viernes, 28 de mayo de 2021

El códice y el robobo (y 64)

Diccionario de personajes (G-U)
 
Gutiérrez.- Agente de policía.
Humberto Regio.- Agente de policía
Ioseba Rena.- Encargado de mantenimiento de la catedral que, a pesar de tener medio inútil una mano, es un manitas y es capaz de arreglarlo todo. Sus asignaturas pendientes son: vengarse del secretario de la catedral, Bartolomé Laza, y conseguir el amor de Ambrosia.
Leandro Rodeo.- Aficionado a vender trastos viejos a Marcelino Linaza, sorprendido de lo bien que paga por cosas inservibles.
Luis Roncero.- Agente novato, especialista en sacar de quicio a todo quisqui.
Manolo.- Temperamental y celoso marido de Mariana, vecina de Ambrosia.
Marcelino Linaza.- Chamarilero con negocio de compra-venta de todo lo viejo como tapadera de su verdadero negocio: contrabando de tabaco. Cualquier oportunidad es buena para hacer negocio.
Mariana.- Vecina de Ambrosia. Experta en cotilleos que, sin querer, tuvo sus más y sus menos con la iglesia.
Mariano.- Monitor de gimnasio entre semana, portero de discoteca los fines de semana, y primo (de Remigio) de manera permanente.
McArron.- Teniente de la policía, de padre escocés y madre compostelana, encargado de la Brigada de Delitos Tecnológicos. No le gustan los macarrones.
Mendía.- Supervisor en la empresa de seguridad donde trabaja Coro.
Ramos.- Teniente de la Jefatura de Policía de Santiago de Compostela.
Remigio Cantalejo.- Hijo de Ambrosia. De profesión vago y metepatas. Conduce con habilidad su carro de supermercado con el que recoge papel y chatarra para sacarse unos eurillos.
Severo.- Adusto agente de la policía a quien encomiendan siempre las misiones más aburridas.
Tomás Locojo.- Chatarrero muy amable y nada curioso: nunca pregunta por la procedencia de lo que le llevan, sea chatarra, papel, libros o lo que sea. Gran estudioso (aunque apenas sabe leer) del “marketin” del reciclaje.
Unai.- Amigo de Coro y experto en informática y sistemas de seguridad. Ni los propios autores de esta novela llegaron nunca a saber cuál era su apellido.
 
FIN (ahora sí ¿O no?) Pues sí.

 

jueves, 27 de mayo de 2021

El códice y el robobo (63)

Diccionario de personajes (A-F)
 
En la siguiente relación, con objeto de refrescar la memoria a los lectores, se ofrece una lista alfabética de los principales personajes que en algún momento dado aparecen en “Xuntanza”. Pueden venir según su nombre o según su apellido.
 
Adolfo.- Secretario de Don Jenaro; el clásico chico para todo que sirve servilmente a su amo.
Ambrosia Cantalejo.- Asistenta que trabaja en el museo catedralicio de Santiago de Compostela y en algunas oficinas de la ciudad, tras su nefasta experiencia en algunas casas particulares. Pobre, pero obsesionada con la limpieza. Allá por donde pasa todo queda como los chorros del oro... bueno, como los chorros.
Anacleta.- Madre de Mariano, el primo. Experta en llevarse pataletas por los disgustos que le da su hijo.
Arias.- Esbirro de Don Jenaro, especialista en hacer recobrar la memoria gracias a sus poderosos músculos.
Bartolomé Laza.- Secretario del museo catedralicio que le hace la vida imposible al encargado de mantenimiento de la catedral, el manitas Ioseba Rena.
Bonales.- Cabo de la Brigada Antivicio.
Casio Locojo.- Conocido como “Casi Locojo” es el hermano listo y con “carrera” (fontanero) del chatarrero Tomás Locojo.
Coro Elizalde.- Joven empeñada en hacer desaparecer de la faz de la Tierra el códice Calixtino, por razones muy... personales; tan personales que no se lo quiere decir a nadie.
Dimas.- Sacerdote de la catedral, encargado de supervisar el trabajo de Ambrosia. Si alguna vez os encontráis con el Padre Dimas no se os ocurra nunca hablarle de magdalenas.
Domínguez.- Sargento de la Brigada Antivicio.
Don Jenaro.- Un mafioso en toda regla, dispuesto a enriquecerse más aún con cualquier negocio, siempre y cuando sea ilegal. Se incluye su nombre en la “D” porque siempre va con el “Don” delante.
Falete.- Hacker informático que tuvo que elegir entre ir a la trena o colaborar con la policía... y eligió esto último.

miércoles, 26 de mayo de 2021

El códice y el robobo (62)

Capítulo 57.- Cada mochuelo a su olivo
 
La noche había sido muy larga y McArron estaba exhausto, pero satisfecho por haber resuelto el caso. A aquella joven le caerían unos cuantos años por destruir... lo que ella creía que era el códice original pero que, sin embargo, era solo una copia. Afortunadamente los de Patrimonio habían obrado con acierto, aunque hubiesen tenido engañada a toda la opinión pública, a los historiadores, a la cúpula eclesiástica... sólo un par de personas conocía que aquello que se exhibía era una copia y no el original. Ahora todo esto debería desvelarse. En apenas unas horas debería informar a sus superiores, primero, y a la prensa, después, de todo lo sucedido. En consecuencia, el secretario del museo catedralicio, el tal Bartolomé Laza, se vería obligado a dimitir por haber ocultado ese “cambiazo” a todas las autoridades y a la opinión pública, y a las otras dos personas que conocían el cambiazo, el deán de la catedral y el obispo de Santiago, seguramente los desterrarían a cualquier monasterio alejado.
 
Mientras ponía en orden los papeles y todo lo que iba a tener que contar, seguía repasando mentalmente lo que sería de cada uno de los que habían estado implicados en esta trama. A Ioseba Rena puede que le cayesen menos de dos años por su colaboración y, al no tener antecedentes penales, no iría a prisión aunque tendría que buscarse otro trabajo. Al tal Unai... (nunca recordaba su apellido) sí que le caerían algo más de dos años por colaboración activa. A la eficaz limpiadora, la tal Ambrosia, quizás se le acabase el chollo del museo catedralicio y tendría que dedicarse de lleno a la limpieza de oficinas en donde los peligros de su “limpieza” resultaran menos dramáticos. Por lo que se refiere a su hijo, Remigio, nadie podría librarle de una buena multa... que seguramente acabaría pagando a base de vaciar más y más contenedores de papel del Ayuntamiento e incluso de vender rejillas de alcantarillado, barandillas de puentes, etc. como chatarra.
 
