jueves, 22 de abril de 2021

El códice y el robobo (28)

Capítulo 23.- Caprichos del destino
 
Eran más de las siete cuando Coro se puso al volante. Iría a pernoctar a casa de su amiga Chus, cerca de Santiago, que le había dejado las llaves de su apartamento mientras que ella se encontraba colaborando con una ONG en Malawi. Se encontraba muy agobiada con todos los acontecimientos,  por si no tenía ya suficientes problemas, ahora se le sumaba una nueva complicación.
 
No tenía nada en contra de Ioseba Rena, por supuesto, pero tampoco había previsto la presencia de un “socio” en este lío. Sólo se lo había contado a Unai. Era su amigo desde el instituto y le había demostrado con creces su lealtad. Además, necesitaba contar con el apoyo técnico necesario para llevar a cabo su plan y, en efecto, si no hubiera sido por los conocimientos de Unai, poco hubiera podido hacer...
 
En estas estaba cuando tuvo que frenar el coche súbitamente. En el cruce la Rua das Fontes do Sar con Rua do Vieiro se encontró a un joven que cargaba algo así como una bolsa de tela negra, haciendo autostop en mitad de la calzada
- ¡Oye! –le gritó- ¿quieres que te atropelle o que?
- ¡No! –repuso- Pero si fueras tan amable de llevarme a casa... mira como está lloviendo y cada vez va a más.
 
Normalmente a Coro, en circunstancias normales, jamás se le habría ocurrido meter en su coche a un autoestopista desconocido, y más en los tiempos que corren; sin embargo aquél joven tenía cara de pánfilo y no parecía peligroso... más bien daba pena, así que decidió invitarle a subir.
- ¿Para donde vas?
- Al barrio San Lázaro. ¿Te viene bien o está muy a desmano?
 
La verdad es que le quedaba de camino, así que no tenía excusa para no llevarle. Apenas serían 10 o 15 minutos de camino los que iba a compartir con él, sin embargo, nada más hacerle la invitación a subir y antes que él entrase siquiera en el coche, ya se empezó a arrepentir. Aquel chico olía fatal, como a una mezcla de ropa chamuscada y sudor. Además traía los pies llenos de barro, como si hubiese estado andando por caminos de tierra toda la tarde.
 
- ¡Eh tú! -exclamó- ¡límpiate los pies antes de entrar, que me lo pondrás todo perdido!
- Ah si –dijo sin darle importancia- llevo pa arriba, pa abajo toda la tarde, y tirando de esto...
- ¿Qué llevas ahí? –preguntó Coro con curiosidad.
- Libros, libracos viejos... Iba a venderlos al peso, pero como son mu majos, al final los he vendido a un antiguario, pero con tan buena suerte he tenido que....
- Ya, ya... no hace falta que me cuentes la historia- le cortó con bastante brusquedad, ya que no le apetecía para nada escuchar su rollo.
- ¿Los quiere ver?.. Hay uno que tiene unos dibujos coloreaos mu llamativos y unas letrazas bien raras, de las que no se ven...
- No puedo mirar, estoy condiciendo –replicó Coro sin más contemplaciones, ignorando que estaba despreciando tener allí, al alcance de su mano, por fin el maldito códice.
 
Nunca podríamos saber qué hubiera pasado si en aquél momento Coro hubiera visto y reconocido –sin duda- aquél códice. Posiblemente se hubiera ahorrado muchos sinsabores; pero en aquél momento lo único que quería era llegar a su destino y que aquél maloliente joven se bajara cuanto antes.
 
- Mira –le dijo- ya estamos llegando... Este es el barrio que me has dicho ¿verdad?
- Si, justo -contestó meneando la cabeza de arriba  abajo y mostrando una sonrisa en su cara desangelada.
- ¡Pues aquí se separan nuestros caminos! –le espetó con sorna.
- Sí, aquí se separan... lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre... ¡que lo separen los caminos! –exclamó Remigio en un alarde de comicidad
- Pues nada chaval, que te vaya bien.
- ¡Muchas gracias! Si nesecitas alguna vez que te recojan papeles en casa y...
 
No pudo terminar la frase, porque una potente voz de mujer, que se escuchó a sus espaldas, lo llamó con cajas destempladas.
- ¡Remigio! ¿Ande anduviste, pendón?... Llevo toa la tarde...
- Madre, ahora le explico, que no se va a creer lo que me ha pasao...
 
Y mientras Coro observaba por el retrovisor la imagen de ese joven que al parecer se llamaba Remigio, y de una señora de voz destemplada, que debía ser su madre y le pedía explicaciones, prosiguió su camino con el coche sin ser consciente que, por esas casualidades del destino, había tenido el códice justo a su lado aquella tarde e incluso se lo hubiera podido comprar a ese descerebrado por unos pocos euros....

Continuará...

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