martes, 13 de abril de 2021

El códice y el robobo (19)

Capítulo 14.- Una caja con sorpresa
 
Ya eran altas horas de la madrugada cuando Ambrosia salió de la comisaría junto a su hijo Remigio, al que apenas si se le distinguían los ojos porque todo lo demás estaba negro. Incluso el intento de lavarse un poco en la comisaría había sido infructuoso porque lo único que consiguió fue llenarse toda la cara de churretones negros, así que decidió dejarlo y ya sería su madre la que le preparase un buen baño con jabón y estropajo como los que le gustaban a ella. “¡Donde esté un buen estropajo...!”, decía ella, mientras Remigio rezaba para sus adentros para que ese estropajo no fuese de la marca “Nanas”, que la última vez que se le ocurrió a su madre utilizarlo acabó él en la sala de urgencias del hospital.
 
Las horas de tomas de declaraciones en la comisaría acabaron esclareciendo los hechos y dando lugar a nuevas diligencias, las que le abrirían a Tomás por incitar al robo de papel en los contendedores del Ayuntamiento y, en el caso del pobre Remigio, en una multa. En cambio, el incendio del contenedor se consideró fortuito por lo que el coste de su reposición así como el servicio extra que tuvieron que realizar policías y bomberos saldría del bolsillo del contribuyente... como siempre.
 
El caso es que ya estaba amaneciendo cuando Remigio se pudo presentar, por fin, ante su madre, limpio y reluciente. Cuando obtuvo su aprobación, esta le dijo:
- Pos ahora, como nos pongan esa multa ca dicho el policía, vamos a tener que trabajar más y tú también, asín que mañana mismo, usea, hoy porque ya casi ha amanecío, te vas a ir a ver al Marcelino con esos libros viejos pa ver si te da algo, y de paso mira en los cubos de basura, según vas payá y antes que pasen los basureros, por si encuentras algún cachivache que pueas venderle.
Remigio asintió y no tuvo fuerzas para replicar a su madre. Al menos ese día tendría que trabajar.
- Sí, mama –le respondió-, me tomo un café, y me voy a la calle a buscar trastos. Luego a las 10 vengo a casa y me llevo lo que haya encontrado y esos libros viejos.
 
Se tomó un café y mojó en él unos trozos de pan del día anterior, se abrigó y salió a la calle. Durante veinte minutos estuvo curioseando por cubos y contenedores sin encontrar más que unas varillas de hierro que echó al carro. “Parece que hoy lo único que se encuentra es chatarra”, se dijo. Continuó por la calle y se fijó en una gran rejilla de hierro que tapaba el sumidero de una alcantarilla. “Hummm, eso es hierro”, se dijo. Se acercó a mirarla y comprobó que –a diferencia de otras- esta no llevaba ninguna marca del Ayuntamiento, ni ningún logotipo ni número de serie. La tentó y comprobó que estaba un poco suelta. “Pues esta va ir pal saco”, se dijo. Cogió una de las varillas que había echado al carrito del supermercado, la más fuerte de todas, y comenzó a hacer palanca. Poco a poco se fue agrietando el asfalto que aprisionaba la rejilla hasta que por fin... ¡zas!... saltó la rejilla. La cogió y comprobó todo lo que pesaba. Casi no podía con ella, pero haciendo un esfuerzo consiguió echarla dentro del carrito. Una vez conseguido siguió bajando por la calle sin darse cuenta del enorme agujero que había dejado en la calle junto al bordillo de la acera. Dobló la primera esquina que daba a uno de sus lugares preferidos, un pequeño parque, con un bonito banco de madera y esmerada vegetación. Metió el carrito entre los arbustos, para que nadie se lo quitara y se sentó en el banco para descansar un poco y quién sabe si echarse una cabezada, porque la noche había sido larga.
 
Ya comenzaban a pesarle los párpados cuando escuchó un golpe fuerte y seco que venía de lejos... después escuchó el abrir y cerrar de golpe unas puertas de un coche y toda una serie de insultos y blasfemias. Se levantó y dobló la esquina para ver de qué se trataba.
 