Fuera de estos, no veía a nadie más implicado, así que cerró la carpeta, se estiró un poco la chaqueta, se peinó rápidamente y se dirigió al despacho de su superior que acababa de llegar en ese instante. Con tantas cosas en la cabeza, no se acordó que un policía seguía buscando libros y libros en medio de una montaña inmensa de papelote en la nave de aquél chatarrero que lo cogía todo. “¿Cómo se llama, que nunca me acuerdo?”, se preguntó. “¡Ah! Sí, era Tomás Locojo”, resolvió.
 
-oOo-
 
- ¿Lo coges tú o lo cojo yo? –le preguntó Marcelino a Roncero.
- Me paece que yo lo cojo antes que tú –respondió Roncero dando otro trago a la botella de whisky que se habían encontrado en la caseta-despacho de Tomás Locojo.
Los dos se echaron a reír, con una melopea impresionante, mientras yacían tumbados sobre la montaña inacabable de libros y papelote.
 
Cuando los dos policías que hacían guardia en el exterior de la nave vieron que se acercaba un coche policial se alegraron al comprobar que ya se acababa su turno, pero en realidad lo que se acababa era la investigación policial de este caso que ya tenía claros culpable: la joven Coro Elizalde, que había contado con la complicidad de Unai... Unai... (no recuerdo el apellido) y, en menor grado de Ioseba Rena. Así se lo hizo saber el agente que llegó conduciendo el vehículo policial para llevarlos a todos de regreso, aunque a Luis Roncero tuvieron que llevarlo a rastras hasta el vehículo, y estaban todos tan deseosos de regresar que ni siquiera repararon en que medio sepultado entre libros viejos y papelote roncaba Marcelino Linaza durmiendo su borrachera.
 
Poco después apareció por allí Tomás Locojo, el cual cogió del brazo a Marcelino y lo agitó para despertarlo.
- ¿Y Luis, el policía? –preguntó Marcelino.
- Ya no hay ningún policía, parece que ya han cogido a los ladrones –respondió Tomás.
 
Sin decir más palabras, Marcelino se levantó despacio, caminó hacia una especie de banco en donde había dejado sus pertenencias. Comprobó que, debajo de su chaqueta aún estaba el libro que había escondido. Lo recogió todo con disimulo y se fue hacia la puerta levantando un brazo a modo de despedida. Una vez estuvo fuera, comprobó que no hubiera nadie cerca, desplegó su chaqueta para mirar otra vez el libro y miró con detenimiento su portada y primeras hojas manuscritas. El corazón empezó a bombear sangre a toda velocidad y su respiración se aceleró. Podía leer perfectamente que aquél manuscrito se titulaba “Comentarios al Apocalipsis” una obra del Beato de Liébana fechada en el año 776 (ver capítulo 2 de este libro para refrescar la memoria); una auténtica joya. Como esas primeras hojas se habían desgajado del libro, pudo leer algo de lo que seguía a continuación, y cuál no sería su asombro cuando leyó “Liber Sancti Iacobi”. “¿Pero qué es esto?”, se dijo. Comenzó a repasar las diferentes hojas del códice y no salía de su asombro: las primeras hojas, las que estaban sueltas, pertenecían a “Comentarios al Apocalipsis”, pero el resto del libro era sin lugar a dudas ¡el auténtico códice Calixtino!
 
 
FIN
¿FIN?
Continuará…

martes, 25 de mayo de 2021

El códice y el robobo (61)

Capítulo 56.- Confesión final
 
Coro, Unai y Ioseba llegaron esposados a la comisaría en donde sólo quedaba ya el personal de noche puesto que toda la ciudad hacía ya muchas horas que dormía. Llevaron a Coro a la sala de interrogatorios y a los dos hombres los encerraron en espera de su turno para ser interrogados. Una vez frente a frente, Macarrón y Coro, este le pidió que contase por qué había destruido ese valioso códice. Coro, con una tranquilidad pasmosa –pues ya había asumido que le caerían varios años de cárcel- empezó a cantar mientras todo lo que decía era grabado en video:
 
- Llevaba tanto tiempo planeándolo que, una vez realizado, me cuesta trabajo creer que al fin lo haya conseguido.
- ¿Destruir el códice? –preguntó McArron, incrédulo.
- Desde los diez años había imaginado todo tipo de argucias y métodos para robar el códice Calixtino de la catedral. No eran fantasías de una niña. Era una idea recurrente que con el tiempo, había llegado a ser algo casi obsesivo. Desde los planes más rocambolescos que le pueden pasar por la cabeza a una adolescente, a actuaciones verdaderamente elaboradas, basadas en numerosas horas de estudio del entorno y del libro.
- Bien, prosigue con todos los detalles... –le animó  a continuar con su declaración.
 
Y Coro continuó de la siguiente forma con su relato:
 
- Es difícil comprender hasta qué punto pueden doler los recuerdos. Tampoco se sabe muy bien por qué unos permanecen vívidos en el cerebro y otros se vuelven confusos, como neblina, hasta desvanecerse por completo. Es además complicado saber porqué una frase se te puede llegar a clavar en el alma. Pero eso ocurre... –se acarició el pelo y prosiguió- ... Desde pequeña estaba acostumbrada a oírlo, pero no sabía lo que significaba. Por eso, lo tomaba con naturalidad y no me importaba. Cuando a mi padre lo llamaban por el mote, o a mi tía, no pensaba que aquello era algo ofensivo... 
 
...Pero fue un día en el recreo, después de la clase de gimnasia cuando uno de los chicos del curso superior, Mario Iruñuela, lo soltó a bocajarro, delante de todo un grupo de chavales del colegio. Toda esa gente, se desternilló de risa, ante mi sorpresa, ante mi ignorancia y mi impotencia. Yo no tenía ni idea, no sabía ni por donde me llegaban sin embargo, todavía tengo consciencia de la oleada de calor que me subió al rostro y de los esfuerzos inútiles que hice para aguantar las lágrimas... 
 
...“A vosotros os llaman los follamulas porque teníais por costumbre tiraros a las mulas, ¡Eso lo sabe todo el pueblo!”.
 “¿Que estas diciendo? Eso te lo inventas, ¿no es cierto?”.
 “¿Como que no? Chavala, pregunta en tu casa, que no te enteras... Se lo decían a tus abuelos, a tus bisabuelos y a los que hubo antes que ellos porque se ve que tenían estos entretenimientos... Oye, que cada uno es libre de tirarse a quien quiera, ¿eh?”...
 “Eres un mentiroso de mierda”.
Las risas de mis compañeros, las burlas y las chanzas no permitían que siguiera hablando. Todos se dirigían a mí al mismo tiempo y todos se burlaban, se regocijaban con mi desconcierto...
 
