viernes, 9 de abril de 2021

El códice y el robobo (15)

Capítulo 10.- Fuego interno
 
Casi se quedó petrificado (es decir, se quedó petrificado del todo) cuando comprendió su torpeza soltando los tobillos de Remigio y dejándole caer otra vez en el interior del contenedor.
- ¡Remigio! ¿Estás bien? –gritó Casi a través de la ranura por la que había caído.
 
Sin embargo nada se escuchó. “¿Se habrá desnucado?” pensó Casi con preocupación (o sea, completamente preocupado). Tras unos instantes de titubeo pensó que lo mejor era ir a buscar a su hermano, si un Locojo no era capaz de cogerlo, tal vez pudieran cogerlo dos Locojo. Se alejó de allí disimulando, como si allí no hubiera pasado nada y se dirigió a casa de su hermano Tomás.
 
Mientras tanto, Remigio seguía inconsciente dentro del contenedor de papel. Al cabo de unos minutos Ambrosia, que pasaba por allí al ser uno de sus caminos habituales para ir a las oficinas donde limpiaba (“al menos aún me queda ese trabajo”, pensaba ella) quedó sorprendida al ver junto a un contenedor de papel un carro de supermercado que le resultaba familiar: tenía un brillo deslumbrante que parecía como si todo él estuviese iluminado. No podía ser otro que su propio carro de supermercado en el que transportaban el papel y los trastos para vender (“¿qué otro carro estaría tan limpio?”, se dijo Ambrosia convencida de que aquél era “su” carro, y recordaba las muchas horas que había pasado frotando y restregando cada uno de esos barrotes hasta dejarlos completamente relucientes). Pero le extrañó sobremanera no ver por allí a su hijo; si el carro estaba allí, su hijo Remigio no podía andar lejos puesto que aquél era su primer día de trabajo sacando papel de los contenedores para luego irlo a vender.
 
- ¡Remigio! ¡Remigio! –gritó Ambrosia.
- ¿Mama? ¿Eres tú? –se oyó una voz de ultratumba.
- ¿Ande estás que ti oigo y no ti veo?
- Aquí dentro del contenedor de papel, que me he caído.
- ¡Jesús! ¡Jesús! –exclamó Ambrosia, aunque sabía que su hijo se llamaba Remigio y no Jesús- ¡Virgen del amor hermoso! ¡Qué ocurrencia! ¡Venga, sal de ahí que te vas a manchar!
 
Desde luego que la limpieza, el “no mancharse” era siempre la primera prioridad para Ambrosia, aunque en esta ocasión no podía dar crédito a lo que estaba sucediendo, máxime cuando comprendió que su hijo, por muchos esfuerzos que hiciese no podía salir y ella no tenía fuerza suficiente para arrastrarle fuera.
- Mama, tendrás que ir a buscar ayuda, porque antes ha estado aquí un señor, un tal Casio, al que llaman Casi, que ha estado casi a punto de sacarme.
- ¿El Casi? Pero si ese es el hermano del Tomas.
- ¿Qué Tomas?
- ¡Qué ocurrencias tiés! ¡Estoy yo ahora como pa tomar algo! Lo que hay que hacer es sacarte de ahí.
- No madre, que digo que a qué Tomas te refieres?
- Pos a cualo va a ser... al chatarrero, al que ta dao este trabajo...
- ¡Uy! Pues a ver si se va a enfadar, porque al Casi se la han caído aquí dentro unos libros viejos de esos que tienen por allí... pues aquí dentro se le han caído... Espera, que mejor será que te los busque, te los doy y los pones a salvo y luego se los damos, no se vayan a enfadar.
- Bueno, pos dámelos, se los guardo en casa y luego se los das.
 
