viernes, 30 de abril de 2021

El códice y el robobo (36)

Capítulo 31.- Trío de pillos
 
- ¡Muy buenas Ioseba! -exclamó Marcelino Linaza, que, casualmente, llegaba al mismo tiempo que Ioseba llegaba a su casa tras la visita que le había hecho a Ambrosia en el hospital.
- ¡Muy buenas Marcelino! -veo que vienes acompañado, y veo que tu compañía es una señorita que no me resulta desconocida -respondió refiriéndose a la joven Coro.
- Hola, Ioseba – saludó Coro.
- ¿A qué se debe esta inesperada visita, pues? –les preguntó Ioseba.
- Déjanos entrar, Ioseba, y así podremos charlar -indicó Linaza.
 
Ioseba les hizo pasar a la pequeña salita de la vivienda, y los invitó a sentarse en torno a una mesa camilla. La habitación, sencilla y pulcra, era fría y el único foco de calor provenía de aquella mesa cuyo brasero eléctrico puso en funcionamiento en ese momento. Acto seguido sacó una botella de Txacoli y se sirvió un culín, mientras nos ofrecía a los demás, que declinamos su invitación amablemente...
 
- Ya sabes que soy abstemio- apuntó Linaza.
- Ya, ya... Pues no es eso lo que va diciendo la gente por ahí.... Mi hermana me ha relatao que en el mercao esta mañana se hacían corros contando en qué estado te habían encontrao y de qué modo desvariabas hablando de historias extrañas...
- De historias extrañas, nada, Ioseba -apuntó Linaza-. A mi me llegó un muchacho que vendía papeles y entre ellos estaba el códice Calixtino y otro ejemplar de similar antigüedad para ver si sacaba algo por ello, ya que obviamente desconocía su valor. Aunque en un primer momento no reparé mucho en ellos, no me cabe la menor duda que se trata del códice que está buscando la policía. Lo he tenido en mis manos, no estoy fabulando. Así que ahora, dinos lo que sabes tú de esta historia, porque aquí la señorita y yo, pensamos que sabes más de lo que aparentas....
- Bueno, y si puede saberse ¿cómo ha dado la señorita contigo? - preguntó de manera inquisitiva
- Yo estaba buscando el códice, ya lo sabes- expliqué-, y como consecuencia de mis pesquisas y de todo lo que ha ido sucediendo, di con el Sr. Linaza.
- ¡Aja!
- Y ahora ¿nos contarás lo que sabes?- insistió Marcelino Linaza.
- Lo que sé ¿de qué? -replicó Rena, poniéndose a la defensiva.
- De todo Ioseba – aclaró Coro-. Del robo, de la persona que lo llevó a cabo, de la situación actual.... ¿Sabes qué? Cuando estuvimos hablando me dio la impresión de que tú estabas tremendamente interesado en los pormenores de mis pesquisas y las preguntas que me hiciste no eran las de alguien que sólo entiende del mantenimiento del edificio, eran de quien conoce detalles que a otros le pasarían desapercibidos...
- ¡Eh, un momento! Yo te dije que quería que contaras conmigo porque tú involucrabas a la Ambrosia en esta trapisonda y yo estoy seguro que ella es una mujer honesta, por eso estaba interesao en tu investigación.
- Bueno, por la Ambrosia también será, pero a mi no hay quien me quite de la cabeza que tú estás tramando algo en relación con el códice y este señor, a quien por cierto conoces, y yo misma queremos saber qué es.
- Una pregunta Marcelino -exclamó Ioseba sin dejarse intimidar por la firmeza y determinación de Coro-, has dicho que a ti te llevó el libro el chico que vendía papeles al peso, ¿verdad?
- Eso es – afirmó mientras asentía con la cabeza.
- Remigio, creo que se llama –intervino Coro-, y para más señas, hijo de la encargada de limpieza del museo, la tal Ambrosia.
- Así que la Ambrosia es la que se llevó el códice de la cámara...-musitó Ioseba.
- Eso está claro –se adelantó Coro-. Ahora, de lo que se trata es de conocer sus intenciones, porque lo que no me cuadra de ningún modo es que alguien robe un ejemplar único y valiosísimo, y luego intente venderlo al peso como papel de periódico.
- Y a sacar una miseria por eso- intervino Linaza-, porque yo le pagué apenas 20 euros por los dos.
- ¿Qué se lo compraste por 20 euros? –preguntaron Ioseba y Coro al unísono.
- Bueno, yo ni siquiera me había fijado en qué tipo de libros eran, simplemente vi que se trataba de dos libros viejos y le ofrecí ese dinero. Fue después, cuando ya se había marchado y los observé con detenimiento, cuando me entraron las dudas y pensé podía tratarse del famoso códice –explicó Linaza.
- Pero sin embargo luego, el chico ese, volvió a recuperar el libro –repuso Coro.
- Eso es cierto, cuando me ayudó a llevar las cajas al coche... el rapaz se quedó con los libros y.... con otras cosas de mi propiedad, por cierto.
- ¡Ah! Eso no me lo ha contado- le interpeló Coro.
- Porque ahora no viene al caso- cortó secamente Linaza.
- Vamos entonces a lo que nos interesa. ¿Quién tiene ahora el códice? –preguntó Ioseba.
- Pensamos que lo tiene Remigio, a no ser que lo haya vendido o se haya desecho de él  durante este lapso de tiempo. El problema es que el chico se encuentra ahora hospitalizado....
- ¿Problema? - sonrió con malicia Rena- ¿Dónde ves tú el problema?

Continuará...

jueves, 29 de abril de 2021

El códice y el robobo (35)

Capítulo 30.- Severo ataque de risa
 
Cuando Severo (el policía que hacía guardia frente a la habitación del Hospital Xeral en donde se recuperaban Ambrosia, Mariana, Remigio y el padre Dimas de un lavado de estómago por algo que les había sentado mal) vio llegar al inspector jefe acompañado de otros dos agentes, pegó un respingo y se puso a sus órdenes.
- ¿Alguna novedad? –preguntó el inspector.
- Ninguna. En esta habitación están las dos mujeres y en la otra los dos hombres.
- Bien, entonces procedamos –sentenció el inspector al tiempo que abría la puerta de la habitación 112. 
 
