lunes, 24 de mayo de 2021

El códice y el robobo (60)

Capítulo 55.- Macarrones con tomate
 
El coche policial condujo a Ambrosia y Remigio, de nuevo, a las dependencias policiales. Cuando los vieron entrar, muchos policías saludaron con una sonrisa a Remigio que, a pesar de su juventud, se había convertido en un viejo conocido. Les hicieron esperar en una sala y al cabo de un rato apareció el teniente McArron.
 
-Creo que vamos a tener una larga charla –les dijo-.
- Pos usté dirá –le dijo Ambrosia-, pero nosotros no tenemos na que ver con lo del coche ese que ha ardío; si además era de un conocido nuestro...
- Gutiérrez –dijo McArron dirigiéndose a un policía- tráigame un te, que esto va para largo.
Las paredes modulares de las dependencias policiales no fueron suficientes para impedir que se escuchase en tono de guasa:
- Marchando una de macarrones con tomate.
- ¿Qué qué de qué?
- Pues eso, que macarrones toma té.
Ambrosia y Remigio no fueron capaces de entender aquellas sutilezas, así que continuaron con sus caras de no haber roto nunca un plato, ni tampoco comprendieron la cara roja de ira que le mostró el teniente al policía que finalmente le llevó su taza de té.
 
El interrogatorio lo llevó esta vez, personalmente, McArron, y poco a poco fue desenredando la madeja. Estaba claro que Ambrosia había recogido aquél libro viejo del suelo, creyendo que alguien lo había tirado por inservible, y se lo había llevado para vender al peso como hacía con los periódicos y revistas atrasadas que se tiraban en las dependencias del museo catedralicio. También estaba claro que lo habían llevado a vender varias veces, unas como papel, otras como libro viejo, y el caso es que siempre volvía a parecer –como por arte de magia- en las manos del tal Remigio.
 
En definitiva, ellos no tenían más culpa que su ignorancia, pero también era evidente que a su alrededor se había estado moviendo toda una trama de conspiradores que querían hacerse con el citado códice. Así las cosas, había que repasar y analizar a cada uno de los posibles sospechosos y, de manera especial, a todos lo que el día de autos aparecieron en algún momento por aquél lugar.
 
Cuando llegó el momento de hablar de Ioseba Rena, el “manitas” de la catedral, McArron preguntó que si sabían dónde podía estar en esos momentos.
- Pos supongo que estará en su casa durmiendo mu disgustao por lo de su coche –dijo Ambrosia.
McArron consultó los papeles que tenía en una carpeta y llamó de nuevo a Gutiérrez. Este entró tembloroso, después de haberse dado cuenta que McCarron había oído las bromas que hacía a su costa.
- Gutiérrez, que un agente los acompañe a su casa, pero que se quede allí vigilando, y si alguien aparece por allí, que le tome declaración completa. Y tú te vienes conmigo.
 
Acto seguido, McArron y Gutiérrez salieron de la comisaría camino de la casa de Ioseba Rena, aunque no estaban aún muy seguros de lo que podrían encontrar allí.
 
-oOo-
 
Cuando Ioseba se volvió contempló mudo de asombro que sus asaltantes eran Coro y un hombre al que recordaba haberlo visto con Coro por la catedral, quizás aquél día en que se instalaron las cámaras de seguridad.
 
- Ya puedes ir sacando eso que llevas escondido, y con cuidado –le dijo Coro muy seria.
Ioseba vio que aquél tubo que se clavó en su espalda no era el cañón de una pistola, pero era casi peor, era un antirrobo metálico que aquél hombre blandía en lo alto en tono amenazante. Despacio, con temor a que le abriesen la cabeza de un antirrobazo, sacó un paquete de papel de periódico y lo entregó a Coro. Esta se fue junto a la mesa, en donde había más luz. Con cuidado y emoción lo fue desdoblando y allí, ante sus ojos, por fin apareció el códice Calixtino, el auténtico, el que con tanto ahínco había perseguido.
 
- Lo he conseguido para ti –le dijo Ioseba-. Ahora puedes hacer lo que quieras con él con tal que las culpas recaigan sobre Laza; quiero que lo hagan responsable de su desaparición y que lo echen o que dimita... que quede desprestigiado y humillado ante todos, que desparezca de mi vida...
- ¡Qué sabrás tú de humillaciones! –contestó Coro con un extraño brillo en su mirada.
- Bueno, creo que ha llegado el momento de hablar y de que nos digas para qué lo querías –le dijo Unai a Coro-. Yo te he ayudado, como buen amigo, a conseguirlo, y eso a pesar que tú nunca me has dicho para qué lo querías, porque lo que sí me dejaste claro más de una vez es que no ibas a venderlo ni a reclamar dinero por él.
 
Si queréis ver el espectáculo, os aconsejo que os sentéis. Ioseba y Unai, intrigados y sin saber de qué iba todo ese misterio, se sentaron y contemplaron con asombro cómo Coro se arrodillaba sobre las frías baldosas del suelo de aquella habitación, ponía el códice con delicadeza sobre el suelo, delante de ella, después sacaba un frasco que llevaba en el bolso, lo destapaba, echaba su contenido líquido ¡sobre el códice! cogía un encendedor y... ¡le prendía fuego! El códice empezó a arder e instintivamente los dos se levantaron para apagarlo, pero ella se levantó y se interpuso firme ante los dos.
- ¡Quietos! –les gritó- ¡Esto es lo que debía haber hecho hace mucho tiempo!
Los dos no comprendían nada y contemplaban atónitos la escena: el valiosísimo códice Calixtino se iba convirtiendo poco a poco en un montón de cenizas.
 
- ¡Policía! ¡Abran la puerta! –se oyó al tiempo que sonaban unos golpes en la puerta.
Unai cogió otra vez la barra metálica y Ioseba se alejó unos metros buscando algo con que defenderse, pero Coro se llegó hasta la puerta y la abrió tranquilamente.
- ¡Identifíquense! –gritaron Gutiérrez y McArron a los tres individuos que había en la habitación- ¿Quién es Ioseba Rena?
- Soy yo. ¿Qué es lo que quieren?
- Sus nombres –dijo McArron dirigiéndose a Coro y Unai.
- Yo me llamo Unai...
Pero antes que Unai pudiese decirle cuál era su apellido, Gutiérrez y McArron giraron la cabeza hacia una humareda que salía del suelo en un rincón de la habitación.
- ¿Qué diantre es eso? –preguntó McArron.
 
Y resultó que “eso” que aún humeaba, convertido ya en cenizas, “era” el códice Calixtino.

Continuará...

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