...No esperé a que acabaran las clases, me marché corriendo, escapando del jaleo, del abucheo general que aún sonaba en el patio. Cuando llegué a mi casa, le pregunté a mi madre, entre sollozos e hipos:
“Ama, dime la verdad... ¿Qué es esto que dicen en la escuela? ¿Nos llaman así por esto?”.
“Pero hija, Coro, eso son tonterías de los pueblos... ¡No te lo tomes así, cariño!”...
Pero no me lo negó. Me contó la que la historia venía desde que se escribió ese maldito códice...
 
...Había muy pocas familias viviendo en Larrasoaña cuando pasó el pontífice camino de Santiago. Apenas unas docenas, y se conocían todos. Cuando, 60 años después de la visita, se trajo el libro a la catedral de Santiago de Compostela y se dieron a conocer las descripciones de los aldeanos de los pueblos, que aparecían en el libro V, parece ser que entre todos, se llegó a un consenso de quienes debían de ser quienes...
 
...¡Estábamos hablando de 1160! No podía creerme que después de tanto tiempo, aquellos apodos infames siguieran vigentes. Y me negaba a aceptar que, por una especie de elucubración generalizada, toda mi familia, desde hacía 9 siglos, tuviera que estar marcada con el mismo estigma. Que mis hijos lo llevarían y que, probablemente, los hijos de mis hijos, también...
 
...Aquello no era justo. Eran cosas de los pueblos, pero no era justo. No sabían si el que “fornicaba con las bestias” era mi tatarabuelo o el de los Amescua, o el de los Mendía, o, por que no, el de los Recaín. Todas estas familias y sus descendientes habían vivido en Larrasoaña toda la vida. ¿Por qué no podían ser ellos? Pues no, el honor le correspondió a mi familia. Mi padre era Matías “el follamulas”, mi abuelo había sido Zacarías, “el follamulas” y su padre, Tomás, “el follamulas”... 
 
...Por eso tenía que acabar con ese libro infame. Yo sabía que con eso no se iba a solucionar nada. Es más, sabía que existía alguna edición facsímil; sabía además, que en el archivo de la Corona de Aragón, en Barcelona, existía una copia de 86 páginas del mismo, de manera que la difusión de la historia no pararía con llevármelo. Pero era como un símbolo, para mi tenía todo el sentido. Ahí empezaba el origen del desprestigio de mi familia, el motivo de la mofa y el escarnio al que habían sido sometidos por el pueblo durante siglos, aceptándolo con paciencia y resignación porque “eran cosas de los pueblos”...

Continuará...

lunes, 24 de mayo de 2021

El códice y el robobo (60)

Capítulo 55.- Macarrones con tomate
 
El coche policial condujo a Ambrosia y Remigio, de nuevo, a las dependencias policiales. Cuando los vieron entrar, muchos policías saludaron con una sonrisa a Remigio que, a pesar de su juventud, se había convertido en un viejo conocido. Les hicieron esperar en una sala y al cabo de un rato apareció el teniente McArron.
 
-Creo que vamos a tener una larga charla –les dijo-.
- Pos usté dirá –le dijo Ambrosia-, pero nosotros no tenemos na que ver con lo del coche ese que ha ardío; si además era de un conocido nuestro...
- Gutiérrez –dijo McArron dirigiéndose a un policía- tráigame un te, que esto va para largo.
Las paredes modulares de las dependencias policiales no fueron suficientes para impedir que se escuchase en tono de guasa:
- Marchando una de macarrones con tomate.
- ¿Qué qué de qué?
- Pues eso, que macarrones toma té.
Ambrosia y Remigio no fueron capaces de entender aquellas sutilezas, así que continuaron con sus caras de no haber roto nunca un plato, ni tampoco comprendieron la cara roja de ira que le mostró el teniente al policía que finalmente le llevó su taza de té.
 
El interrogatorio lo llevó esta vez, personalmente, McArron, y poco a poco fue desenredando la madeja. Estaba claro que Ambrosia había recogido aquél libro viejo del suelo, creyendo que alguien lo había tirado por inservible, y se lo había llevado para vender al peso como hacía con los periódicos y revistas atrasadas que se tiraban en las dependencias del museo catedralicio. También estaba claro que lo habían llevado a vender varias veces, unas como papel, otras como libro viejo, y el caso es que siempre volvía a parecer –como por arte de magia- en las manos del tal Remigio.
 
En definitiva, ellos no tenían más culpa que su ignorancia, pero también era evidente que a su alrededor se había estado moviendo toda una trama de conspiradores que querían hacerse con el citado códice. Así las cosas, había que repasar y analizar a cada uno de los posibles sospechosos y, de manera especial, a todos lo que el día de autos aparecieron en algún momento por aquél lugar.
 
Cuando llegó el momento de hablar de Ioseba Rena, el “manitas” de la catedral, McArron preguntó que si sabían dónde podía estar en esos momentos.
- Pos supongo que estará en su casa durmiendo mu disgustao por lo de su coche –dijo Ambrosia.
McArron consultó los papeles que tenía en una carpeta y llamó de nuevo a Gutiérrez. Este entró tembloroso, después de haberse dado cuenta que McCarron había oído las bromas que hacía a su costa.
- Gutiérrez, que un agente los acompañe a su casa, pero que se quede allí vigilando, y si alguien aparece por allí, que le tome declaración completa. Y tú te vienes conmigo.
 
Acto seguido, McArron y Gutiérrez salieron de la comisaría camino de la casa de Ioseba Rena, aunque no estaban aún muy seguros de lo que podrían encontrar allí.
 
-oOo-
 
Cuando Ioseba se volvió contempló mudo de asombro que sus asaltantes eran Coro y un hombre al que recordaba haberlo visto con Coro por la catedral, quizás aquél día en que se instalaron las cámaras de seguridad.
 
- Ya puedes ir sacando eso que llevas escondido, y con cuidado –le dijo Coro muy seria.
Ioseba vio que aquél tubo que se clavó en su espalda no era el cañón de una pistola, pero era casi peor, era un antirrobo metálico que aquél hombre blandía en lo alto en tono amenazante. Despacio, con temor a que le abriesen la cabeza de un antirrobazo, sacó un paquete de papel de periódico y lo entregó a Coro. Esta se fue junto a la mesa, en donde había más luz. Con cuidado y emoción lo fue desdoblando y allí, ante sus ojos, por fin apareció el códice Calixtino, el auténtico, el que con tanto ahínco había perseguido.
 
- Lo he conseguido para ti –le dijo Ioseba-. Ahora puedes hacer lo que quieras con él con tal que las culpas recaigan sobre Laza; quiero que lo hagan responsable de su desaparición y que lo echen o que dimita... que quede desprestigiado y humillado ante todos, que desparezca de mi vida...
- ¡Qué sabrás tú de humillaciones! –contestó Coro con un extraño brillo en su mirada.
- Bueno, creo que ha llegado el momento de hablar y de que nos digas para qué lo querías –le dijo Unai a Coro-. Yo te he ayudado, como buen amigo, a conseguirlo, y eso a pesar que tú nunca me has dicho para qué lo querías, porque lo que sí me dejaste claro más de una vez es que no ibas a venderlo ni a reclamar dinero por él.
 
