Capítulo 57.- Cada mochuelo a su olivo
La noche había sido muy larga y McArron estaba
exhausto, pero satisfecho por haber resuelto el caso. A aquella joven le
caerían unos cuantos años por destruir... lo que ella creía que era el códice
original pero que, sin embargo, era solo una copia. Afortunadamente los de
Patrimonio habían obrado con acierto, aunque hubiesen tenido engañada a toda la
opinión pública, a los historiadores, a la cúpula eclesiástica... sólo un par
de personas conocía que aquello que se exhibía era una copia y no el original.
Ahora todo esto debería desvelarse. En apenas unas horas debería informar a sus
superiores, primero, y a la prensa, después, de todo lo sucedido. En
consecuencia, el secretario del museo catedralicio, el tal Bartolomé Laza, se
vería obligado a dimitir por haber ocultado ese “cambiazo” a todas las
autoridades y a la opinión pública, y a las otras dos personas que conocían el
cambiazo, el deán de la catedral y el obispo de Santiago, seguramente los
desterrarían a cualquier monasterio alejado.
Mientras ponía en orden los papeles y todo lo que
iba a tener que contar, seguía repasando mentalmente lo que sería de cada uno
de los que habían estado implicados en esta trama. A Ioseba Rena puede que le
cayesen menos de dos años por su colaboración y, al no tener antecedentes
penales, no iría a prisión aunque tendría que buscarse otro trabajo. Al tal
Unai... (nunca recordaba su apellido) sí que le caerían algo más de dos años
por colaboración activa. A la eficaz limpiadora, la tal Ambrosia, quizás se le
acabase el chollo del museo catedralicio y tendría que dedicarse de lleno a la
limpieza de oficinas en donde los peligros de su “limpieza” resultaran menos
dramáticos. Por lo que se refiere a su hijo, Remigio, nadie podría librarle de
una buena multa... que seguramente acabaría pagando a base de vaciar más y más
contenedores de papel del Ayuntamiento e incluso de vender rejillas de
alcantarillado, barandillas de puentes, etc. como chatarra.
Fuera de estos, no veía a nadie más implicado, así
que cerró la carpeta, se estiró un poco la chaqueta, se peinó rápidamente y se
dirigió al despacho de su superior que acababa de llegar en ese instante. Con
tantas cosas en la cabeza, no se acordó que un policía seguía buscando libros y
libros en medio de una montaña inmensa de papelote en la nave de aquél
chatarrero que lo cogía todo. “¿Cómo se llama, que nunca me acuerdo?”, se
preguntó. “¡Ah! Sí, era Tomás Locojo”, resolvió.
-oOo-
- ¿Lo coges tú o lo cojo yo? –le preguntó Marcelino
a Roncero.
- Me paece que yo lo cojo antes que tú –respondió Roncero dando otro trago a la botella de whisky que se habían encontrado en la caseta-despacho de Tomás Locojo.
Los dos se echaron a reír, con una melopea impresionante, mientras yacían tumbados sobre la montaña inacabable de libros y papelote.
Cuando los dos policías que hacían guardia en el
exterior de la nave vieron que se acercaba un coche policial se alegraron al
comprobar que ya se acababa su turno, pero en realidad lo que se acababa era la
investigación policial de este caso que ya tenía claros culpable: la joven Coro
Elizalde, que había contado con la complicidad de Unai... Unai... (no recuerdo
el apellido) y, en menor grado de Ioseba Rena. Así se lo hizo saber el agente
que llegó conduciendo el vehículo policial para llevarlos a todos de regreso,
aunque a Luis Roncero tuvieron que llevarlo a rastras hasta el vehículo, y
estaban todos tan deseosos de regresar que ni siquiera repararon en que medio
sepultado entre libros viejos y papelote roncaba Marcelino Linaza durmiendo su
borrachera.
Poco después apareció por allí Tomás Locojo, el cual
cogió del brazo a Marcelino y lo agitó para despertarlo.
- ¿Y Luis, el policía? –preguntó Marcelino.
- Ya no hay ningún policía, parece que ya han cogido a los ladrones –respondió Tomás.
Sin decir más palabras, Marcelino se levantó
despacio, caminó hacia una especie de banco en donde había dejado sus
pertenencias. Comprobó que, debajo de su chaqueta aún estaba el libro que había
escondido. Lo recogió todo con disimulo y se fue hacia la puerta levantando un
brazo a modo de despedida. Una vez estuvo fuera, comprobó que no hubiera nadie
cerca, desplegó su chaqueta para mirar otra vez el libro y miró con
detenimiento su portada y primeras hojas manuscritas. El corazón empezó a
bombear sangre a toda velocidad y su respiración se aceleró. Podía leer
perfectamente que aquél manuscrito se titulaba “Comentarios al Apocalipsis” una
obra del Beato de Liébana fechada en el año 776 (ver capítulo 2 de este libro
para refrescar la memoria); una auténtica joya. Como esas primeras hojas se
habían desgajado del libro, pudo leer algo de lo que seguía a continuación, y
cuál no sería su asombro cuando leyó “Liber Sancti Iacobi”. “¿Pero qué
es esto?”, se dijo. Comenzó a repasar las diferentes hojas del códice y no
salía de su asombro: las primeras hojas, las que estaban sueltas, pertenecían a
“Comentarios al Apocalipsis”, pero el resto del libro era sin lugar a dudas ¡el
auténtico códice Calixtino!
FIN
¿FIN?
Continuará…
- Me paece que yo lo cojo antes que tú –respondió Roncero dando otro trago a la botella de whisky que se habían encontrado en la caseta-despacho de Tomás Locojo.
Los dos se echaron a reír, con una melopea impresionante, mientras yacían tumbados sobre la montaña inacabable de libros y papelote.
- ¿Y Luis, el policía? –preguntó Marcelino.
- Ya no hay ningún policía, parece que ya han cogido a los ladrones –respondió Tomás.
¿FIN?
Continuará…
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