El interrogatorio de las dos mujeres duró dos horas, aunque en realidad sus respuestas se resumían en diez minutos, ya que ellas no hacían sino repetir lo mismo una y otra vez, y por más que el inspector les hacía repetirlo no encontraba ninguna contradicción. Pasado ese tiempo se dirigieron a la habitación en la que estaban los dos hombres y el interrogatorio fue igual de inútil. Aquellas cuatro personas no sabían nada de nada, simplemente se habían encontrado unos paquetes de droga que pensaron eran de harina y con ella hicieron las magdalenas que los intoxicaron.  
 
Durante todo este tiempo la cara de Severo, allí sentado junto a la puerta de las dos habitaciones, era todo un poema. Con los ojos abiertos como platos, estiraba las orejas al máximo para tratar de enterarse qué era lo que se cocía allí dentro, pero solo atisbaba a escuchar gritos y exclamaciones de desesperación en el inspector; estaba claro que nada de lo que escuchaba su jefe le aportaba ninguna solución a lo que fuese que estuviera buscando. 
 
Cuando por fin les vio salir, se cuadró para recibir órdenes y quizás alguna explicación con la que satisfacer su curiosidad, pero sólo recibió la orden de marcharse, aquello había terminado y esas personas podrían irse de allí en cuando les dieran el alta.  
 
Severo se despidió de ellos y con semblante severo se iba a marchar cuando su semblante tornó en sonrisa al ver cómo se acercaba por allí Ioseba Rena. Pero no era su llegada lo que le hizo esbozar una sonrisa, sino el porte que llevaba, portando un ramo de flores y vistiendo él todo trajeado; una imagen muy distinta a la del rudo, seco y poco afable Ioseba que conocía y con el que había compartido no obstante algunos momentos de distendida conversación en el bar. 
 
- ¿Cómo tú por aquí y con esa pinta? –le saludó Severo con cierta sorna.
- Hola, Seve, pues venía a ver a la Ambrosia, que me han dicho que estaba ingresada aquí.
- Bueno, bueno, pues ahí la tienes en esa habitación, tortolito… -dijo Seve sin poder disimular el cachondeo.
- Menos risas, Seve, y métete en tus cosas que esto no es asunto tuyo.
- Vale, vale, no te pongas así.
 
Y se ve que Seve se alejó de allí conteniéndose la risa porque nada más salir del pasillo comenzó a reír a carcajadas y a retorcerse de risa mientras las enfermeras y pacientes que había alrededor miraban asombradas a ese siempre serio policía que ahora no paraba de reír. 
 
Con sigilo, y empujando levemente la puerta, Ioseba se asomó tímidamente al interior de la habitación. Ambrosia lo miró y exclamó asombrada:
- Ioseba, ¿eres tú?
- Sí, Ambrosia, he venido a ver qué tal estabas. 
 
Ioseba se acercó a su cama, se sentó junto a ella y le entregó las flores. En la otra cama, Mariana tenía los cinco sentidos pendientes de esta escena, no quería perderse ni un solo detalle y pensaba si sería capaz de retener todo lo que estaba sucediendo y presenciando en tan poco tiempo porque era materia más que suficiente para andar de cotilleo durante todo un año con sus vecinas. Pero Ioseba se dio cuenta del incómodo huésped que tenían junto a ellos y se comportó de una manera lo más discreta posible; tras una convencional conversación quedó en volver a visitarla en cuanto le diesen el alta, algo que sucedería ese mismo día seguramente. 
 
Cuando salió del hospital, Ioseba ya se había forjado un plan con un doble objetivo: conquistar a Ambrosia, a la que de verdad amaba desde hacía mucho tiempo, y tratar de sonsacarle todo lo que supiese sobre el dichoso manuscrito. Sin duda ella era la pieza clave.

Continuará...

miércoles, 28 de abril de 2021

El códice y el robobo (34)

Capítulo 29.- Rena sale rana
 
Ioseba Rena era un hombre muy reservado. Quizás por eso, ni su propia hermana, con la que vivía desde hacía muchos años, conocía sus verdaderos sentimientos. Ioseba aparentaba ser un hombre decente y trabajador, pero en realidad toda su vida giraba en torno a la forma de encontrar algún modo de fastidiar a Bartolomé Laza, el secretario del museo. Su amor secreto por la Ambrosia pasaba a un segundo plano cuando se trataba de esta cuestión.
 
Bartolomé Laza, eficiente pero distante, no era precisamente una persona que cosechara simpatías. Su carácter seco y su trato antipático no le hacían especialmente popular entre sus compañeros de trabajo, pero eso era algo que a él se la traía al pairo, pues no buscaba amistad sino respeto. Debido a su carácter, con Ioseba había tenido unos cuantos agarrones que el empleado no le perdonaba.
 
Laza, lo había llamado inútil porque no fue capaz de reparar a tiempo una avería en el cuadro eléctrico, sin dejarle explicar que no tenía la herramienta necesaria para poder hacerlo, y, lo peor de todo, lo hizo delante de la Ambrosia. En otra ocasión, también le reprendió públicamente llamándole “lisiado” en presencia de sus compañeros. Tuvo suerte de que desapareció rápidamente tras este incidente y de que Ioseba se quedó tan ofuscado que no tuvo tiempo de reaccionar. Si no, le habría cogido su cuello de rata y se lo habría apretado hasta dejarle sin respiración.
 
Por eso, desde hacía un tiempo, Ioseba Rena seguía todos los movimientos de Laza, esperando que en algún momento cometiera un error o hiciera algo inconveniente para actuar contra él. Pero no, aquel hombre era tan desagradable como perfeccionista y supervisaba varias veces cada uno de sus cometidos, de manera que resultaba difícil pillarle en un renuncio.
 
Sin embargo, el día que vinieron aquellos señores de la Xunta y el obispo, Rena se las arregló para escuchar todo lo que decían, agazapado en un altillo de la sala capitular. Eso era porque le había dado la impresión, a juzgar por las precauciones y molestias que se había tomado el secretario durante la semana anterior, que iba a tener lugar algo "gordo",  y no se equivocaba. Estupefacto, oyó perfectamente la propuesta de los señores de Patrimonio y cuando vio cómo guardaban el códice auténtico, envuelto en un paño negro, en un maletín con combinación, empezó a maquinar una jugarreta que pondría en evidencia la seguridad del museo y a sus responsables, entre ellos, aquel mal bicho de Bartolomé Laza, el secretario.
 
