miércoles, 21 de abril de 2021

El códice y el robobo (27)

Capítulo 22.- Sin paz en el pazo
 
Marcelino Linaza llegó a la gran verja de entrada del pazo donde residía Don Jenaro. No tuvo necesidad de bajarse y tocar el timbre porque las cámaras de seguridad ya lo habían fichado de inmediato y en cuestión de segundos un fornido guardia de seguridad se le acercó y le preguntó qué deseaba. Marcelino le explicó que había quedado con Don Jenaro para traerle una mercancía. El vigilante volvió a meterse en su guarida y al cabo de unos segundos le abrió la verja. Marcelino condujo por el camino de grava, flanqueado de eucaliptos, hasta que al fin divisó la mansión. Un vigilante, con dos perros nada amistosos, vigilaba los alrededores y junto a las escaleras de entrada le esperaba Adolfo, el secretario de Don Jenaro.
 
Tras aparcar el coche y los pertinentes saludos, Marcelino abrió el maletero y le sorprendió ver el mal estado en que se encontraba la caja, toda ella mojada y arrugada, pero su sorpresa fue aún mayor cuando intentó cogerla y todo su contenido se escurrió por la parte de abajo. No daba crédito a lo que estaba viendo: la caja prácticamente se había desintegrado de lo mojada que estaba y todo el contenido estaba esparcido en completo desorden e impregnado de trozos de cartón mojado, por el maletero. Rápidamente empezó a buscar el paquete envuelto en terciopelo en donde estaban las bolsas de cocaína y los dos manuscritos, pero por más que buscaba no aparecía nada. La desesperación iba haciendo mella en él mientras que la impaciencia hacía mella en Adolfo y la sospecha iba haciendo mella en el vigilante que custodiaba a los dos perros y que se acercó al ver aquellos movimientos sospechosos; algo raro pasaba en ese maletero del coche. Marcelino no hacía mas que quitar y poner los candelabros, marcos de plata, relojes, figuras de bronce de un lado a otro, pero seguía sin encontrarlo. Ya desesperado empezó a sacar del maletero todos los artículos que se fueron agolpando en el suelo ante la atónita mirada del secretario, del vigilante y de los dos perros, los cuales ya empezaban a babear presintiendo un inminente festín de carne humana fresca.
 
Por fin quedó completamente vacío el maletero y con incredulidad y angustia comprobó que el paquete de terciopelo que contenía la mercancía especial había desaparecido.
- No está –balbuceó tembloroso y sudoroso, Marcelino, con todas las manos y hasta la cara pringadas de cartón mojado.
En esto llegó corriendo y acalorada una persona del servicio:
- Don Jenaro se está impacientando –dijo a los allí presentes.
La cara de Adolfo se tornó tensa mientras a Marcelino le entraba un cierto tembleque en las piernas, el mismo que mostraban las piernas de los dos perros que cada vez tiraban con más fuerza de la correa.
- Vamos adentro; esto tendrás que explicárselo tú a Don Jenaro. Ha tenido que cambiar su agenda para poder atenderte –le dijo Adolfo al tiempo que hacía una seña al vigilante de los perros para que se quedase junto a la puerta.
 
Marcelino avanzó titubeante por la mansión, con las manos vacías y las uñas de luto por todo el cartón mojado que, en su desesperación, se le había metido. Al llegar al despacho, Adolfo le hizo una seña para que se quedase quieto, mientras Don Jenaro daba la vuelta a su sillón y miraba con severidad a Marcelino:
- ¿Se puede saber por qué me has hecho esperar tanto? A ver, ¿dónde está esa mercancía tan valiosa que decías? –le conminó Don Jenaro.
- No lo entiendo, la metí en el coche en unas cajas de cartón pero al llegar aquí las cajas se habían desintegrado y había desaparecido todo... –trataba de explicar Marcelino.
- O sea, que se ha producido un fenómeno paranormal y lo que traías en e maletero ha viajado hasta otra dimensión... –sugirió Don Jenaro con sarcasmo macabro.
- No, no es eso, pero es que yo... es que no lo sé, pero ha desaparecido.
Don Jenaro se volvió hacia su secretario Adolfo y le dijo:
- Llévatelo a la sala de reflexión y espero que antes de una hora pueda tener una versión completa y detallada de los hechos.
- ¿A dónde vamos? –preguntó con temor Marcelino.
- Sígame –se limitó a responder Adolfo.
 
Avanzaron por un pasillo y bajaron las escaleras hasta el sótano. Por un momento Marcelino pensó que lo iban a encerrar en una mazmorra, pero respiró de alivio cuando vio que se trataba de un gimnasio.
- Arias, ayúdame con este invitado, que tiene problemas de memoria.
El tal Arias, blanco como la mantequilla de igual nombre por azares del destino o por pasarse la vida encerrado entre las cuatro paredes de un gimnasio, se acercó a ellos. Marcelino vio con preocupación que se trataba de un enorme bloque de músculos, como un armario, que sin embargo se movía y hablaba como una persona.
- Siéntate aquí y relájate para contarnos con todo detalle y desde el principio lo que quiere saber de ti Don Jenaro. ¿No querrás hacerle enfadar, verdad?... –le dijo el musculoso Arias.
 
-oOo-
 
Mientras tanto, Remigio llegó tan contento a su casa, en las afueras de Santiago. Después de guardar en un rincón de su habitación los dos libracos viejos, le dijo a su madre:
- Mama, mira lo que te he traído, unos paquetes de harina.
- Andá qué bien –dijo Ambrosia mientras cogía los paquetitos-, y debe ser de buena calidad porque viene en paquetitos pequeños. Me parece que voy a hacer unas madalenas.

Continuará...

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