domingo, 9 de mayo de 2021

El códice y el robobo (45)

Capítulo 40.- Embarrados

McArron se había quedado pegado en el barro, completamente rebozado. Como pudo sacó el móvil del bolsillo y llamó a Comisaría para que acudieran a recogerlo; así no podía ir a ninguna parte; tendría que lavarse y cambiarse de ropa, y además debía hacerlo cuanto antes ya que deseaba interrogar a ese presunto vendedor de libros robados.
 
La gente que pasaba a su alrededor se quedaba mirando el espectáculo. Aquél hombretón lleno de barro hasta las cejas, de pie junto a su moto chorreando barro... Pero lo más que conseguía era oír unas risitas mientras se alejaban de allí; nadie se preocupaba lo más mínimo por ayudarle... hasta que apareció aquél joven.
- Pero hombre, ¿qué le ha pasao? –le dijo.
- Ya ves, chico, que he derrapado con tan mala suerte de caer en todo el charco.
- Traiga, hombre, vamos a sacar la moto de ahí.
 
La salida del barrizal fue bastante cómica puesto que constantemente se iban resbalando y cuando uno conseguía ponerse en pie, el otro se resbalaba hasta caer al suelo y tenía que agarrase a las piernas del que aún permanecía de pie para trepar e incorporarse. Sus esfuerzos congregaron alrededor a un buen número de curiosos porque, en efecto, aquello parecía un espectáculo de lucha en el barro pero en plan cómico. Por fin, y tras muchos esfuerzos, consiguieron llegar hasta la acera, los dos completamente embarrados, siendo recibidos con una estruendosa ovación y aplausos por parte de las decenas de curiosos que allí se habían ido agolpando. McArron se puso rojo de ira, aunque no se le notó nada porque era lo más parecido a un “hombre de barro”, mientras que el joven –al escuchar los aplausos- saludó a los espectadores, sonriendo y embargado de emoción.
 
McArron estuvo tentado de sacar su placa y mostrársela a todos esos curiosos que en vez de ayudar se partían de risa... pero cuando ya iba a hacerlo se oyó la sirena de la policía y estos se apartaron y guardaron un poco de compostura. Cuando bajaron del coche, los agentes se quedaron unos instantes paralizados por el espectáculo que contemplaban, pero rápidamente reaccionaron y sacaron unas mantas del coche para envolverlo y meterlo en el coche camino de Comisaría sin que pusiera perdido de barro el interior del coche que, por cierto, acababa de salir del túnel de lavado. La moto la colocaron con cuidado junto a una farola y la engancharon con una cadena de seguridad hasta que más tarde volvieran a recogerla.
 
Como se percataron que allí había otro individuo igualmente embarrado, preguntaron a McArron por esa circunstancia y este les explicó que era el único que les había ayudado, así que –dirigiéndose a él- le dijo McArron:
- Bueno, chaval, muchas gracias por tu ayuda. ¿Quieres venirte conmigo a Comisaría para que puedas lavarte un poco?
Cuando este oyó la palabra “Comisaría” se puso blanco, más blanco aún que cuando vio llegar el coche patrulla, aunque no se le notó porque igual que McArron él estaba completamente rebozado en barro.
- No, no hace falta, si yo vivo cerca de aquí, así que me voy pa casa y me lavo allí –le respondió.
- Está bien, como quieras, pero ya sabes donde tienes un amigo. Soy el teniente McArron. Y tú ¿cómo te llamas? –le dijo McArron mientras le tendía la mano.
- Remigio –respondió él, al tiempo que le estrechaba, no sin cierto temor, la mano.
 
Nuevamente el coche patrulla puso la sirena a toda pastilla y salió disparado hacia Comisaría. Remigio se quedó mirando cómo el vehículo se perdía en la distancia y el corro de personas se iba disgregando. Tal y como estaba él, no tenía más opción que volver a su casa con resignación para aguantar otra regañina de su madre por el lamentable aspecto que presentaba. Apenas había avanzado un par de pasos cuando vio brillar algo en medio del barro. Como ya estaba completamente sucio, no le importó adentrarse de nuevo en el barrizal para ver con más detalle qué era aquello. Se agachó y lo cogió. Lo limpió como pudo con las manos y se sorprendió al comprobar que se trataba de la placa de policía del teniente McArron. Se la guardó en un bolsillo, sin saber muy bien qué utilidad podría darle, y se marchó a su casa.
 
Mientras tanto, Mariano llegó a su casa dispuesto a empaquetar y enviar los libros viejos al primer comprador que hubiese aceptado su oferta y, para distraerse puso la radio. Al principio no prestó atención al programa en el que se oía hablar –no sabía muy bien de qué- a un locutor y una locutora; pero las palabras “libros robados” le sacaron de su ensimismamiento y le hicieron prestar toda su atención a la información radiofónica.
 
Por lo que escuchaba, los locutores estaban comen-tando las pesquisas de la policía por dar con el paradero de un manuscrito robado en la catedral. Un sudor frío recorrió todo su cuerpo. “¿Y si ese libro robado fuese uno de estos que me he encontrado?”, se dijo. Corrió a por ellos y miró con detalle para cerciorarse, pero él no sabía distinguir si esos libros que tenía en las manos eran los mismos de que hablaban en la radio. Como estaba un poco sofocado, se acercó para abrir la ventana y que entrase el aire, pero lo que entró fue el ruido de una sirena y un coche patrulla que se acercaba. Su corazón comenzó a latir más deprisa, sobre todo cuando comprobó que el citado coche paraba cerca de su puerta y se bajaban dos hombres, uno vestido de policía y otro de paisano, al mismo tiempo que de otro coche, que había aparcado allí en ese momento, se bajaba una pareja (un hombre y una mujer joven) y todos ellos se dirigían a su portal.
 
Mariano ya no pensó más, tenía que deshacerse de esos libros, así que los metió en una mochila y salió corriendo escaleras arribas hacia el tejado. Ya conocía él que toda la manzana se comunicaba por las terrazas superiores y podía pasarse con facilidad de unas a otras, así que se dirigió por las terrazas superiores hasta dos portales más abajo. Allí forzó de mala manera (él no era un experto pero tenía buenos músculos) la cerradura de la puerta que comunicaba la escalera comunitaria con la terraza, bajó por la escalera, salió por el portal, y disimuladamente enfiló la calle, lo más discretamente que pudo, en dirección opuesta al portal de su casa en donde ahora se habían agolpado los ocupantes de esos dos coches.

Continuará...

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