Cuando Ioseba decidió unirse a Coro en sus investigaciones, no fue tanto por constatar la honestidad de Ambrosia, algo de lo que no le cabía la menor duda, sino por conocer las verdaderas intenciones de esta chiquilla, que podía dar al traste con su plan. Quería estar a su lado para seguirle los pasos, pues pensaba que le podía resultar beneficioso, en tanto que ella tenía los registros de las cámaras y estaba tras la pista del códice robado.
 
Lo que Ioseba Rena pretendía era destapar el engaño. Mostrar ante todos, que lo que se había estado exhibiendo en el museo catedralicio era una réplica, y que el auténtico códice se hallaba en manos de las autoridades de Patrimonio, en un lugar seguro. Para eso, solamente tenía que hacerse con el libro que estaba en la exposición y llevarlo a un laboratorio donde le hicieran unas pruebas para demostrar su falsedad. No sabía muy bien en qué consistían dichas pruebas, pero tenía un sobrino que trabajaba en un laboratorio de Bayer en Asturias y podría preguntarle a él cuando el códice se encontrara en su poder. Una vez descubierto el engaño, quedaría en evidencia la falta de ética de sus promotores y la carencia de medidas de seguridad existentes. Los responsables de salvaguardar la integridad de la antigüedad, entre ellos el director y su secretario, se verían claramente comprometidos al volverse a perpetrar un robo de tamaña importancia con total impunidad. Tras el escándalo, no les quedaría otra salida que la dimisión.
 
Pero alguien se le adelantó. Y todo apuntaba a Ambrosia. No entendía muy bien cómo había podido hacerlo, pues seguía convencido de que era una buena mujer, más, si las suposiciones de la chica que instaló las cámaras eran correctas, ella podía ser la artífice de semejante heroicidad.
 
En cierto modo, estaba encantado, pues aún no había pensado en la manera en la que podría sustraer el ejemplar y ahora alguien le había resuelto la parte más complicada de la operación. Sólo tendría que hacerse con el libro, una vez tuviera claro que este se encontraba en manos de la afable mujer, y eso, no le supondría el menor problema.
 
Así que, cuando Coro le trasmitió sus inquietudes, aprovechó para comunicarle su intención de unirse a ella en sus pesquisas. Había sido una fabulosa coincidencia que no contemplaba en sus planes iniciales, pero cuando le explicó sus descubrimientos y vio su determinación para continuar investigando, no tuvo la menor duda, era la manera de lograr su objetivo. 

Continuará...

martes, 27 de abril de 2021

El códice y el robobo (33)

Capítulo 28.- Tila y metadona
 
Tan pronto salieron Marcelino y Coro de la chama-rilería, unas sombras que asomaban tímidamente por una esquina cercana se hicieron más visibles y se  acercaron sigilosas a la puerta. Eran dos hombres vestidos de oscuro que procuraban pasar desapercibidos. A pesar de que no había nadie en los alrededores, uno de ellos no hacía más que mirar a un lado y a otro, mientras que su compañero manipulaba la cerradura. En apenas unos segundos la puerta quedó abierta y entraron. Una vez dentro, empezaron a buscar por todos los rincones, pero su búsqueda era infructuosa, allí no estaban los códices. Desde la misma tienda, uno de aquellos hombres llamó por su móvil a Adolfo, el secretario de Don Jenaro.
 
A Adolfo se le hizo un nudo en la garganta cuando escuchó estas noticias. “Seguid buscando y no volváis hasta que los encontréis”, les dijo; y acto seguido cortó la llamada y corrió a prepararse una tila.
 
El que ya se había tomado dos tilas y seguía igual de nervioso era Manolo, el marido de Mariana a la que había pillado tumbada en el sofá con el cura Dimas y con su vecina y el hijo de esta. Manolo no estaba dispuesto a perdonar esa infidelidad y por más que intentaban calmarlo no lo conseguían. Al cabo de un rato, cuando todos sus familiares y vecinos creían que por fin se había tranquilizado, salieron de la habitación para relajarse ellos también un poco. Cuando se asomaron de nuevo a la habitación para ver cómo seguía Manolo, este había desaparecido y según supieron después había encontrado una nueva compañera: la botella de vino.
 
Mientras tanto, en el Hospital Xeral, un policía severo, que por más señas se llamaba igual que su cara, es decir, Severo, estaba de guardia junto a las puertas 112 y 113. En la primera de ellas estaban la tal Ambrosia y su vecina Mariana; en la segunda, un joven llamado Remigio y el padre Dimas, de la catedral. No le habían explicado qué significaba aquella extraña mezcla de personajes, sólo que vigilase y no dejase entrar ni salir a nadie, salvo al personal médico por supuesto. Severo simplemente pudo saber por una enfermera, que acababan de hacerles un lavado de estómago y les habían dado un chute de metadona...

Continuará...

lunes, 26 de abril de 2021

El códice y el robobo (32)

Capítulo 27.- Marcelino, el ladino
 
Cuando Coro estaba llegando al barrio de San Lázaro vio cómo una ambulancia salía de allí a toda pastilla. Aparcó a un lado y preguntó a un vecino
- Oiga, el chico este que vende los papeles al peso ¿dónde vive?
- ¿Se rifiere usté al Remigio, el chico de la Ambrosia?
- Sí, creo que si....
 
No estaba segura de si era el tal Remigio, pero llegados a este punto, tampoco perdía nada por ir a ver a esa persona y comprobar si era el mismo que había llevado en el coche el día anterior.
- Se los ha llevao la ambulancia. A él, a su madre, a una vecina y al cura.
- ¿Qué ha ocurrido?
- ¡Ah! Pues que se han indigiestao y se los han llevao al Xeral...
- ¿Se los han llevado por una indigestión?..
- Indigiestaos de madalenas, eso es...
- ¡Caramba!, que cosas tan raras...
- Y ¿cuál es su casa?
- ¿Y pa qué, si pué saberse, lo quiere usté?
 
