrito.
“Deuda
de vida” es una novela –inspirada en hechos reales- que nos habla de amor,
aventura, amistad y honor en la Grecia clásica, en una época donde un apretón
de manos tenía más valor que cualquier contrato.
Repasemos brevemente quiénes son sus personajes y el
marco en donde transcurre la historia:
La
acción se desarrolla en la Grecia antigua, durante el reinado del rey Clístenes
(601-570 a.c.) en la ciudad-estado de Sición, en el Peloponeso, entre Corinto y
Acaya.
El
rey Clístenes (o Clistene en otros escritos) tiene una hija que se enamora de
un ateniense, pero el rey no ve con buenos ojos esa relación, la prohíbe y
ordena que el citado ateniense, el atleta Megacles (en otros escritos citado
como Megacle) salga de su reino y no vuelva a ver a su hija Aristea (Agariste
en otros escritos). No es difícil encontrar referencias a Clístenes, aunque hay
que tener cuidado de no confundirlo con el que luego fue su nieto y llevó el
mismo nombre, y sobre el cual existe más información que sobre el primero, o
incluso sobre un sobrino del primero, ateniense y con el mismo nombre. Por su
parte, sobre su hija, apenas si hay información.
En
otro lugar, en el reino de Creta, Lycida (o Licida o también Lycidas, según la
fuente consultada) mantiene una relación amorosa con una noble ateniense,
Argene, pero tampoco aquél rey ve con buenos ojos esta otra relación y la
prohíbe igualmente.
La
celebración de unos Juegos en la cercana ciudad de Olimpia desencadenará una
serie de acontecimientos en donde se cruzarán todas estas historias y
sorprenderán continuamente al lector por los giros inesperados que irán
tomando.
"Deuda de vida"
180
páginas. Tamaño 15x21 cms.
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