Como el interior del contenedor estaba en la más absoluta oscuridad y Remigio no veía nada, no se le ocurrió otra cosa que encender una cerilla. Con la llama de la cerilla pudo ver los dos códices, arrinconados en un rincón (seguramente no habían pasado por unas peripecias semejantes en toda su existencia), los cogió y se los dio a través de la rendija a su madre, la cual se alejó diciendo que también se llevaba el carro no fuesen a robarlo como el del Manolo Escobar. Remigio respiró tranquilo sabiendo que su madre o el Casi volverían pronto con ayuda, pero no se dio cuenta que la cerilla que sostenía entre sus dedos continuaba ardiendo, y tanto que llegó hasta sus dedos y la soltó de golpe en cuanto sintió la quemazón. Con los ojos pegados a la ranura trataba de ver si alguna otra persona pasaba por la calle, pero no veía a nadie. Lo que sí veía era algo así como más luz. “¿Me estaré acostumbrado a la oscuridad y será por eso que cada vez veo mejor?”, se dijo; pero no era eso, eran las llamas que habían prendido en los papeles que había por el fondo del contenedor provocando un pequeño incendio. Tan pronto se dio cuenta Remigio comenzó a patear las brasas pero solo consiguió crear más humo y que nuevos trozos de papel cayeran sobre las llamas y aumentasen el fuego. No podía respirar y no le quedaba más remedio que asomar todo lo que podía la boca por la ranura y gritar pidiendo auxilio mientras un calorcito cada vez más intenso le caldeaba las piernas.
 
El humo que salía del contenedor y los gritos, alertaron al conductor de una máquina de riego que estaba limpiando en esos momentos la calle. El conductor se bajó y comprobó horrorizado la escena, un hombre encerrado en un contenedor de papel en llamas. Inmediatamente fue hacia su vehículo y conectó una manguera con la cisterna de su vehículo y empezó a echar agua dentro del contenedor. Las voces y el humo alertaron a los vecinos que comenzaron a bajar de sus casas para contemplar el espectáculo.
 
Al cabo de unos minutos, se habían reunido en torno a aquél contenedor humeante, al que felizmente habían conseguido reducir a papel mojado, más de treinta personas. Tanto alboroto llamó la atención de una pareja de policías que se presentó allí para averiguar qué sucedía. Inmediatamente llamaron a Comisaría para dar parte y que avisaran a los bomberos para sacar a ese hombre de ahí. Quince minutos después llegaron los bomberos y, mientras los dos policías apartaban a los espectadores, se liaron a dar hachazos al contenedor, aunque tuvieron antes la delicadeza de decirle a Remigio que se colocase al otro lado.
 
Cuando por fin, después de cincuenta y tantos hachazos, hicieron un boquete suficiente para que saliese de allí Remigio, le tendieron la mano sacándole de aquel encierro. Toda la gente prorrumpió en vítores y gritos de jolgorio, sin disimular las risas al ver el lamentable aspecto mojado y ennegrecido que presentaba Remigio.
 
Los agentes le dijeron que tenía que ir con ellos a la Comisaría para explicar bien qué era lo que había sucedido y pidieron a la gente que se dispersara. A los pocos minutos, con el escenario de los acontecimientos ya vacío, llegaron Casi y Tomás y quedaron alucinados al contemplar el espectáculo. Se acercaron para ver si había algún cadáver calcinado dentro del contenedor pero lo único que vieron fueron restos de papeles quemados.
- ¡Los libros viejos que me habías dejado! –exclamó Casi.
- ¿Qué se han quemao? ¿Y qué hacían ahí dentro?
- ¡Ay madre! ¡Lo siento, Tomás! –y se puso a rebuscar entre las cenizas mientras le explicaba a su hermano lo sucedido.
 
Buscó y rebuscó sin encontrar nada, puesto que todo el fondo del contenedor era una masa informe de pasta de papel quemada, hasta que en estas alzó con su mano una barra de hierro que estaba oculta entre los restos del desastre, era la pinza para extraer papel que le había dado a Ambrosia para que Remigio hiciese mejor su trabajo. Cuando Tomás vio que su preciado objeto, fruto de la más alta tecnología, estaba hecho un asco, no pudo menos que llevarse las manos a la cabeza y gritar: “¡Noooooo! ¿Qué ha hecho? ¡Lo ha destrozaoooo!”. Pero no, no era para tanto, su adelanto “tesnológico” solo estaba un poco ennegrecido por el papel quemado.

(Continuará...)

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