Como el vecino la había empezado a mirar con un aire suspicaz, Coro pensó que era mejor no levantar sospechas y decidió optar por el plan “B”, que consistía en ir a buscar al tal Linaza.
 
No le costó mucho trabajo encontrar el local de antigüedades donde almacenaba sus cachivaches el chamarilero. Preguntó a un par de personas y ellas le indicaron dónde estaba la tienda. Ese tal Linaza –pensó Coro- debía ser un personaje muy popular ya que todo el mundo lo conocía y se refería a él con simpatía. A pesar de estar en pleno horario comercial, la tienda tenía la puerta cerrada y las persianas del escaparate bajadas. Aún así llamó a la puerta. Como no contestaban, se quedé esperando un rato y al poco volvió a insistir... 
 
Pasados unos cuantos minutos en los que no cejó de insistir una y otra vez, vio cómo se descorría una cortinilla de una ventana anexa al local. Un sujeto con muy mala cara y grandes ojeras, enfundado en un batín de seda amarillo, asomó la cabeza.
- Está cerrado, ¿no sabe leer? Lo pone bien claro el cartel.
- Perdone que le moleste, pero necesito urgentemente hablar con Ud.
- Pues tendrá que esperar a otro momento -repuso- hoy no es el mejor día. 
- Es sobre el códice Calixtino –concretó Coro bajando el tono de su voz.
 
Fue entonces cuando Marcelino Linaza abrió la puerta de su negocio, invitándola a pasar. La tienda era una estancia grande, fría y desangelada. Allí se acumulaban toda suerte de trastos y tesoros, sin distinción alguna. Lo mismo se podía encontrar una cómoda de caoba estilo Imperio que un par de sillas de ratán desvencijadas, o un óleo que podría haber firmado el mismísimo Romero de Torres. Todo ello amontonado, sin orden y sin cuidado.
 
- ¿Qué sabes tu del códice? -le preguntó a bocajarro.
- ¿Que sabe Ud.? –replicó Coro sin dejarse intimidar.
- ¡Jajajajajjajaja! ¡Muy gallego, rapaza!
- Pues no soy gallega, sino navarra...
- ¡Ah! Pues bien navarra. ¿Tienes nombre? ¿Qué sabes del códice y por qué vienes a verme a mi?
- Se que Ud. asegura que un chaval medio atontado vino a vendérselo. Y sí, tengo nombre, me llamo Coro.
- ¿Sabes algo más de lo que se publicó en los papeles? ¿Por qué tienes interés en encontrarlo? 
- Conozco el tema desde el principio porque mi empresa, bueno, la empresa en la que trabajaba se encargaba de instalar cámaras de seguridad, y...
- Entonces, si está todo grabado... ¿por qué no detienen al ladrón? 
- No está todo grabado, hubo un problema con las imágenes- explicó intentando ser lo más concisa posible. La cuestión era sacarle la información al anticuario, y no al revés y este hombre, quería saber demasiado
- Pero tú crees que mis sospechas pueden ser ciertas... que el “libraco” que me trajo aquel “atontao” puede ser en verdad el códice Calixtino, porque si no, no estarías aquí...
- Estoy intentando entender todo este embrollo ¿Cómo fue a parar a manos de ese chico, el Remigio...?
- ¡Ah! Eso es un misterio... Este rapaz vende papel al peso... Normalmente no trabajo con él, pero por lo que se ve, el chico debió detectar algo de valor en esos libros y vino a ofrecérmelos
- ¿Libros, dice?
- Si, eran un par de ellos, el otro también muy antiguo.
- Es decir, ahora resulta que el ladrón no sólo robó el códice sino otro libro más... ¿De qué conoce al chico?
- De poco. Su madre es limpiadora en el museo catedralicio, una mujer muy decente y hacendosa. A mi me lo contó un amigo que tengo en el museo, que parece que la conoce de hace tiempo, mi amigo Ioseba.
- ¿Ioseba Rena?
- ¿Tú conoces a Ioseba Rena? -preguntó asombrado.
 
Ahora empezaba a relacionar las piezas del puzzle. Remigio era hijo de la Ambrosia, la mujer que aparecía limpiando en la grabación y entonando coplas con tono desafinado. Ella se había tenido que llevar el códice. De alguna manera había burlado los sistemas de seguridad y, a propósito o accidentalmente, había enturbiado el objetivo de las cámaras. Pero... ¿qué pintaba Ioseba en todo esto? ¿Sabía sólo lo que decía o sabía más?
 
- ¿Sabe qué, Don Marcelino? Le agradezco su tiempo, pero yo ahora me voy a ver a Ioseba Rena.
- Y yo me voy contigo -dijo espontáneamente Marcelino.
- Disculpe, pero esta cuestión es cosa mía y....
- Disculpa tú -la cortó tajante- pero, en esta cuestión, yo estoy hasta el cuello. Me ha detenido la policía, me han emborrachado, me han dejado tirado en medio del campo, y mi reputación se ha ido al garete... Tengo que saber qué ha pasado porque mi testimonio está en entredicho y ando en boca de todos. Me tengo que sacar esa espina. Además, conozco tratantes de arte de muchos lugares, quién sabe si los pudieras necesitar en un momento dado ¿no? Porque tu interés por el códice no es meramente altruista, ¿me equivoco?

Continuará...

domingo, 25 de abril de 2021

El códice y el robobo (31)

Capítulo 26.- Sobredosis de magdalenas
 
Cuando Ambrosia abrió los ojos aquella mañana se sobresaltó al ver que no estaba en la cama sino que había pasado la noche tumbada en el sofá del salón junto a su hijo Remigio. Tan pronto se incorporó, sin saber qué había sucedido, zarandeó de un hombro a su hijo para despertarlo. Este abrió un ojo y, medio dormido medio despierto, le dijo a su madre:
- Hummmm, qué bien me vendrían unas madalenas de esas para desayunar.
La Ambrosia era previsora y había dejado preparado un buen cargamento de magdalenas con esa harina tan especial que le había traído su hijo. Preparó dos cafés con leche mientras notaba cómo también a ella le apetecía mucho volver a comer esas magdalenas. Cuando estaban sentados a la mesa, desayunando, alguien llamó a la puerta. Ninguno de los dos quería ir a abrir porque eso significaría dejar de comer, pero ante la insistencia (a boca llena) de su madre, Remigio se metió otra magdalena entera en la boca y se levantó para abrir la puerta.
 
