jueves, 13 de mayo de 2021

El códice y el robobo (49)

Capítulo 44.- De cartones y paraguas
 
Remigio había salido de su casa caminando a toda velocidad, en dirección a la casa de su tía, en donde le había dicho la vecina que había ido su madre con urgencia. Quizás su madre necesitase ayuda y él era un buen hijo. Pero no había avanzado ni un par de manzanas de distancia cuando reparó en que –con las prisas por adecentarse un poco y que su madre no lo viera en el lamentable aspecto con que había llegado- había salido a la calle otra vez con la mochila de los libros viejos a la espalda, así que optó por volver a su casa y dejarla allí para ir más ligero. Entró en su casa y la guardó debajo de su cama. Salió de nuevo y, apenas si había avanzado unos cientos de metros cuando vio una enorme montonera de cajas de cartón a la puerta de “Dia”.
- ¿Qué vais a hacer con esto? –preguntó Remigio.
- Pues nada, estamos reorganizando el almacén y lo vamos a tirar –respondió un mozo.
- ¿Entonces puedo llevármelas?
- Como quieras, por nosotros mejor; así nos dejas libre la entrada.
- Pues entonces aguarda un momento que vuelvo enseguida con el carro y me las llevo –le dijo Remigio.
 
Volvió deprisa –otra vez más- hasta su casa. Aquél era un excelente cargamento de cartón que no podía desaprovechar. Cogió su carro que, como siempre, estaba aparcado a la entrada de su casa junto al paragüero, y reparó en que lo tenía medio lleno de libros viejos y revistas que había ido almacenando allí su madre. Supuso que no tendría suficiente espacio, así que cogió un juego de pulpos para poder sujetar bien el cartón.
 
Al llegar a “Dia”, todavía estaban allí las cajas, y no sólo no se las había llevado nadie sino que habían ido echando más al montón. Tardó por lo menos media hora en desarmar las cajas y ponerlas todas planas para que le cupieran bien en el carro. Como esta vez había sido previsor, sacó los pulpos y las sujetó bien al carro. La altura de todo el cartón que llevaba en el carro superaba con creces su propia altura, con lo cual tenía que ir inclinándose y mirado a los lados para no atropellar a nadie por la acera.
 
Se fue derecho al almacén de papel. Al llegar saludó a Tomás Locojo, el chatarrero.
- Hola, Tomás, aquí te traigo este buen cargamento, de cartones y de revistas y libros viejos.
Tomás Locojo hijo honor a su apellido y lo cogió. Lo pesó por separado porque cartón y libros tenían distinta utilidad aunque él lo pagaba igual... igual de mal. El cartón lo echó a un contenedor y los libros y revistas los dejó aparte con cuidado puesto que todas las semanas se pasaba por ahí un librero de segunda mano para elegir los que pudieran tener salida y se los pagaba a 50 céntimos por ejemplar; mucho más de lo que pagaba él por un simple kilo de papel.
 
Con su dinerito en la mano, salió tan contento Remigio, pero ya había recorrido tres manzanas cuando se dijo “¡Seré tonto! ¿A dónde voy yo con el carro? Tengo que volverme a casa para dejarlo y así podré ir más rápido a ver a mi madre”.
 
Otra vez regresó a su casa, dejó el carro y volvió a salir. Cuando llegó a casa de su tía, le llamó la atención un coche de policía que aguardaba en la puerta. Un policía le dio el alto y le pidió la documentación. Remigio sacó su billetero y lo abrió ante el agente, sin darse cuenta que allí tenía guardada también la placa de policía que se había encontrado en el barrizal. Cuando aquél policía vio la placa se cuadró ante él y le invitó a pasar muy amablemente. Remigio se sorprendió de tanta reverencia y amabilidad, pero ni siquiera se había dado cuenta del motivo. Al entrar, encontró que la puerta de la casa de su tía Anacleta estaba abierta y allí, en efecto, estaba su madre quien, nada más verlo, lo saludó:
- ¡Remigio! ¿Cómo tú por aquí? –exclamó su madre, extrañándose de que fuese hacerle una visita a su tía, ya que Remigio era un descastado y nunca la visitaba ni se trataba demasiado con su primo Mariano.
- Me lo ha dicho la vecina y por eso he venido a verte. ¿Estás bien? –a Remigio sólo le importaba su madre, su tía le importaba un pimiento.
- Yo estoy bien, es tu tía, que la dao un sofoco por culpa del Mariano, pero ya se la pasao.
 
Uno de los policías que aún permanecía allí inspeccionando la casa, por si encontraban cualquier pista sobre el códice, le pidió que se identificara. Al saber que era de la familia y que conocía al prófugo, le preguntó:
- ¿Cuándo lo has visto por última vez?
- Pues ahora que lo dice, me crucé con él hace una hora. Iba corriendo como un loco y ni siquiera nos saludamos; la verdad es que no nos tratamos casi nada. Hola y adiós y poco más, y esta vez ni eso.
- ¿Y hacia dónde iba?
- Para el centro. Lo mismo iba al gimnasio como otras veces.
 
El policía le pidió que lo acompañase a Comisaría para hacer una declaración con la esperanza de sacarle más información que les permitiese dar captura a Mariano, sobre el que ya pesaba una orden de busca y captura. En el camino hacia Comisaría llamó a la central para indicar que fuesen a buscar a Mariano al gimnasio. Dos coches patrulla, con las sirenas puestas a todo meter, salieron hacia el gimnasio, montando un escándalo que se oía en toda la ciudad y no pasó desapercibido para unos periodistas que hacían un reportaje sobre la venta de paraguas y cómo la primavera más lluviosa del último medio siglo estaba influyendo en las ventas; pero aquella sirena prometía más emoción, así que dejaron al paragüero (al dueño del negocio) con la boca y el paraguas a medio abrir y se marcharon corriendo detrás de los coches patrulla...

Continuará...

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