miércoles, 26 de mayo de 2021

El códice y el robobo (62)

Capítulo 57.- Cada mochuelo a su olivo
 
La noche había sido muy larga y McArron estaba exhausto, pero satisfecho por haber resuelto el caso. A aquella joven le caerían unos cuantos años por destruir... lo que ella creía que era el códice original pero que, sin embargo, era solo una copia. Afortunadamente los de Patrimonio habían obrado con acierto, aunque hubiesen tenido engañada a toda la opinión pública, a los historiadores, a la cúpula eclesiástica... sólo un par de personas conocía que aquello que se exhibía era una copia y no el original. Ahora todo esto debería desvelarse. En apenas unas horas debería informar a sus superiores, primero, y a la prensa, después, de todo lo sucedido. En consecuencia, el secretario del museo catedralicio, el tal Bartolomé Laza, se vería obligado a dimitir por haber ocultado ese “cambiazo” a todas las autoridades y a la opinión pública, y a las otras dos personas que conocían el cambiazo, el deán de la catedral y el obispo de Santiago, seguramente los desterrarían a cualquier monasterio alejado.
 
Mientras ponía en orden los papeles y todo lo que iba a tener que contar, seguía repasando mentalmente lo que sería de cada uno de los que habían estado implicados en esta trama. A Ioseba Rena puede que le cayesen menos de dos años por su colaboración y, al no tener antecedentes penales, no iría a prisión aunque tendría que buscarse otro trabajo. Al tal Unai... (nunca recordaba su apellido) sí que le caerían algo más de dos años por colaboración activa. A la eficaz limpiadora, la tal Ambrosia, quizás se le acabase el chollo del museo catedralicio y tendría que dedicarse de lleno a la limpieza de oficinas en donde los peligros de su “limpieza” resultaran menos dramáticos. Por lo que se refiere a su hijo, Remigio, nadie podría librarle de una buena multa... que seguramente acabaría pagando a base de vaciar más y más contenedores de papel del Ayuntamiento e incluso de vender rejillas de alcantarillado, barandillas de puentes, etc. como chatarra.
 
Fuera de estos, no veía a nadie más implicado, así que cerró la carpeta, se estiró un poco la chaqueta, se peinó rápidamente y se dirigió al despacho de su superior que acababa de llegar en ese instante. Con tantas cosas en la cabeza, no se acordó que un policía seguía buscando libros y libros en medio de una montaña inmensa de papelote en la nave de aquél chatarrero que lo cogía todo. “¿Cómo se llama, que nunca me acuerdo?”, se preguntó. “¡Ah! Sí, era Tomás Locojo”, resolvió.
 
-oOo-
 
- ¿Lo coges tú o lo cojo yo? –le preguntó Marcelino a Roncero.
- Me paece que yo lo cojo antes que tú –respondió Roncero dando otro trago a la botella de whisky que se habían encontrado en la caseta-despacho de Tomás Locojo.
Los dos se echaron a reír, con una melopea impresionante, mientras yacían tumbados sobre la montaña inacabable de libros y papelote.
 
Cuando los dos policías que hacían guardia en el exterior de la nave vieron que se acercaba un coche policial se alegraron al comprobar que ya se acababa su turno, pero en realidad lo que se acababa era la investigación policial de este caso que ya tenía claros culpable: la joven Coro Elizalde, que había contado con la complicidad de Unai... Unai... (no recuerdo el apellido) y, en menor grado de Ioseba Rena. Así se lo hizo saber el agente que llegó conduciendo el vehículo policial para llevarlos a todos de regreso, aunque a Luis Roncero tuvieron que llevarlo a rastras hasta el vehículo, y estaban todos tan deseosos de regresar que ni siquiera repararon en que medio sepultado entre libros viejos y papelote roncaba Marcelino Linaza durmiendo su borrachera.
 
Poco después apareció por allí Tomás Locojo, el cual cogió del brazo a Marcelino y lo agitó para despertarlo.
- ¿Y Luis, el policía? –preguntó Marcelino.
- Ya no hay ningún policía, parece que ya han cogido a los ladrones –respondió Tomás.
 
Sin decir más palabras, Marcelino se levantó despacio, caminó hacia una especie de banco en donde había dejado sus pertenencias. Comprobó que, debajo de su chaqueta aún estaba el libro que había escondido. Lo recogió todo con disimulo y se fue hacia la puerta levantando un brazo a modo de despedida. Una vez estuvo fuera, comprobó que no hubiera nadie cerca, desplegó su chaqueta para mirar otra vez el libro y miró con detenimiento su portada y primeras hojas manuscritas. El corazón empezó a bombear sangre a toda velocidad y su respiración se aceleró. Podía leer perfectamente que aquél manuscrito se titulaba “Comentarios al Apocalipsis” una obra del Beato de Liébana fechada en el año 776 (ver capítulo 2 de este libro para refrescar la memoria); una auténtica joya. Como esas primeras hojas se habían desgajado del libro, pudo leer algo de lo que seguía a continuación, y cuál no sería su asombro cuando leyó “Liber Sancti Iacobi”. “¿Pero qué es esto?”, se dijo. Comenzó a repasar las diferentes hojas del códice y no salía de su asombro: las primeras hojas, las que estaban sueltas, pertenecían a “Comentarios al Apocalipsis”, pero el resto del libro era sin lugar a dudas ¡el auténtico códice Calixtino!
 
 
FIN
¿FIN?
Continuará…

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