Al abrir la puerta se encontró al padre Dimas, de la catedral.
- Buunos das, paddd Damas –dijo Remigio, acom-pañando cada una de sus sílabas con una salva de perdigones de migas de magdalena.
- Hola, Remigio –respondió el padre Dimas sin inmutarse, pues ya conocía bien las “cosas” de Remigio-. Venía a ver a tu madre. Quería saber si os pasaba algo porque en el museo catedralicio estamos todos muy preocupados ya que lleva varios días faltando al trabajo...
Remigio le iba a contestar, pero prefirió seguir masticando y tragando la magdalena, así que le indicó por gestos que pasase para hablar con su madre, con la esperanza además de que esta hablase, lo que supondría parar de comer unos instantes y así dejarle más magdalenas a él.
- Buunoss, parre Dimmm, cómo queuste porrr íii? –le saludó Ambrosia mientras se tapaba la boca con la mano para que los perdigones de magdalena no se le escapasen y así, al recogerlos con la mano, pudiese comérselos otra vez. 
- Ay, Ambrosia, estábamos preocupados por ti; ya sabes que te apreciamos mucho y al ver que faltabas varios días al trabajo pensamos que te había pasado algo...
- ¿Pero no m’abían despedío? –preguntó Ambrosia tragando los trozos de magdalena que aún tenía dentro de la boca.
- ¿Claro que no! ¿Quién te ha dicho eso?
- Pos hace unos días cuando fui a limpiar y había un alboroto mu grande con muchos policías, y uno dellos no me dejó entrar y me dijo que no hacía falta, que ya lo habían limpiao...
- ¡Válgame Dios! ¡Qué despropósito! –exclamó el padre Dimas- Lo que habían limpiado no era el museo catedralicio, que ese es y sigue siendo tu trabajo, sino que habían robado un valiosísimo códice.
- ¿Cualo?
-  Un libro muy valioso.
- ¡Aaaahhh! ¿Y entonces puedo seguir trabajando allí?
-  Pues claro, mujer. Mañana mismo puedes volver. Es más: tienes que volver.
-  Pos entonces hay que celebralo, tome y coma una de estas madalenas tan ricas que preparao...
- Bueno, solo una... mmmm, tienen un sabor un poco... especial...
- Pruebe, pruebe, que cuanto más las come más ganas tié una de seguir comiendo.
Remigio comprobó con terror que ya eran tres las personas dispuestas a dar buena cuenta de esas magdalenas, así que redobló sus esfuerzos mandibulares.
- Sí que tienes razón, Ambrosia, tienen un no se qué que te hace seguir comiendo –dijo entre risas el padre Dimas mientras se comía su tercera magdalena- y aún estarían mejor si tuvieras algo de vinillo.
- Pos no s’hable más. ¡Remigio, alcanza el vino de reserva!
- ¿Tienes un buen vino de reserva? –preguntó sorprendido el padre Dimas.
- Sí, padre, tengo un cartón de Don Simón reservao pa ocasiones especiales, y esta es una desas.
 
Mariana, la vecina de Ambrosia, se sobresaltó al escuchar el jaleo que salía de casa de Ambrosia, era algo así como “Asturias patria querida” seguido de algo así como “El vino que tiene Asunción” y rematado con algo así de “Clavelitos”. Se acercó a su puerta y más se sobresaltó al verla abierta. Se asomó un poco más y se sobresaltó más todavía al ver al padre Dimas tumbado en el sofá con la Ambrosia y el Remigio, todos ellos con la boca llena de migas de magdalena y un vaso de vino en la mano.
Cuando vieron a Mariana le gritaron:
- ¡Mariana, únete a la fiesta!
Y Mariana se unió. Y dos horas más tarde se hizo un silencio total en la habitación, bueno, silencio total no, se oía algo así como “zzzzz, grrrrr, mmmmm, zzzz”.
 
El marido de Mariana, Manolo, fue quien descubrió aquella orgía. Lo primero que pensó fue cargarse al padre Dimas que tenía una pierna encina de su Mariana, así que salió dando gritos dispuesto a coger un hacha y hacer justicia, pero sus gritos alertaron a otros vecinos que, al ver sus intenciones y el estado de histeria en que se encontraba, lo retuvieron. No sin grandes esfuerzos consiguieron quitarle el hacha de las manos y, finalmente, llamaron a la policía; pero tan pronto llegó la policía e inspeccionó el lugar, la orden que dieron fue bien distinta a la que todos hubiesen esperado:
- Avisen de inmediato a una ambulancia... o mejor a dos. Hay cuatro individuos con sobredosis.

Continuará...

sábado, 24 de abril de 2021

El códice y el robobo (30)

Capítulo 25.- Cuando menos te lo esperas
 
A la mañana siguiente, nada más levantarse Coro, notó cómo su cuerpo le reclamaba urgentemente un “chute” de cafeína, pero cuando destapó el bote del café descubrió con horror que estaba vacío. Empezó a buscar por los cajones y los armarios de la cocina de su amiga a ver si, por casualidad, le quedaba algo de café, pero lo que encontró fueron infusiones de todo tipo: con teína, sin ella, orientales, indias, frutales, exóticas, etc... pero ni rastro de café... Por lo visto, en aquella casa eran más aficionados a las infusiones que al café, así que optó por darse una ducha rápida para despejarse un poco y bajar al bar de enfrente para desayunar como Dios manda.
 
Buenos días –la saludó el camarero del “Bar Quillo”, un lugar que distaba mucho de ser un local refinado.
- Muy buenos. ¿Me pone un café con leche con churros, por favor? –le respondió Coro al camarero.
 
Mientras esperaba el café, se puso a ojear “La Voz de Galicia”, sin demasiado interés, sólo por matar el rato, ya que las noticias locales solían ser de lo más tedioso e insípido. Quizás por eso, prestó más atención a la conversación que mantenían los dos paisanos que se encontraban a su lado en la barra. 
 
