miércoles, 14 de abril de 2021

El códice y el robobo (20)

Capítulo 15.- De la mina al museo
 
Ioseba Rena era vasco de nacimiento y gallego de adopción. Con 4 años se había trasladado con toda su familia a Viveiro, así que de vasco solo le quedaba el nombre y la costumbre de llevar txapela los días lluviosos. Cuando era joven había estado trabajando en las minas de Ponferrada hasta que un accidente le dejó inutilizada la mano izquierda y tuvo que buscarse otra ocupación. Fue entonces cuando empezó a hacer chapucillas a sus vecinos y, como una cosa lleva a la otra, finalmente corrió la voz sobre sus habilidades y terminó trabajando para la Xunta de Galicia, primero como autónomo y después como personal de servicio. Su último destino había sido el museo catedralicio de Santiago de Compostela, donde tan pronto se encargaba de cambiar un fusible que se había fundido como de un problema en los aires acondicionados o de un grifo que perdía agua. Era un auténtico manitas, aunque una manita no le funcionase bien del todo.
 
Ioseba, por esos avatares del destino, permanecía soltero y sin compromiso, y sin embargo, no le hubiera importado en absoluto comprometerse con Ambrosia. Él la miraba cuando llevaba a cabo la limpieza de todas las salas, tan dispuesta y hacendosa, y se le caía la baba. Escuchaba sus coplas estridentes como si de un aria de la Tebaldi se tratara, y se embelesaba cuando ella tenía a bien contarle los pesares que sufría con su Remigio. Para congraciarse con ella, Ioseba le llevaba papeles y periódicos viejos que recogía de uno y otro lado, y así al menos, tenía un motivo para acercarse a ella y entablar conversación.
 
Poco se imaginaba él, que su adorada fámula estaba siendo objeto de una investigación policial y otra particular. Y es que, al tiempo que Coro visionaba las imágenes de las diferentes cámaras de seguridad, los agentes de la Benemérita habían hecho otro tanto, y, como no podía ser de otro modo, habían llegado a conclusiones similares a las de Coro sobre el autor o autores del hurto. Sin duda alguna, se trataba de una mujer de terrible voz, que utilizaba unas técnicas poco profesionales pero expeditivas para inutilizar los servicios de vigilancia. Sin embargo, se les había pasado por alto el detalle del chirrido que había registrado el audio. Ese “ñiqui, ñiqui, ñiqui” que tanto había escamado a Coro. Tal vez se debía a que, durante el visionado, habían estado discutiendo sobre los resultados de los partidos del domingo y metiéndose los de un equipo con los del otro, porque eran unos “mataos” y no sabían jugar al fútbol. Los del Real Madrid acusaban a los del Depor de principiantes, los del Celta los acusaban a ellos de soberbios porque no sabían perder y los del Depor se metían con los dos, unos por chulos y los otros por “pringaos”. En el fragor de la discusión, la atención a las cintas pasó a un segundo plano.
 
Ioseba terminaba su jornada laboral sobre las 8 de la tarde, porque aunque el museo cerraba a las 7, entre que revisaba y terminaba de recoger sus cachivaches, pasaban otros 40 minutos. Cuando iba a salir, se encontró a la pareja de Civiles en el mostrador de recepción, y le dijeron que, aunque contaban con las declaraciones de cada uno de ellos que habían sido tomadas “in situ” el día de autos por la policía local, necesitaban conocer algunos datos más, así que deberían quedarse aún un rato para responder a algunas preguntas.
 
Coro aparcó su coche dos calles más abajo del museo catedralicio y se dirigía allí para hablar con Ioseba Rena, ese técnico de mantenimiento que tan amablemente le había ayudado el día que fue a instalar las cámaras. Llegando a su destino, pudo observar el coche de la Guardia Civil aparcado justo delante de la puerta del museo. Pensó que no era el mejor momento para acudir al lugar y se dio media vuelta por donde había venido. Lo último que le interesaba a ella era que los agentes le hicieran preguntas sobre lo que buscaba allí o a quién quería ver. Lo dejaría para otro momento, sin prisa, pero sin pausa.

Continuará...

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