Si queréis ver el espectáculo, os aconsejo que os sentéis. Ioseba y Unai, intrigados y sin saber de qué iba todo ese misterio, se sentaron y contemplaron con asombro cómo Coro se arrodillaba sobre las frías baldosas del suelo de aquella habitación, ponía el códice con delicadeza sobre el suelo, delante de ella, después sacaba un frasco que llevaba en el bolso, lo destapaba, echaba su contenido líquido ¡sobre el códice! cogía un encendedor y... ¡le prendía fuego! El códice empezó a arder e instintivamente los dos se levantaron para apagarlo, pero ella se levantó y se interpuso firme ante los dos.
- ¡Quietos! –les gritó- ¡Esto es lo que debía haber hecho hace mucho tiempo!
Los dos no comprendían nada y contemplaban atónitos la escena: el valiosísimo códice Calixtino se iba convirtiendo poco a poco en un montón de cenizas.
 
- ¡Policía! ¡Abran la puerta! –se oyó al tiempo que sonaban unos golpes en la puerta.
Unai cogió otra vez la barra metálica y Ioseba se alejó unos metros buscando algo con que defenderse, pero Coro se llegó hasta la puerta y la abrió tranquilamente.
- ¡Identifíquense! –gritaron Gutiérrez y McArron a los tres individuos que había en la habitación- ¿Quién es Ioseba Rena?
- Soy yo. ¿Qué es lo que quieren?
- Sus nombres –dijo McArron dirigiéndose a Coro y Unai.
- Yo me llamo Unai...
Pero antes que Unai pudiese decirle cuál era su apellido, Gutiérrez y McArron giraron la cabeza hacia una humareda que salía del suelo en un rincón de la habitación.
- ¿Qué diantre es eso? –preguntó McArron.
 
Y resultó que “eso” que aún humeaba, convertido ya en cenizas, “era” el códice Calixtino.

Continuará...

domingo, 23 de mayo de 2021

El códice y el robobo (59)

Capítulo 54.-Explicación interruptus
 
El trabajo en el almacén de chatarra era agotador, parecía como si su dueño, ese tal Locojo, efectivamente lo cogiese todo, porque la montaña de periódicos y libros viejos nunca descendía de volumen por muchos libros y periódicos que Luis Roncero, el policía, y Marcelino Linaza, apartasen de allí. Como la montaña de papelote no se acababa nunca, al hacer un relevo de los policías que custodiaban la entrada a la nave de chatarra, les hicieron llegar un par de bocadillos y coca-colas, lo cual dejaba bien a las claras que ellos dos no iban a tener relevos y que deberían seguir allí, si fuera preciso, toda la noche.
 
Los dos sacaban libros, periódicos y revistas y los iban amontonando en una carretilla que, cuando estaba llena, la llevaban hacia otro contenedor vacío para descargarla. En general no prestaban atención a lo que cogían salvo que se tratase de un libro antiguo, puesto que estaban buscando un valioso códice. Fue así, como al cabo de varias horas de infructuoso trabajo, Marcelino Linaza cogió un viejo libro que le pareció verdaderamente antiguo y pensó que podría sacarse un buen dinero por él, pero no podía entretenerse en examinarlo teniendo a ese policía allí al lado, así que se apartó un poco y lo escondió debajo de su chaqueta que había dejado doblada sobre unos tablones que hacían las veces de banco. Tal como se había propuesto, algún beneficio habría de sacar de todo esto. En cualquier caso, ese hallazgo le hizo presagiar que podían encontrarse en el buen camino y redobló sus esfuerzos.
- ¿Has encontrado algo? –le preguntó Roncero al darse cuenta Marcelino había parado un rato de buscar.
- No, nada. Falsa alarma –respondió Marcelino-. Era un libro viejo, pero cuando lo he observado con más detalle he visto que no tenía valor y lo he tirado al otro montón.
 
Marcelino no supo que allá afuera, Unai había recibido una llamada de Coro y se había marchado del lugar siguiendo otras pistas y sin decirle nada de nada.
 
-oOo-
 
- ¿Te paice bonito? –le gritó Ambrosia a Remigio, con un enfado monumental por haberlos dejado sin cena y cabreada como estaba porque su amado Ioseba se había marchado por culpa de ese desgraciado accidente que había convertido su coche en una fogata de la que aún quedaban rescoldos. Pero Remigio, cabizbajo, se fue a su habitación en silencio para dormir, algo que no pudo hacer porque la sirena de un coche de policía estaba cada vez más cerca, tanto que se escuchó el frenazo justo a la puerta de su casa.
- ¿De quién es este coche? –preguntó un policía a un grupo de curiosos que charlaban animadamente alrededor de la hoguera como si fuera la Noche de San Juan.
- Es de un amigo de la Ambrosia –dijo una.
- ¿Y dónde está esa señora?
- Ahí mismo –le respondió señalando la puerta de la casa, la más limpia y brillante, por cierto, de todas las del barrio.
 
El policía llamó a la puerta de la casa de Ambrosia para preguntarle por el incidente del coche que había explotado y se había quedado convertido en un amasijo de hierros retorcidos y humeantes. Ambrosia le fue contando todo lo sucedidos, según su versión, o sea, que oyó una explosión, vio que era el coche de su amigo Ioseba Rena ardiendo y se fue a salvar su colada para que no se ensuciase. De Rena sólo añadió que se fue andando porque tenía que dar parte al seguro. En esto, Remigio, no pudiendo contener la curiosidad, asomó la cabeza con tal mala fortuna que el policía lo reconoció, ya que lo había interrogado ese mismo día con relación a todos los sucesos ocurridos con la misteriosa mochila y su misterioso contenido.
 
- ¿Otra vez tú? –exclamó el policía-. ¿Qué has hecho esta vez?
A Remigio no se le ocurrió otra cosa que, recordando a Bart Simpson, responder:
- Yo no he sido, ya estaba así cuando llegué, qué buena idea ha tenido señor agente.
- ¿Se puede saber en qué lío te has metido esta vez? –gritó de forma intimidante.
- Yo, yo, no he hecho nada... sólo me he comido los calamares.
- ¿Qué calamares ni qué niño muerto?
- Que no, que no ha muerto naide, señor agente –terció Ambrosia- quel condutor del auto estaba fuera cuando esplotó y to eso.
- A ver, a ver, vamos a ir por partes...
- Sí, pos eso, a dar el parte pal seguro sa ío, segurisma que estoy –dijo Ambrosia.
- ¡Pero de qué coño está hablando! Voy a hacer yo las preguntas y quiero que respondan sólo a lo que les pregunte y solo al que yo me dirija. ¡Entendido!
Ambrosia y Remigio vieron que el horno no estaba para bollos y contuvieron sus impulsos, Ambrosia el de contarlo todo y Remigio el de no contar nada.
 
