Capítulo
11.- Que será, será....
Ambrosia subió con el carrito por
la Rua de Entrerrios hasta la Rua da Ponte da Asén con más fatiga que ligereza,
porque la humedad se le metía en los huesos y acusaba los efectos del reuma.
Tenía la intención de hablar con un “antigüario” que vivía cerca, porque le
había resultado sospechoso que los hermanos Locojo estuvieran tan interesados
en esos libros tan viejos. Pensó entonces que, la mejor manera de saber si esos
“libracos” tenían valor era preguntándoselo a una persona de conocimiento, como
Marcelino Linaza, propietario de una especie de almoneda en la que se apilaban
muebles, cuadros, alfombras, libros y todo tipo de cachivaches de variado
género y procedencia.
Mientras tanto Coro intentaba
despachar a los guardias civiles que le interrogaban sobre la instalación de
las cámaras sin perder la compostura e intentando que no se notara su
desasosiego.
- Entonces dice que serían las
siete de la tarde cuando Ud. abandonó la sala, ¿cierto?
- Si, aproximadamente era esa
hora, no lo recuerdo con exactitud.
- Y cuando salió ¿notó algo
sospechoso?
- No, no noté nada. Todo me
pareció normal.
- ¿Y vio a alguien que
pudiera estar rondando por las dependencias?
- No vi a nadie, me acompañó a la
puerta uno de los ordenanzas que insistió en las medidas de seguridad que se
habían tomado desde el robo del códice... curiosa coincidencia...
- ¿Cerraron con llave la puerta
al salir?
- ¡Naturalmente! Ya le he dicho
que han extremado las medidas de precaución.
- Ya, pero eso no ha valido de
mucho -señaló el cabo mientras tomaba nota de su declaración.
Siguieron interesándose en
conocer una serie de cuestiones técnicas respecto de la instalación de las
cámaras, pero desistieron rápido pues aquellas preguntas no les llevaban a
ningún lado. Según le dijeron, la cuestión se centraba en averiguar qué persona
o personas se ocuparon de sabotear las cámaras con un sencillo pero efectivo
método, ya que estas sin duda, procedieron de tal forma para poder llevarse el
códice.
“Eso ya lo se yo, pringaos, que
lo que sigue a continuación es intentar conocer quién se dedicó a fastidiar mi
trabajo. Y a eso me voy a dedicar en cuanto tengáis la amabilidad de piraos de
aquí”, pensó Coro para sus adentros.
Como si sus deseos se
materializaran por arte de magia, la pareja de Guardias civiles dio por
terminado el interrogatorio, no sin antes avisarle de la necesidad de que
estuviera disponible por si debían hablar de nuevo con ella,
Coro vio el cielo abierto cuando
se marcharon y corrió a sentarse delante del ordenador. Mientras visualizaba
las grabaciones, sumidas todas ellas en una gran neblina, no dejaba de
maravillarse de la precisión con que el ladrón, dotado sin duda de gran profesionalidad,
había llevado a cabo su cometido. “Debe ser sin duda un primer espada”, se
decía mientras pausaba la grabación en aquellas secuencias en las que se
captaba algo con mediana nitidez.
Fuera de toda sospecha quedaba la
humilde Ambrosia, que, debido a un exceso de celo profesional, había acabado
con el sofisticado sistema de seguridad de la sala del códice y tenía en vilo a
toda la policía de Santiago de Compostela. Porque si mal estaba que lo robasen
en una ocasión, que lo robasen dos veces ya sonaba a chufla, y el solucionar el
caso de una manera rápida y expeditiva, se había convertido en una cuestión de
amor propio.
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