Capítulo
15.- De la mina al museo
Ioseba
Rena era vasco de nacimiento y gallego de adopción. Con 4 años se había
trasladado con toda su familia a Viveiro, así que de vasco solo le quedaba el
nombre y la costumbre de llevar txapela los días lluviosos. Cuando era joven
había estado trabajando en las minas de Ponferrada hasta que un accidente le
dejó inutilizada la mano izquierda y tuvo que buscarse otra ocupación. Fue
entonces cuando empezó a hacer chapucillas a sus vecinos y, como una cosa lleva
a la otra, finalmente corrió la voz sobre sus habilidades y terminó trabajando
para la Xunta de Galicia, primero como autónomo y después como personal de
servicio. Su último destino había sido el museo catedralicio de Santiago de
Compostela, donde tan pronto se encargaba de cambiar un fusible que se había
fundido como de un problema en los aires acondicionados o de un grifo que
perdía agua. Era un auténtico manitas, aunque una manita no le funcionase bien
del todo.
Ioseba,
por esos avatares del destino, permanecía soltero y sin compromiso, y sin
embargo, no le hubiera importado en absoluto comprometerse con Ambrosia. Él la
miraba cuando llevaba a cabo la limpieza de todas las salas, tan dispuesta y
hacendosa, y se le caía la baba. Escuchaba sus coplas estridentes como si de un
aria de la Tebaldi se tratara, y se embelesaba cuando ella tenía a bien
contarle los pesares que sufría con su Remigio. Para congraciarse con ella,
Ioseba le llevaba papeles y periódicos viejos que recogía de uno y otro lado, y
así al menos, tenía un motivo para acercarse a ella y entablar conversación.
Poco se
imaginaba él, que su adorada fámula estaba siendo objeto de una investigación
policial y otra particular. Y es que, al tiempo que Coro visionaba las imágenes
de las diferentes cámaras de seguridad, los agentes de la Benemérita habían
hecho otro tanto, y, como no podía ser de otro modo, habían llegado a
conclusiones similares a las de Coro sobre el autor o autores del hurto. Sin
duda alguna, se trataba de una mujer de terrible voz, que utilizaba unas técnicas
poco profesionales pero expeditivas para inutilizar los servicios de
vigilancia. Sin embargo, se les había pasado por alto el detalle del chirrido
que había registrado el audio. Ese “ñiqui, ñiqui, ñiqui” que tanto había
escamado a Coro. Tal vez se debía a que, durante el visionado, habían estado
discutiendo sobre los resultados de los partidos del domingo y metiéndose los
de un equipo con los del otro, porque eran unos “mataos” y no sabían jugar al
fútbol. Los del Real Madrid acusaban a los del Depor de principiantes, los del
Celta los acusaban a ellos de soberbios porque no sabían perder y los del Depor
se metían con los dos, unos por chulos y los otros por “pringaos”. En el fragor
de la discusión, la atención a las cintas pasó a un segundo plano.
Ioseba
terminaba su jornada laboral sobre las 8 de la tarde, porque aunque el museo
cerraba a las 7, entre que revisaba y terminaba de recoger sus cachivaches,
pasaban otros 40 minutos. Cuando iba a salir, se encontró a la pareja de
Civiles en el mostrador de recepción, y le dijeron que, aunque contaban con las
declaraciones de cada uno de ellos que habían sido tomadas “in situ” el día de
autos por la policía local, necesitaban conocer algunos datos más, así que
deberían quedarse aún un rato para responder a algunas preguntas.
Coro
aparcó su coche dos calles más abajo del museo catedralicio y se dirigía allí
para hablar con Ioseba Rena, ese técnico de mantenimiento que tan amablemente
le había ayudado el día que fue a instalar las cámaras. Llegando a su destino,
pudo observar el coche de la Guardia Civil aparcado justo delante de la puerta
del museo. Pensó que no era el mejor momento para acudir al lugar y se dio
media vuelta por donde había venido. Lo último que le interesaba a ella era que
los agentes le hicieran preguntas sobre lo que buscaba allí o a quién quería
ver. Lo dejaría para otro momento, sin prisa, pero sin pausa.
Continuará...
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