-oOo-
 
En otro lugar de Santiago, concretamente en la calle Laverde, Ioseba llegaba a su casa con el preciado códice Calixtino junto a su palpitante corazón, escondido bajo su camisa. Una sombra se movía oculta tras la esquina y no lo perdía de vista mientras se acercaba. Cuando Ioseba se metió la mano en el bolsillo para sacar las llaves, la sombra salió de improviso de su anonimato y se plantó ante él, impidiéndole el acceso a la puerta -roja por cierto- de su casa.
- Hola, guapo, a dónde vas con tanta prisa –le dijo con tono insinuante y acento rumano una despampanante rubia con falda tan corta que se le veían las bragas.
- Ahora no es el mejor momento... –comenzó a responder Ioseba- el cual no pudo terminar la frase porque una especie de tubo circular metálico se incrustó en su espalda.
- No hagas nada o te descerrajo un tiro. ¿Entendido? –le dijo una voz a sus espaldas.
Ioseba no movió ni un músculo mientras oía una voz femenina a sus espaldas que se dirigía a la mujer que lo había abordado al llegar al portal de su casa.
- Aquí tienes lo convenido, y gracias por tu colaboración.
La prostituta cogió un billete de 100 euros y se marchó sigilosamente perdiéndose de inmediato entre las sombras. Ioseba, recuperándose un poco de la impresión creyó reconocer la voz femenina que tenía detrás, pero no estaba seguro; un montón de ideas se agolpaban en ese momento en su cabeza.
- ¿Quién eres? ¿Qué es lo que quieres?
- Entra en casa y no hagas ninguna tontería.
Rena abrió la puerta y entraron los tres. Oyó cómo la puerta volvía a cerrarse. Encendió la luz. Se dio la vuelta. Quedó mudo de asombro.

Continuará...

sábado, 22 de mayo de 2021

El códice y el robobo (58)

Capítulo 53.- La puerta roja, la puerta verde
 
Coro tenía muy claro que de allí no se iba a mover, así que aparcó el coche una calle más abajo y siguió vigilando desde una esquina, a unos cientos de metros. El almacén de Locojo estaba controlado, porque allí quedaban Unai, vigilando desde fuera, y Marcelino Linaza revisando las montañas de papel entre las que pudiera estar el códice.
 
El otro punto candente -y ahora más que nunca- era la casa del Remigio. El muchacho que vendía papel al peso y que según parecía llevaba varios días paseando el libro de un sitio a otro, perdiéndolo una y otra vez y, por alguna extraña razón, como si se tratara de una maldición gitana, siempre volvía a sus manos. Si lo que decía Marcelino era cierto, si lo que decía Mariano era cierto y si lo que aseguraba Ioseba era cierto, de alguna manera, aquel chico tenía algo "magnético" con el libro, porque ciertamente, siempre acababan encontrándose el uno al otro.
 
Así las cosas, Coro decidió que el maloliente joven, Mariano, se fuese; pero no sin antes decirle dónde vivía ese primo suyo que parecía el principal responsable de todo este embrollo. Condujo hasta la dirección que le había indicado pero, por precaución, aparcó a una cierta distancia.
 
Llevaba un tiempo vigilando y aburriéndose, puesto que no pasaba nada digno de mención, cuando escuchó una tremenda explosión y unas llamaradas, a las que siguieron un sin fin de gritos, carreras, gente que salía a la calle. Para no verse implicada en más líos, puso el motor en marcha y ya estaba dispuesta a salir de allí cuando creyó reconocer una figura que le resultaba familiar. Se fijó más y sí, era él; era Ioseba Rena, con unos pantalones que le quedaban ostensiblemente cortos y estrechos, y un jersey que parecía del baby mocosete, despidiéndose de una mujer y saliendo del barrio como alma que lleva el diablo, con un sospechoso bulto cuadrado debajo de la chaqueta. Coro no tuvo la menor duda de lo que podía ser aquello que escondía ni de cuál debía ser el lugar a donde Ioseba se dirigiría ahora.
 
Ya estaba dispuesta a seguirlo cuando, de repente, recapacitó. Las veces anteriores la precipitación había arruinado todo, el actuar sin pararse a pensar, el decidir sobre la marcha no había sido la mejor decisión. Esta vez no estaba dispuesta a que se repitiese lo mismo, así que puso el manos libres y llamó a Unai mientras conducía su coche hacia la casa de Ioseba Rena, puesto que estaba convencida que él iría allí, y como ella iba en coche llegaría mucho antes y lo esperaría con tranquilidad.
 
- Dime Coro -respondió al instante.
- Unai, he localizado a una persona que creo que lleva lo que buscamos.
- Coro -rogó Unai-, ten cuidado, no se te ocurra ir tú sola a por él.
- En principio no tendría que temer nada porque es alguien conocido, pero ya no sé de quién fiarme. Es por eso que te llamo, amigo -expliqué-. Por favor reúnete conmigo en la Rua de Laverde Ruiz, no me acuerdo del número, pero es una casa con la puerta pintada en rojo... ¿Lo recordarás?
- Sí, sí, no hay problema.... ¡No hagas nada hasta que llegue!
 
Coro recordó el día que Marcelino y ella estuvieron hablando con Rena en su casa. Entonces pensaba que Rena estaría de su parte, ya que su objetivo –según les dijo- no era el códice sino fastidiar al secretario del museo catedralicio y que se llevase él todas las culpas. Sin embargo los últimos acontecimientos habían demostrado que Rena actuaba por su cuenta...
 
Llegó en muy poco tiempo y aparcó el coche a una distancia prudencial. Sabía de sobra que Ioseba aún tardaría un buen rato en llegar, además, dejar el coche más cerca o circular con él por allí habría sido más que llamativo, algo que Coro quería evitar a toda costa. Se situó en un portal un poco más arriba de su vivienda, oculta por la arboleda de la calle.
 
Esperaba ver aparecer a Unai en cualquier momento para abordar juntos a Rena o idear algún plan para entrar en la casa, pero este se retrasaba; y es que ella era consciente que el agotamiento y el haber pasado tantas horas de agitación habían pasado factura.
 
Lo cierto es que Unai estaba intentando recordar la dirección, pero no estaba seguro de si le había dicho que era una casa con la puerta roja en Laverde Ruiz o una casa con la puerta verde en Laroja Ruiz.....
 