Y lo que vio fue un coche grande y negro al que se le había metido una rueda dentro del agujero del desagüe al que él le había quitado la rejilla. Como comprobó que esa rejilla estaba bien oculta en el fondo del carro y este escondido entre los arbustos, se acercó a curiosear. Al llegar a su altura se quedó mirando, algo para lo que tenía una gran práctica, en realidad era un auténtico profesional del mirar a otros, sobre todo si los otros estaban trabajando.
- ¡Eh, tú, no te quedes ahí, hombre, échanos una mano! –le gritó uno de los dos hombres que maldecían y no sabían cómo sacar el coche del atolladero.
Remigio se acercó y entre los tres empezaron a levantar el coche, pero con eso no conseguían moverlo del sitio, sólo levantarlo. Así que uno de los hombres se metió en el coche para arrancarlo mientras Remigio y el otro hombre levantaban la rueda incrustada en el agujero. Pero no tenían fuerza suficiente.
- Vamos a cambiar –dijo el hombre que estaba dentro del coche-. Ya tienes el coche arrancado –le dijo a Remigio-, así que sólo tienes que pisar el embrague, pisar el acelerador, y luego ir soltando poco a poco el embrague, cuando nosotros te digamos. ¿Vale?
Remigio asintió, con cara de suficiencia, aunque en realidad el único coche que sabía conducir era su carrito del supermercado; pero él siempre se veía capaz de todo, por mucho que la realidad se mostrase tozuda demostrando que no era capaz de nada. El caso es que cambiaron de sitio y cuando los dos hombres tuvieron en vilo la rueda atascada del coche le dieron el aviso:
- ¡Ahora! ¡Arranca!
Remigio soltó de golpe el pedal del embrague y pisó a fondo el pedal del acelerador. El coche salió como una exhalación calle abajo mientras los dos hombres caídos de culo no daban crédito a lo que estaba pasando.
- ¿Y ahora qué hago? –se dijo Remigio, viéndose a los mandos de un coche a toda velocidad, que no sabía conducir.
 
Pero Remigio estaba solo en el coche y nadie le contestaba, así que tomó la decisión que consideró más prudente: “No toco nada. Yo no he sido. Ya estaba así cuando llegué”, se dijo. Y soltó todos los pedales, y soltó el volante, y el coche comenzó a ir por cualquier sitio, dando botes, metiéndose por un descampado, hasta que finalmente cogió un terraplén de subida y se quedó parado a escasos centímetros de un grueso árbol. Cuando comprobó que el coche se había detenido, respiró aliviado y se dijo a sí mismo que era un gran conductor, que había sabido parar el coche sin ayuda de nadie. Sin embrago, del traqueteo se había abierto el portón trasero y Remigio se encontró en el suelo una caja muy extraña, con dos laterales con rejillas y unos cierres extraños, que presumiblemente se había caído del coche... aunque tampoco podía afirmarlo, así que... ante la duda se dijo que "esta para mí" y la escondió detrás de unas piedras antes de que llegasen y le viesen esos dos hombre que, efectivamente llegaron unos instantes después, todo sudorosos, gritando “¿qué has hecho, animal? ¿a dónde ibas?...” y otras cosas que por decoro nos callamos.
 
Remigio, ya recuperado del susto, les dijo que el coche estaba bien, que no había sufrido ningún desperfecto, aunque estaba en medio de un terraplén, todo polvoriento. Como los hombres no tenían gana de armar jaleo, y mucho menos de dar explicaciones a la policía, lo dejaron estar y, refunfuñando, se metieron en el coche y se alejaron.
 
Cuando Remigio los vio perderse lejos, fue a buscar su caja y se puso a investigar hasta que dio con la forma de abrirla y cuál sería su sorpresa al comprobar que era un tocadiscos de los años cincuenta. “Por esto me pueden dar una buena pasta”, sonrió Remigio para sus adentros, y lo llevó junto a sus otros trofeos en el carrito del supermercado.

Continuará...

No hay comentarios: