Capítulo 36.- Safari de gallinas
Durante la comida, Ioseba no
hacía mas que preguntar a Ambrosia sobre su trabajo en la catedral y trataba de
sonsacarle qué sabía ella de códices y manuscritos, pero ella no sabía ni
lo que significaban esas palabras, sólo hablaba de limpieza, de su guerra
permanente contra el polvo y la suciedad, y se mostraba orgullosa de lo limpia
que mantenía aquella biblioteca llena de libros viejos que, según ella, “no
valen pa na”.
Ioseba pensó que sería necesario
profundizar más y estaba dispuesto a llegar al fondo del asunto, pero la
presencia de Remigio les quitaba intimidad. Afortunadamente, la televisión
estaba puesta y en el informativo volvieron a dar la noticia de las 3.000
gallinas que andaban rondando por ahí, entre Covas y A Barcía, tras el
accidente del camión que las transportaba. “¡Quién pillara una de esas gallinas!”,
dijo espontáneamente Ambrosia, y Remigio pensó que aquella sería otra buena
acción que podría hacer ese día para ayudar a su madre, porque él, aunque vago,
era buen hijo. Pero Remigio quería darle una sorpresa, así que apenas terminó
el segundo plato, se levantó de la mesa y dijo:
- Bueno,
ma, tengo que marcharme.
- ¿Pero
aónde vas ahora, hijo? –dijo su madre.
- Na,
ma, que tengo que hacer mis cosas, ya sabes, a ver si encuentro algo...
- Anda,
anda... pero no te metas en líos, que te conozco.
Remigio se despidió de Ioseba sin
percatarse que dejaba solos a los dos tortolitos, porque él solo tenía una idea
en la cabeza (normalmente eso era todo lo que le cabía en la cabeza, una sola
idea) y esa idea era más grande que cualquier tortolito, esa idea eran:
¡gallinas! a las que ya veía desplumadas y dentro de la cazuela en un exquisito
guiso de su madre. Se iría, pues, de cacería de gallinas; a fin de cuentas,
Covas solo estaba a 8 kilómetros de distancia y si su amigo Ernesto le dejaba
la bici, no tardaría nada en llegar... bueno, eso dependiendo del kilómetro en
que hubiese tenido lugar el accidente del camión, que lo mismo podía estar
pegadito a Covas, a 8 kilómetros de Santiago, que a 77, pegadito a A Barcía. El
caso es que Remigio se echó una mochila a la espalda en donde pensaba meter
cuantas gallinas le cupiesen y se fue a pedir prestada la bici y a emprender
aquél peculiar safari. Sin duda, 3.000 gallinas eran muchas gallinas, y alguna
quedaría por allí despistada para que él pudiese echarle el guante.
Tras la marcha de Remigio, Ioseba
y Ambrosia pasaron a mayores. Varias horas después, los dos descansaban
desfallecidos sobre la cama y, entonces, Ioseba continuó su interrogatorio.
Ambrosia contó todo lo que sabía, es decir: nada. Pero ese nada implicaba
varias cosas muy ciertas: en primer lugar, ella era la responsable de haber
limpiado tanto las cámaras de vigilancia que las había dejado esmeriladas y
enfocando a donde no debían; en segundo lugar, ella se llevaba a su casa todos
los periódicos atrasados, los papeles del suelo... y los “libracos viejos” que
hubiese por allí tirados, por lo que era muy posible que sin ser consciente de
ello se hubiese llevado el códice Calixtino así como algún otro valioso
manuscrito; en tercer lugar, ella metía todos esos libracos y papeles en el
carrito del supermercado que tenía aparcado junto a la puerta de entrada de su
casa para luego ir a venderlos al peso; y en cuarto lugar, ella ni se acordaba
si había vendido al peso o no aquellos libros por los que preguntaba Ioseba,
porque para ella “no valían na”... Ioseba se levantó discretamente de la cama,
hizo como que iba al servicio pero en realidad se dirigió a la puerta de
entrada para inspeccionar el carrito del supermercado y... allí no estaba, sólo
había unos cuantos periódicos y cartones. Se rascó la cabeza y comprendió que
tendría que ir a buscar a ese chamarilero y si no al almacén del chatarrero al
que vendía papel al peso. Esta última idea le aterró puesto que en ese caso, el
valioso códice podría estar sepultado bajo toneladas de papel.
Ya era media tarde y Mariano –el
primo de Remigio- se dispuso a ir al trabajo con la esperanza de que aquella
tarde-noche apareciese por allí el tal Adolfo y pudiese mostrarle esos valiosos
libros de los que no estaba seguro si se correspondían o no con el reciente
robo de la catedral que tantas páginas de periódico había llenado en los
últimos días...
Y mientras tanto, Remigio seguía
pedaleando por la carretera sin vislumbrar ningún camión accidentado ni ninguna
gallina extraviada por la cuneta. Al cabo de unas horas, el desánimo hizo mella
en él y decidió dar por finalizado aquél infructuoso safari de gallinas.
Continuará...
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