Había intentado utilizar el navegador pero éste había caído al suelo en no se sabe qué momento y parecía estar inservible. En otras circunstancias se hubiera parado a repararlo, porque no había problema electrónico o informático que se le resistiese... Intentó entonces escribir la dirección en el buscador del móvil, pero cuando éste empezó a indicar "nivel de batería 7%, enchufe el cargador", supo que aquello tampoco le iba a ayudar...

Continuará...

viernes, 21 de mayo de 2021

El códice y el robobo (57)

Capítulo 52.- El hombre invisible
 
Cuando Ioseba llegó hasta su coche, el espectáculo era dantesco y el corazón se le encogió al verlo todito él envuelto en llamas. No acertaba a comprender qué había pasado, pero el cristal lateral trasero estaba roto y todo el interior ardía como si le hubieran echado gasolina... “gasolina” se dijo, y comprendió no solo que aquello no había quien lo apagase sino que de un momento a otro el coche podía volar por lo aires. Se alejó rápidamente de allí y gritó a unos curiosos que contemplaban divertidos el espectáculo, para que se alejasen. Apenas unos segundos después, una tremenda explosión levantó el coche del suelo dejándolo caer de nuevo en el mismo sitio, esta vez, envuelto en unas llamaradas mucho mayores... no era de extrañar, esa misma mañana había llenado el depósito de gasolina.
 
Cuando se oyó la explosión, Ambrosia, en un acto instintivo, abrazó su colada tratando de protegerla de la chamusquina que ya podía olerse en todo el barrio y que comenzaba a esparcir el tizne por todos los lugares... “pero no mi ropa recién lavada”, se dijo. Y de inmediato cerró bien las ventanas para que su casa siguiese estando tan limpia como siempre. Tan atareada estaba que no se dio cuenta de Remigio que, sentado a la mesa, estaba dando buena cuenta de la cena de los tres, con tanto apetito que hasta se le había manchado de tinta de calamares la punta de la nariz.
 
Se oyeron unos golpes en la puerta y acudió Ambrosia a abrir. Lo que vio la dejó sin palabras: era Ioseba, con la cara y la ropa llena de tizne y el semblante demudado por la impresión. Tras unos instantes de titubeo, Ambrosia recuperó la normalidad y le dijo:
- Vamos pa dentro que tiés que lavarte bien. (Y es que ella no pensaba en otra cosa, ni siquiera cuando estaba en presencia de su amado).
Ioseba sólo acertaba a decir:
- Mico... mico...
- ¿Qué dices de un mono? –preguntó extrañada Ambrosia.
- Mi coche... ha explotado.
- ¿Era tu coche?
- Sí, y no ha quedado nada.
- ¡Válgame Dios! –exclamó Ambrosia- ¡Si es que esos inventos los carga el diablo! ¡Ven pacá que te lave bien questás hecho un ecce homo!
 
Una vez aseado, Ambrosia lo llevó al cuarto de Remigio para buscarle algo de ropa de su hijo para que se la pusiese, ya que la que llevaba necesitaría una buena sesión de lavadora. Lo dejó unos instantes solo en la habitación de Remigio y este comenzó a vestirse. Al meter una pierna por el pantalón, se le enganchó el pie dentro de la pernera y comenzó a dar saltitos tratando de no perder el equilibrio, pero sus esfuerzos fueron en vano; cayó de culo sobre un montón de ropa, libros, papeles y cajas que el chico había dejado amontonadas en un rincón (era su forma de “ordenar” su habitación). Cuando, por fin, consiguió ponerse los pantalones miró hacia el montón donde había caído y el corazón le dio un vuelco. “¿Qué es eso?”, se dijo mientras se acercaba a un viejo libro que asomaba en la parte baja de dicho montón. Lo cogió y notó que el corazón se le salía del pecho: ¡Era el códice Calixtino...! O al menos eso parecía... y estaba allí tirado entre montañas de papelote sin valor. Lo cogió con cuidado y lo envolvió en un periódico viejo que encontró por allí.
 
- Ya estoy, Ambrosia –contestó, una vez hubo recuperado el resuello después de la impresión que le produjo encontrar el códice, más fuerte aún que la impresión de ver destruido su coche-. Mañana mismo te devolveré la ropa del chico, ahora tengo que irme para dar parte al seguro.
- ¿Y te vas a ir sin cenar...?
Ambrosia no pudo terminar la frase porque según hablaban entraron en el salón y allí estaba Remigio, con la nariz y los morros manchados de tinta de calamar y la fuente en donde lo había preparado Ambrosia para los tres completamente vacía; incluso rebañada con migas de pan según podía deducirse de los churretones que aún se apreciaban.
Por toda respuesta, Remigio soltó un eructo tan grande que hasta vibró el televisor.
 
Antes que Ambrosia pusiese a caldo a su hijo, Ioseba enfiló la puerta:
- Ya te llamaré, Ambrosia, y gracias por todo.
Salió y cerró la puerta tras de sí, mientras Remigio ponía cara de circunstancias ante la mirada asesina de su madre, y trataba de hacerse invisible, cosa que no logró, por supuesto.

Continuará...

 

jueves, 20 de mayo de 2021

El códice y el robobo (56)

Capítulo 51.- La cosa está que arde
 
Tanto ir y venir de Ioseba ya le estaba molestando a Ambrosia porque no sabía que era lo que hacía ese hombre, que cada vez que salía de la habitación para hacer cualquier cosa, él desaparecía y lo encontraba en otra estancia de la casa, revolviendo entre los papeles, levantando colchas o mirando debajo de las camas.
 
- ¿Qué andas buscando? -le inquirió cuando ya no pudo contenerse.
- Nada mujer, que había perdido el mechero y pensé que podía estar por aquí... - respondió de manera muy poco convincente.
- ¡Ah! -replicó ella- ¿Es este el mechero que no encuentras? ¿El que tienes encima de la mesa camilla, junto al paquete de tabaco?
- ¡Vaya! –exclamó, de lo más abochornado, sin saber por dónde salir- ¡Qué despiste el mío!
 
Ambrosia no quedó conforme con la explicación. Ella no tenía estudios, ni era una mujer de muchas luces, pero estaba claro que Ioseba no estaba diciendo la verdad. Antes de que le diera tiempo a montar en cólera, Remigio llegó a la casa. Como se acercaba la hora de la cena, el chico entró dando un portazo y dejando un fardo de papeles y libros apilados en el rincón de la entrada de la vivienda, justo al lado de algo que hacía las veces de perchero y el carro de la compra de su madre.
 
- ¡Ya estoy aquí! ¿Qué hay de cena? –preguntó como hacen todos los hijos al llegar por la noche a casa, mientras fruncía el ceño al ver que aquella noche serían tres a cenar y tocarían, presumiblemente, a menos ración.
- ¡Hola, hijo! –le saludó su madre-Te he preparado calamares en su tinta y arroz blanco, como a ti te gusta, así que vete a lavar las manos.
 
