Capítulo
20.- En to el charco
Marcelino Linaza se dio cuenta
que tenía dos cargamentos muy valiosos, y peligrosos, en sus manos, y no era
cuestión de esperar para darles salida y hacer negocio; aún más, cuanto antes
soltase aquél cargamento, más tranquilo se quedaría. Cerró la tienda sin mirar
la hora; aquello era más importante que atender a cualquier posible cliente,
entre otras cosas porque su chamarilería era una simple tapadera para su
negocio de contrabando de tabaco. Pero esta vez había conseguido un cargamento
de cocaína en los bajos de un antiguo tocadiscos y dos manuscritos que
posiblemente fuesen valiosos. Por un momento pensó que podía tratarse del
manuscrito “robado por segunda vez” como anunció la prensa, razón de más para
darle salida de inmediato.
Con una frialdad calculada
repitió los mismos pasos que había dado en ocasiones similares precedentes.
Preparó varias cajas de cartón en donde colocó con esmero, envueltas en
terciopelo negro, las bolsitas de plástico conteniendo la cocaína. Lo mismo
hizo con los dos manuscritos. Después fue colocando encima algunas piezas
delicadas de porcelana antigua, un reloj barroco de bronce, un par de
candelabros, varias piezas de marfil y una colección de abanicos. Cuando terminó,
cerró y precintó las cajas. Después cogió el teléfono y marcó un número.
- ¿Está
Don Jenaro? –preguntó Marcelino.
- ¿Quién
le llama? –respondió una voz grave, tipo Constantino Romero.
- Soy
Marcelino Linaza y me gustaría llevarle a Don Jenaro unos artículos “muy”
especiales –Marcelino recalcó lo de “muy”.
- Espere
un momento... -Marcelino empezó a tamborilear con los dos sobre la caja
de cartón obteniendo una armoniosa percusión en el más puro estilo jazz. Al
cabo de unos minutos interminables, tantos que tuvo que hacer dos bises con la
canción que había interpretado, volvió la voz grave a responderle- ...Puede
venir ahora mismo. No se demore, porque Don Jenaro tiene esta tarde una
reunión.
Cuando Marcelino dijo “de
acuerdo, ahora mismo salgo para allí”, el ayudante de Don Jenaro ya había
colgado. No obstante, y sin inmutarse, abrió la puerta trasera de su local y
sacó a duras penas (las había cargado demasiado) las dos cajas. Las colocó en
el suelo y entonces se dio cuenta que había dejado aparcado el coche a tres
manzanas de distancia, demasiado para cargar las cajas. En esto vio acercarse a
ese joven que le había vendido los manuscritos.
- Hola, ¿podrías ayudarme a cargar estas cajas hasta el coche? –le preguntó Marcelino.
Como Remigio estaba muy contento,
después de haberse tomado dos cubatas a cuenta del dinero de los “libracos
viejos”, y pensando que eso le reportaría una propina dijo que sí de buen
grado.
- Sí, por supuesto, ¿a dónde hay que llevarlo?
- No
está lejos, sígueme. -Marcelino cogió las dos pesadas cajas de cartón y fue
detrás de él, al tiempo que comenzaba a llover de nuevo-. Acelera, que no se
mojen mucho las cajas -respondió.
Al llegar al coche, y mientras
Marcelino buscaba las llaves para abrirlo, Remigio dejó las cajas en el suelo,
sin darse cuenta que las dejaba justo encima de un gran charco. Marcelino fue
retirando algunos trastos que tenía en el maletero para hacer hueco y colocar
bien las cajas. Como la lluvia se volvía más intensa por momentos, Marcelino se
metió en el coche mientras Remigio se ocupaba de colocar las cajas en el
maletero. Al ir a coger la segunda caja, la base de cartón, completamente
mojada, se desgarró y Remigio solo pudo meter en el maletero una especie de
amasijo de cartón poliédrico en el que se agolpaban diversos objetos. No se dio
cuenta que se quedaba en el suelo un paño de terciopelo negro.
- Ya está –le dijo satisfecho, Remigio, esperando una propina que, en efecto, recibió en forma de billete de cinco euros.
Fue entonces, al alejarse el
coche, cuando Remigio descubrió aquél paquete de terciopelo negro en el suelo.
Lo cogió, sin saber que había salido de una de las cajas mojadas, y se fue a un
soportal para averiguar qué había dentro. Como no había nadie por allí cerca,
nadie pudo ver la cara de sorpresa que puso cuando vio aparecer otra vez los
dos “libracos viejos” que acababa de vender. Después, quitó otro doblez del
paño y descubrió unas bolsitas de plástico con polvo blanco. “Anda, un montón
de paquetes de harina –se dijo- qué contenta se va a poner mi madre”. Hizo un
hatillo con su nuevo cargamento y se fue a su casa, mientras se devanaba los
sesos pensando cómo podían haber llegado allí esos dos “libracos”, que sin duda
se le habían perdido al chamarilero, y por tanto no era cuestión de ir otra vez
a vendérselos. Los guardaría en algún lugar seguro y dentro de unos meses
–cuando ya se le hubiese olvidado- iría otra vez a vendérselos. “Total, por
cuarenta euros que puedo sacarme otra vez vendiendo esto, no es mucho esperar
un par de meses”, se dijo.
- Hola, ¿podrías ayudarme a cargar estas cajas hasta el coche? –le preguntó Marcelino.
- Sí, por supuesto, ¿a dónde hay que llevarlo?
- Ya está –le dijo satisfecho, Remigio, esperando una propina que, en efecto, recibió en forma de billete de cinco euros.
Continuará...
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