Puede que fuera por el orujo que se estaban metiendo en el cuerpo a las nueve de la mañana o porque tenían ese temperamento, el caso es que los dos hombres estaban divirtiéndose de lo lindo a colación de una historia que había acontecido a uno de sus conocidos
- ¿Y dices que está detenido?
- Eso es, por embiaguez... ¡Con lo circuspeto que es el Marcelino!.. Pues como una cuba... Dando tumbos dice el Cirilo que se lo encontraron.
- ¡Quién lo iba a decir! A mi me lo cuentan de cualquier otro y mira, pues te digo que así es la debilidá humana, pero el Marcelino... Tan trajeao siempre, tan dandy...
- Pero lo peor no es eso... Lo peor es que cuando se lo llevaban, el Cirilo  aseguró que gritaba que le habían querido vender el códice Calixtino, el que han robado del museo de la catedral...
- ¡Qué dices hombre!
- Lo que oyes... El Linaza insistía que se lo había llevado un tonto que vendía papeles al peso y que él lo había visto con sus propios ojos...
- Es muy fantasioso este Marcelino, siempre adorna las ventas con unas historias que podrían servir para escribir una novela...
- Si... Según me han contado, estaba empeñado en acudir al camino de los pajarazos, porque ahí es donde cargó una caja de mercancía en el coche y donde perdió la pista del libro.....
- ¡Menudo papelón!
- Ahí se lo llevaron... Supongo que mañana ya volverá a la tienda... Si quieres nos acercamos para ver que nos cuenta y nos reímos un rato.
- Ah, pero le dejarás que hable de él, porque cuando se le pase la cogorza va a estar de un mal rasque... ¡Con lo circuspeto que es él y tener que pasar la noche en el cuartelillo!
- Jajajajajajjajaja!
- Jojojojojojojojojo!...
 
- ¿Cuantos churros le pongo, rapaza?
La voz del camarero la sacó del shock en el que estaba sumida... No podía dar crédito a lo que decían aquellos hombres. Un tal Marcelino Linaza aseguraba que había tenido el códice en sus manos, que se lo había llevado un chaval medio atontado que vendía papel al peso... 
 
De pronto le vino a la mente el chaval medio atontado al que acercó el día anterior al barrio de San Lázaro, aquél que insistía en que llevaba unos “libracos viejos, con dibujos coloreaos mu llamativos”... ¿Sería posible esta jugarreta del destino? ¿Podría tener acaso aquel chico el códice Calixtino? ¿Sería el mismo chico que se lo llevó a vender al anticuario? ¿Cómo había ido a parar el libro hasta él?....
 
- ¡Oiga! ¡Que cuantos churros quiere! -volvió a preguntar el camarero.
- Si....si.... Póngame tres churros, gracias... –respondió Coro completamente desubicada.
Aunque el café estaba ardiendo, se lo tomó a toda prisa, y a igual velocidad se zampó los churros. Mientras tanto, iba pensando en cómo localizar al tal Linaza para poder confirmar aquella increíble e inesperada información... Otra opción era volver al barrio de San Lázaro, donde había dejado al chaval cuyo nombre no recordaba aunque creía habérselo oído pronunciar a la señora aquella. Si realmente tenía el códice en su poder, ya se las arreglaría para conseguirlo... Le parecía todo tan simple y a la vez rocambolesco, que no se lo podía creer.
 
Una llamada de Unai la sacó de golpe de sus cavilaciones. La verdad es que tenía que haber contactado antes con él pero, por unas cosas y otras, se la había pasado.
- ¡Vaya! Me alegra comprobar que aún estas viva y que pasas diez pueblos de tus amigos –le dijo Unai a modo de saludo.
- Tienes toda la razón Unai, tenía que haberte llamado, pero es que no te vas a creer lo que ha pasado. Lo he descubierto esta mañana por casualidad. Puede que haya averiguado el paradero del códice y....
- A ver, a ver, a ver.... para el carro... Yo me quedé cuando empezaste a visionar las cintas y a recuperar el audio... ¿Es que has visto algo que te ha servido de pista?
- Uffff... Unai... Eso parece que ocurrió hace mil años... Ahora han pasado tantas cosas que, si no fuera porque me estoy quedando sin batería, te las contaría mientras voy de camino a Santiago...
- ¿Vuelves a Santiago? Pensé que vendrías al pueblo...
- Yo también lo pensaba, pero ha habido cambio de planes...
 
Y mientras la pantalla del teléfono parpadeaba indicando que necesitaba ser cargado, se despidió de su amigo rápidamente, no sin antes prometerle que, tan pronto tuviera batería, le contaría con pormenores todo lo que estaba ocurriendo.

Continuará...

viernes, 23 de abril de 2021

El códice y el robobo (29)

Capítulo 24.- En busca del charco perdido
 
Cuatro horas después, Arias apareció, todo sudoroso, ante Adolfo, el secretario de Don Jenaro.
- Nada, no hay manera. Repite una y otra vez la misma historia, así que debe ser verdad, aunque suene absurdo.
- ¿Y qué historia es esa? –preguntó Adolfo.
- Un joven, al que conoce de vista porque ha ido otras veces a venderle cosas, pero que no sabe ni cómo se llama, le vendió unos códices antiguos creyendo que se trataba de libros viejos. Uno de ellos era el códice Calixtino, el que acaban de robar otra vez en el museo catedralicio.
- ¿Y cuál era la otra mercancía especial que había anunciado?
- Un importante alijo de cocaína.
- ¿De dónde lo sacó?
- Se lo encontró dentro de un viejo tocadiscos de los años cincuenta que le vendió otra persona de la que tampoco conoce su nombre.
- ¿Es que nunca pregunta el nombre a los que le venden cosas?
- Dice que no, que para qué, que lo suyo es el contrabando de tabaco y lo otro, la compraventa de cachivaches, sólo es una tapadera con la que no pretende ganar dinero sino solo aparentar que sea ese su negocio.
- ¡Dios mío! ¡Todo esto es absurdo! ¿Y dónde están ahora la cocaína y el códice?
- No te lo vas a creer, pero dice que el mismo joven que le vendió el códice le ayudó a cargar las cajas en el coche, pero ya has visto cómo llegaron las cajas, todas desechas, así que debió caerse al suelo en medio de un charco o vete tú a saber...
- ¡El códice Calixtino en un charco! ¡No me lo puedo creer! –Adolfo alucinaba- ¿No hay posibilidad de que te haya mentido?
Adolfo le enseñó un vial de pentotal sódico y movió la cabeza en sentido negativo, reconociendo que ni por esas había cambiado ni una coma su versión inicial. Arias abrió la puerta del gimnasio y vio allí sentado, con la mirada extraviada, al tal Marcelino Linaza, que se balanceaba de un sitio a otro y balbuceaba cosas ininteligibles como si estuviese borracho.
- ¿Qué hago con él?
- Este es un típico caso 14-52, así que invítalo a unos tragos de nuestro mejor whisky, le metes una botella en el bolsillo y lo dejas tirado en el cruce de la carretera. Después vete a inspeccionar el lugar donde, según él, debió caerse la mercancía en un charco. A mí me toca la peor parte, que es contarle todo esto a Don Jenaro.
 