Remigio frunció aún más el ceño pensando que aquél hombre iba a compartir el menú que tanto le gustaba... Y de repente se le ocurrió una idea para no tener que verlo compartiendo mesa y mantel con ellos.
 
El chico tuvo una época en la que se mezclaba con algunos gamberros del barrio que tenían ideas separatistas y que les gustaba montar follón en las manifestaciones. Ellos le habían enseñado a preparar cócteles Molotov. Remigio nunca se atrevió a lanzarlos, porque era un chico pacífico, pero había comprobado su efectividad cuando se estrellaban contra los coches de policía o los escaparates de los comercios.
 
Se metió en su cuarto para ver si encontraba lo que estaba buscando y, debajo de una montaña de papeles, apareció una litrona vacía. Sólo tenía que echarle dentro algo de alcohol o aguarrás... o mejor aún, de “Ambrosíaco”, el elixir secreto de su madre, capaz de quitar cualquier mancha, después ponerle una mecha (por ejemplo, un cordón de una de sus zapatillas, encenderla y lanzarla a la calle con todas sus fuerzas para provocar un altercado y que el molesto inquilino saliese de la casa... al menos el tiempo suficiente para que él pudiese dar buena cuenta de los calamares.
 
Una vez hubo preparado el artefacto, salió sigilosamente hacia el pasillo y, entrando en el baño, abrió el ventanuco que daba a la parte trasera de la casa, un pequeño callejón sin salida. De lo que no se percató fue de un coche negro que estaba allí aparcado y que apenas se veía por la oscuridad puesto que rara vez duraba más de dos días cualquier farola que pusiesen ya que la distracción de los chicos era arrear balonazos a ver quién se cargaba la farola... algo que, por cierto, agradecían las parejas que solían acudir allí por la noche.
 
El caso es que, inconsciente de las consecuencias que pudieran tener sus actos; es decir, inconsciente, encendió la mecha y lanzó el cóctel lo más lejos posible. La litrona, con su mecha encendida se estrelló contra el lateral del coche. Las llamas empezaron a iluminar el exterior.
 
- ¡Fuego, fuego, fuego! -gritó Remigio desa-foradamente, esperando que Ioseba reaccionara y que se marchara a ver qué pasaba.
 
Efectivamente, la reacción no se hizo esperar. Ioseba  se levantó del sofá despavorido, pues había dejado su automóvil aparcado allí mismo, justo detrás de la casa, y salió a la calle que se había llenado de una gran humareda gris y muchos vecinos asustados. Entre el humo, también vio salir un coche, que probablemente había estado cerca del lugar en el que se produjo la explosión, pero en vez de acercarse a ayudar salió huyendo disparado. Allí había dejado, como muestra de su cobardía y falta de solidaridad las marcas de los neumáticos impresas en la calzada.
 
Ioseba corrió hacia su vehículo, que estaba aparcado al final de la manzana, frente a la casa, atravesando la humareda y la confusión que se había creado. Ambrosia le seguía, pero a ella lo que más le preocupaba era que la ropa que había dejado tendida cogiera suciedad y olor a humo, por lo que decidió darse media vuelta para coger un barreño y rescatar la colada.
 
Mientras tanto, Remigio, sentado a la mesa, disfrutaba plácidamente de un gran plato de calamares en su tinta con arroz blanco, ajeno a todo el follón que se había montado fuera de su casa, como si no tuviera nada que ver con todo aquello...

Continuará...

miércoles, 19 de mayo de 2021

El códice y el robobo (55)

Capítulo 50.- En tu casa me colé
 
Los dos coches se dirigieron hacia el almacén de chatarra. Coro conducía el primer coche, en cuyo asiento trasero estaba el maloliente Mariano con las manos y pies atados, y a su lado Marcelino sosteniendo en sus manos el bate la barra antirrobo y unas enormes ganas de “agradecerle” a Mariano el puñetazo que la había dado momentos antes. Detrás de ellos les seguía Unai, a quien apenas habían dado explicaciones; sólo sabía que iban en busca del códice... y eso para él ya era más que suficiente.
 
Al divisar el almacén de chatarra, Coro hizo ademán de aparcar, pero sólo fue eso, un ademán. Se dio cuenta que junto al portalón de acceso a la nave había dos policías, por lo que inmediatamente giró con suavidad el volante y pasó despacio delante de ellos. Cuando se hubo alejado un poco, intercambió miradas con Marcelino y le dijo:
- ¿Y ahora qué hacemos?
- Déjame pensar –respondió Marcelino-. Aparca por allí, en donde no nos vean.
 
Unai aparcó también y se unió al grupo.
- ¿Habéis visto a la pasma? –les dijo Unai.
- Sí, ya la hemos visto, por eso hemos aparcado aquí –respondió Marcelino.
- Hay que despejar la puerta para poder entrar –comentó Unai mientras se rascaba la coronilla, signo inequívoco de que estaba ideando algún plan…
- ¿Y si dentro hay más policías? –añadió Coro.
- Si me ven dentro –explicó Marcelino- puedo decir que soy el experto en antigüedades y que me han pedido que vaya a ayudarles.
- ¿Quién te lo ha pedido? –le interrogó Unai.
- Nadie, hombre, pero les puedo decir que ha sido el deán de la catedral, con el que me une una cierta amistad, lo cual es cierto.
- Entonces, lo primero –recapituló Coro- es despejar la puerta...
- Y para eso necesitamos el paquete –dijo Unai señalando al maniatado Mariano.
 
Una vez explicado el plan, se acercaron Marcelino, Unai y Mariano (este último de mala gana) hasta una de las esquinas, mientras Coro aguardaba con el coche en marcha a la vuelta de la esquina. Unai desató a Mariano y le recordó lo que tenía que hacer:
- ¿Te has enterado bien de lo que tienes que hacer o te lo recuerdo? –le dijo Unai en tono amenazante.
- Sí, sí, ya lo sé –tartamudeó Mariano.
- ¡Pues venga! ¡Ahora!
 
Mariano echó a correr pasando por delante de los dos policías que custodiaban la puerta. Inmediatamente por detrás apareció Unai gritando “¡al ladrón, al ladrón!”. Los policías contemplaron absortos la escena. Al pasar delante de ellos, Unai les gritó “me ha robado, cójanlo, no puedo más!” y se fingió agotado. Los policías salieron corriendo tras él y en ese momento Marcelino entró al almacén. Al doblar la equina, Mariano subió al coche de Coro y esta arrancó. Cuando los dos policías doblaron la esquina no pudieron ver absolutamente a nadie. Siguieron corriendo en varias direcciones pero no había ni rastro del “ladrón” por lo que regresaron exhaustos a su puesto de guardia otra vez y, tras una pequeña conversación con Unai le indicaron que acudiese a la comisaría a poner una denuncia, que ellos no se podían mover de allí.
 
En el interior del almacén, Roncero iba sacando uno a uno los libros, comprobando para su desesperación que ninguno de ellos se parecía al de la foto. Marcelino lo saludó y le contó que le enviaban como experto para ayudarle en la búsqueda. El policía agradeció la ayuda, toda vez que aquella gigantesca montaña de libros no parecía disminuir de tamaño nunca por muchos libros que le quitase.
 
Mientras tanto, en el sitio convenido, se juntaron de nuevo los dos coches, el de Coro (con Mariano en el asiento de atrás) y el de Unai. Y en otro lugar de Santiago, una música romántica inundaba todos los rincones de la casa de Ambrosia que sólo tenía ojos para su Ioseba, mientras que este no paraba de fisgonear todos los rincones tratando de averiguar dónde podría estar escondido el dichoso Códice. Ni siquiera cuando la besaba dejaba de mirar en todas direcciones o de mover los brazos –cuando la abrazaba- para abrir algún cajón, levantar algún periódico o mantel o lo que fuera, con la esperanza de toparse con el códice en el lugar más insospechado.

Continuará...

martes, 18 de mayo de 2021

El códice y el robobo (54)

Capítulo 49.- Todos a una
 
Fue solo durante un instante, pero cuando Coro reconoció la cara de Unai, tras la luna frontal del coche que salía de la bocacalle, se quedé tan petrificada que no pude reaccionar. Estaba clavada al volante, con el pie hundido en el pedal del freno, y mirando incrédulamente a quien tenía frente a ella, su amigo y socio Unai a quien había estado ninguneando esos últimos días en que su ayuda ya no parecía serle útil. Tan absorta estaba, que no vio como Mariano –el chico que tenia el códice y al que habían estado persiguiendo- se hacía el longuis y desaparecía por una de las callejuelas estrechas que se encaminaban al barrio del Santa Marta Abajo.
 
Por suerte para todos, Marcelino, que pese a su edad, había demostrado una excelente forma física, reaccionó a tiempo y salió disparado como un gamo, corriendo en la misma dirección que el chico.
 
- "¡Coro, mujer! –le gritó Linaza- ¿Qué estas haciendo?... ¡Arranca ya que se nos escapa otra vez!
"¡Coro, Coro, Coro!- le gritó Unai desde otro lado- ¡Esto es inaudito! ¡No me lo puedo creer!... ¿Por qué no das señales de vida?
- ¡Unai! –acertó a responder, Coro, que ya había reaccionado al oír ese coro de voces- ¡Sígueme!... ¡Y no preguntes!
 
Pasó de primera a directa de tres décimas de segundo. Volvió a frenar para que Marcelino Linaza subiera de nuevo al coche y emprendió la persecución a toda velocidad. El coche iba dando tumbos por las calles, que cada vez se estrechaban más. La suspensión resultaba deficiente para todos los saltos a los que le obligaba el terreno. A poca distancia, les seguía el Honda Civic de Unai, a quien veía por el retrovisor de reojo sacando la cabeza por la ventana y vociferando frases de las que sólo llegó a entender algo así como un "nos matamos"  o "¿qué está ocurriendo aquí?"...
 
Al doblar una esquina, y debido a que la calzada estaba húmeda por la intensa llovizna que había caído toda la noche, Mariano se escurrió y se vino al suelo, ocasión que Marcelino no desaprovechó para bajar rápidamente del coche que ya le había dado alcance y saltar encima de él, cual felino hambriento.
 
Pero a Mariano, pese a estar debilitado por el intenso interrogatorio y las tensiones de la jornada, aún le quedaban fuerzas para zafarse de su agresor. Las largas sesiones de gimnasio no habían sido en vano y el mozo, con un potente gancho de izquierda, tumbó a Linaza y lo echó a un lado de la calle.
 
Desafortunadamente, aquello no le sirvió de mucho, puesto que Coro también había bajado del coche y esta vez iba decidida a no dejarlo escapar. Tanto era así que según bajaba del coche cogió la barra antirrobo y blandiéndola en alto le amenazó con abrirle el cráneo.
 
- Ni se te ocurra moverte o te arranco la cabeza –le dijo con determinación a Mariano.
- ¿Tú? ¿Tú y cuántos más? –respondió desafiante el chico.
- Uno más -dijo Unai apareciendo por detrás con una barra antirrobo más grande aún.
 
Ahí fue cuando Mariano se vino abajo y se echó a lloriquear de nuevo, maldiciendo su suerte, a su primo Remigio y al día en que se cruzó en su camino.
- ¡Dejadme en paz! -gimió- ¡Yo ya he dicho todo lo que sabía a la policía! ¿Qué coño queréis vosotros ahora?...
- Que nos ayudes a encontrar el códice que pusiste a la venta por ebay" –exclamó Marcelino, ya repuesto del puñetazo recibido, mientras se tocaba, aún dolorido, la mejilla.
- ¡Pero si yo no lo tengo! ¡Me duele la boca de decirlo! ¡Lo debe tener Remigio! Nos chocamos cuando me perseguíais y se me cayó la mochila con los libros, así que ahora los tiene él.
- Llévanos con Remigio... llévanos donde está el códice o tendremos problemas –le dijo Coro con cara de pocos amigos.
 
Debió estar muy convincente porque Unai, a quien veía de reojo, se quedó mirando impresionado por su actuación. En realidad Coro estaba terriblemente desorientada, no tenía ni idea de qué iba a venir a continuación, de qué utilidad les iba a ser ese joven o cómo iban a dar con un libro que llevaba rodando durante varios días por todo Santiago de Compostela. Lo que si tenía claro era que el nexo de unión entre el códice Calixtino y Remigio era innegable. Y ese joven sucio y tembloroso que tenía delante sabía dónde encontrar al tal Remigio.
- Mira –se explicó Mariano en un tono que sonaba sincero- yo con mi primo tengo poco trato. Ni se qué hace con su vida ni me interesa. El libro se lo dejó en el gimnasio una mañana que fue a gorronear para que le invitara a la disco en la que hago de porte por la noche. Según he oído a mi madre, le lleva a vender el papel al peso a Locojo, el chatarrero de la Cava baja. El resto del tiempo gandulea por su casa y poco más te puedo decir.
- Vamos a la Cava baja –cortó Unai resolutivo.
 
Unai no tenía un pelo de tonto y, después de haber escuchado todas esas explicaciones, había llegado a la conclusión que el códice lo habían vendido como papel al peso en el almacén de ese chatarrero. No había tiempo que perder; debían dirigirse allí de inmediato.

Continuará...