sábado, 10 de abril de 2021

El códice y el robobo (17)

Capítulo 12.- Un pedazo de carbón (con perdón)
 
Marcelino Linaza no paraba de mirar de reojo por la ventana de su almoneda, por la que apenas se podía caminar de tantos cachivaches como tenía, pero ese era su negocio –al menos es lo que ponía en el rótulo de la entrada- y como anticuario que era, compraba y vendía de todo, bueno de todo lo que fuera viejo.
 
Marcelino era muy querido por todos los vecinos ya que, a diferencia de cualquier otro comprador de trastos y cosas viejas, él siempre pagaba muy bien, más que nadie. Prueba de ello era el gran número de clientes que tenía, aunque, curiosamente, todos iban allí por el mismo motivo: vender. Muy raro era que alguien le comprase algo, y sin embargo el negocio parecía irle muy bien.
 
Apenas si prestaba atención a su último "cliente", Leandro Rodeo, el cual no paraba de hablar del excelente estado en que se encontraba el tocadiscos de los años 50 que intentaba venderle. Por toda respuesta, Marcelino asentía con la cabeza y decía “sí, sí”.
- ¿Y entonces cuánto me da? –le preguntó Leandro.
- ¿Qué te doy de qué? –se sobresaltó Marcelino.
- Por este tocadiscos que está todavía en muy buen uso.
- ¡Ah! ¿Te parece bien 300 euros? –le dijo sin mucha convicción Marcelino.
A Leandro le dio un pálpito el corazón que casi se le sale del pecho, porque no pensaba que le hubiera podido dar más de 20 ó 30 euros por ese tocadiscos que no servía ni de adorno porque era bastante feo, todo hay que decirlo. Por eso, al oír la desorbitada cifra, y una vez que sus ojos volvieron a sus órbitas, tragó saliva y dijo:
- Bueno... Está bien...
- Vale, pues toma y ve con Dios, que ya tengo que cerrar porque estoy esperando a un socio.
Marcelino le dio los 300 euros y le empujó hacia la puerta, en la que puso el cartel de “cerrado”.
 
Se quedó allí solo, pegado a la ventana, esperando... hasta que al cabo de diez minutos apareció un coche que hizo unos destellos con los faros antes de aparcar en la acera. Marcelino abrió rápidamente y dio paso a dos fornidos hombres que transportaban un gran arcón de madera tallada y que debía pesar mucho por la cara de esfuerzo que ponían los dos individuos a pesar de su exuberante musculatura.
 
Una vez dentro abrieron el arcón y este apareció repleto de tabaco americano. Marcelino abrió su caja fuerte y le dio unos fajos de dinero a uno de esos hombres.
- Y ahora –les dijo Marcelino- hacerme como siempre un poco de hueco, y llevaros todos los trastos que podáis. Ya sabéis que hay que mantener las apariencias y tengo que dar salida a todas las cosas inútiles que compro.
 
Los dos individuos empezaron a coger trastos y a cargarlos en el coche. Fueron metiendo allí cuadros, jarrones, marcos, platos, planchas, lámparas, paragüeros, juegos de ajedrez, candelabros, mesitas...
- Bueno, creo que ya no nos cabe nada más... bueno, ¿nos llevamos también este tocadiscos? –le consultó uno de los fornidos individuos.
- Sí, por supuesto, y ya sabéis que tenéis que tirarlos todos lejos de aquí, como siempre.
 
Por fin los vio marcharse y respiró aliviado al haberse desecho de tanto trasto inútil como tenía, porque aquello sólo era una tapadera, su verdadero negocio era el contrabando de tabaco.
 
Abastecido de nuevo con aquél cargamento, respiró tranquilo, cerró la tienda y se fue a su casa. Ni siquiera se dio cuenta que la Ambrosia llegaba a su tienda cuando él apenas había doblado la esquina, pero ni él la vio a ella ni viceversa. Así que la Ambrosia, al comprobar que ya estaba cerrada la tienda del “antiguario” se dio media vuelta y se fue para su casa.
 
Al llegar, dejó el carrito en su sitio de siempre, junto a la puerta de entrada, y guardó los dos libros viejos en un rincón del salón. Pero como seguía preocupada por su hijo Remigio, se dispuso a ir de nuevo hacia el contenedor de papel donde se había quedado encerrado.
 
En aquél momento llegó Humberto Recio, agente de policía, que se dirigió así a la primera vecina que vio:
- ¿Ambrosia Cantalejo?
- Afortunadamente, agente; gracias a Dios que canta cuando está lejos, porque no se puede hacer usted la idea de lo mal que canta la Ambrosia, que si llueve tanto aquí en Santiago, seguro que es por su culpa.
 
Tras recuperarse de tan insospechada respuesta y poner en orden sus neuronas para comprender de qué coño le estaba hablando esa señora, le contestó:
- ¿Que si es usted o si sabe dónde vive Ambrosia Cantalejo?
- ¡Ah, hombre, pues eso! ¡Que sí, que vive ahí al lado, pero que también es verdad lo que le he dicho, que la oigo cantar de lejos, y menos mal porque si no me tendría que poner tapones en los oídos como si...
El agente Humberto se dio media vuelta y la dejó hablando con las paredes. Se dirigió a la puerta de Ambrosia y cuando iba a llamar con los nudillos se abrió la puerta y casi golpea con su puño la nariz de Ambrosia, que se quedó a escasos centímetros.
- ¿Ambrosia Cantalejo?
- Sí, señó, pa servirle a usté.
- ¿Podría acompañarme a la Comisaría? Tenemos allí un sujeto que dice ser su hijo.
- ¿El Remigio? ¿Ya me lo han sacao del contenedor?
- Eso parece... bueno, en realidad lo que parece es un carbón.
- ¡Eh, sin faltar, que mi Remigio será mu vago pero tié buen corazón!
- Señora, que yo no le he faltado, que he dicho “carbón”, que parece un trozo de carbón de los sucio y negro que ha salido de ese contenedor.
- ¿Que otra vez se ha manchao? ¡Vaya por Dios! ¡Pero cómo tengo que decile que tenga más cudiao y no se me ensucie, questá to el día llenándose de lamparones...! –fue refunfuñando Ambrosia mientras se dirigían a la Comisaría.

Continuará...

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