Unas horas después la policía detenía a un borracho que deambulaba por la carretera, con grave peligro para los vehículos. Trasladado a la comisaría central de Santiago, resultó ser el chamarilero Marcelino Linaza, el cual llevaba una tajada de órdago, así que ordenaron mantenerlo allí encerrado hasta que se le pasase y pudiese prestar declaración.
 
Mientras tanto en las afueras de Santiago, Ambrosia salía de la cocina con una sonrisa de oreja a oreja.
- Remigio, prueba estas madalenas, que están... cómo están... tienen un no sé qué...
Remigio miró extrañado a su madre y con curiosidad probó una de aquellas magdalenas.
- Tienen un saborcillo algo raro...
- Tú prueba, come más, que ya verás... –le decía Ambrosia, mientras avanzaba tambaleándose hacia el sofá del salón.
 
Al cabo de un poco tiempo, los dos estaban en el salón tumbados, tronchándose de risa, hablando sin parar... y en otro extremo de la ciudad, Arias buscaba infructuosamente el charco perdido.

Continuará...

jueves, 22 de abril de 2021

El códice y el robobo (28)

Capítulo 23.- Caprichos del destino
 
Eran más de las siete cuando Coro se puso al volante. Iría a pernoctar a casa de su amiga Chus, cerca de Santiago, que le había dejado las llaves de su apartamento mientras que ella se encontraba colaborando con una ONG en Malawi. Se encontraba muy agobiada con todos los acontecimientos,  por si no tenía ya suficientes problemas, ahora se le sumaba una nueva complicación.
 
No tenía nada en contra de Ioseba Rena, por supuesto, pero tampoco había previsto la presencia de un “socio” en este lío. Sólo se lo había contado a Unai. Era su amigo desde el instituto y le había demostrado con creces su lealtad. Además, necesitaba contar con el apoyo técnico necesario para llevar a cabo su plan y, en efecto, si no hubiera sido por los conocimientos de Unai, poco hubiera podido hacer...
 
En estas estaba cuando tuvo que frenar el coche súbitamente. En el cruce la Rua das Fontes do Sar con Rua do Vieiro se encontró a un joven que cargaba algo así como una bolsa de tela negra, haciendo autostop en mitad de la calzada
- ¡Oye! –le gritó- ¿quieres que te atropelle o que?
- ¡No! –repuso- Pero si fueras tan amable de llevarme a casa... mira como está lloviendo y cada vez va a más.
 
Normalmente a Coro, en circunstancias normales, jamás se le habría ocurrido meter en su coche a un autoestopista desconocido, y más en los tiempos que corren; sin embargo aquél joven tenía cara de pánfilo y no parecía peligroso... más bien daba pena, así que decidió invitarle a subir.
- ¿Para donde vas?
- Al barrio San Lázaro. ¿Te viene bien o está muy a desmano?
 
La verdad es que le quedaba de camino, así que no tenía excusa para no llevarle. Apenas serían 10 o 15 minutos de camino los que iba a compartir con él, sin embargo, nada más hacerle la invitación a subir y antes que él entrase siquiera en el coche, ya se empezó a arrepentir. Aquel chico olía fatal, como a una mezcla de ropa chamuscada y sudor. Además traía los pies llenos de barro, como si hubiese estado andando por caminos de tierra toda la tarde.
 
- ¡Eh tú! -exclamó- ¡límpiate los pies antes de entrar, que me lo pondrás todo perdido!
- Ah si –dijo sin darle importancia- llevo pa arriba, pa abajo toda la tarde, y tirando de esto...
- ¿Qué llevas ahí? –preguntó Coro con curiosidad.
- Libros, libracos viejos... Iba a venderlos al peso, pero como son mu majos, al final los he vendido a un antiguario, pero con tan buena suerte he tenido que....
- Ya, ya... no hace falta que me cuentes la historia- le cortó con bastante brusquedad, ya que no le apetecía para nada escuchar su rollo.
- ¿Los quiere ver?.. Hay uno que tiene unos dibujos coloreaos mu llamativos y unas letrazas bien raras, de las que no se ven...
- No puedo mirar, estoy condiciendo –replicó Coro sin más contemplaciones, ignorando que estaba despreciando tener allí, al alcance de su mano, por fin el maldito códice.
 
Nunca podríamos saber qué hubiera pasado si en aquél momento Coro hubiera visto y reconocido –sin duda- aquél códice. Posiblemente se hubiera ahorrado muchos sinsabores; pero en aquél momento lo único que quería era llegar a su destino y que aquél maloliente joven se bajara cuanto antes.
 
- Mira –le dijo- ya estamos llegando... Este es el barrio que me has dicho ¿verdad?
- Si, justo -contestó meneando la cabeza de arriba  abajo y mostrando una sonrisa en su cara desangelada.
- ¡Pues aquí se separan nuestros caminos! –le espetó con sorna.
- Sí, aquí se separan... lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre... ¡que lo separen los caminos! –exclamó Remigio en un alarde de comicidad
- Pues nada chaval, que te vaya bien.
- ¡Muchas gracias! Si nesecitas alguna vez que te recojan papeles en casa y...
 
No pudo terminar la frase, porque una potente voz de mujer, que se escuchó a sus espaldas, lo llamó con cajas destempladas.
- ¡Remigio! ¿Ande anduviste, pendón?... Llevo toa la tarde...
- Madre, ahora le explico, que no se va a creer lo que me ha pasao...
 
Y mientras Coro observaba por el retrovisor la imagen de ese joven que al parecer se llamaba Remigio, y de una señora de voz destemplada, que debía ser su madre y le pedía explicaciones, prosiguió su camino con el coche sin ser consciente que, por esas casualidades del destino, había tenido el códice justo a su lado aquella tarde e incluso se lo hubiera podido comprar a ese descerebrado por unos pocos euros....

Continuará...

miércoles, 21 de abril de 2021

El códice y el robobo (27)

Capítulo 22.- Sin paz en el pazo
 
Marcelino Linaza llegó a la gran verja de entrada del pazo donde residía Don Jenaro. No tuvo necesidad de bajarse y tocar el timbre porque las cámaras de seguridad ya lo habían fichado de inmediato y en cuestión de segundos un fornido guardia de seguridad se le acercó y le preguntó qué deseaba. Marcelino le explicó que había quedado con Don Jenaro para traerle una mercancía. El vigilante volvió a meterse en su guarida y al cabo de unos segundos le abrió la verja. Marcelino condujo por el camino de grava, flanqueado de eucaliptos, hasta que al fin divisó la mansión. Un vigilante, con dos perros nada amistosos, vigilaba los alrededores y junto a las escaleras de entrada le esperaba Adolfo, el secretario de Don Jenaro.
 
Tras aparcar el coche y los pertinentes saludos, Marcelino abrió el maletero y le sorprendió ver el mal estado en que se encontraba la caja, toda ella mojada y arrugada, pero su sorpresa fue aún mayor cuando intentó cogerla y todo su contenido se escurrió por la parte de abajo. No daba crédito a lo que estaba viendo: la caja prácticamente se había desintegrado de lo mojada que estaba y todo el contenido estaba esparcido en completo desorden e impregnado de trozos de cartón mojado, por el maletero. Rápidamente empezó a buscar el paquete envuelto en terciopelo en donde estaban las bolsas de cocaína y los dos manuscritos, pero por más que buscaba no aparecía nada. La desesperación iba haciendo mella en él mientras que la impaciencia hacía mella en Adolfo y la sospecha iba haciendo mella en el vigilante que custodiaba a los dos perros y que se acercó al ver aquellos movimientos sospechosos; algo raro pasaba en ese maletero del coche. Marcelino no hacía mas que quitar y poner los candelabros, marcos de plata, relojes, figuras de bronce de un lado a otro, pero seguía sin encontrarlo. Ya desesperado empezó a sacar del maletero todos los artículos que se fueron agolpando en el suelo ante la atónita mirada del secretario, del vigilante y de los dos perros, los cuales ya empezaban a babear presintiendo un inminente festín de carne humana fresca.
 
Por fin quedó completamente vacío el maletero y con incredulidad y angustia comprobó que el paquete de terciopelo que contenía la mercancía especial había desaparecido.
- No está –balbuceó tembloroso y sudoroso, Marcelino, con todas las manos y hasta la cara pringadas de cartón mojado.
En esto llegó corriendo y acalorada una persona del servicio:
- Don Jenaro se está impacientando –dijo a los allí presentes.
La cara de Adolfo se tornó tensa mientras a Marcelino le entraba un cierto tembleque en las piernas, el mismo que mostraban las piernas de los dos perros que cada vez tiraban con más fuerza de la correa.
- Vamos adentro; esto tendrás que explicárselo tú a Don Jenaro. Ha tenido que cambiar su agenda para poder atenderte –le dijo Adolfo al tiempo que hacía una seña al vigilante de los perros para que se quedase junto a la puerta.
 
Marcelino avanzó titubeante por la mansión, con las manos vacías y las uñas de luto por todo el cartón mojado que, en su desesperación, se le había metido. Al llegar al despacho, Adolfo le hizo una seña para que se quedase quieto, mientras Don Jenaro daba la vuelta a su sillón y miraba con severidad a Marcelino:
- ¿Se puede saber por qué me has hecho esperar tanto? A ver, ¿dónde está esa mercancía tan valiosa que decías? –le conminó Don Jenaro.
- No lo entiendo, la metí en el coche en unas cajas de cartón pero al llegar aquí las cajas se habían desintegrado y había desaparecido todo... –trataba de explicar Marcelino.
- O sea, que se ha producido un fenómeno paranormal y lo que traías en e maletero ha viajado hasta otra dimensión... –sugirió Don Jenaro con sarcasmo macabro.
- No, no es eso, pero es que yo... es que no lo sé, pero ha desaparecido.
Don Jenaro se volvió hacia su secretario Adolfo y le dijo:
- Llévatelo a la sala de reflexión y espero que antes de una hora pueda tener una versión completa y detallada de los hechos.
- ¿A dónde vamos? –preguntó con temor Marcelino.
- Sígame –se limitó a responder Adolfo.
 
Avanzaron por un pasillo y bajaron las escaleras hasta el sótano. Por un momento Marcelino pensó que lo iban a encerrar en una mazmorra, pero respiró de alivio cuando vio que se trataba de un gimnasio.
- Arias, ayúdame con este invitado, que tiene problemas de memoria.
El tal Arias, blanco como la mantequilla de igual nombre por azares del destino o por pasarse la vida encerrado entre las cuatro paredes de un gimnasio, se acercó a ellos. Marcelino vio con preocupación que se trataba de un enorme bloque de músculos, como un armario, que sin embargo se movía y hablaba como una persona.
- Siéntate aquí y relájate para contarnos con todo detalle y desde el principio lo que quiere saber de ti Don Jenaro. ¿No querrás hacerle enfadar, verdad?... –le dijo el musculoso Arias.
 
-oOo-
 
Mientras tanto, Remigio llegó tan contento a su casa, en las afueras de Santiago. Después de guardar en un rincón de su habitación los dos libracos viejos, le dijo a su madre:
- Mama, mira lo que te he traído, unos paquetes de harina.
- Andá qué bien –dijo Ambrosia mientras cogía los paquetitos-, y debe ser de buena calidad porque viene en paquetitos pequeños. Me parece que voy a hacer unas madalenas.

Continuará...