jueves, 20 de mayo de 2021

El códice y el robobo (56)

Capítulo 51.- La cosa está que arde
 
Tanto ir y venir de Ioseba ya le estaba molestando a Ambrosia porque no sabía que era lo que hacía ese hombre, que cada vez que salía de la habitación para hacer cualquier cosa, él desaparecía y lo encontraba en otra estancia de la casa, revolviendo entre los papeles, levantando colchas o mirando debajo de las camas.
 
- ¿Qué andas buscando? -le inquirió cuando ya no pudo contenerse.
- Nada mujer, que había perdido el mechero y pensé que podía estar por aquí... - respondió de manera muy poco convincente.
- ¡Ah! -replicó ella- ¿Es este el mechero que no encuentras? ¿El que tienes encima de la mesa camilla, junto al paquete de tabaco?
- ¡Vaya! –exclamó, de lo más abochornado, sin saber por dónde salir- ¡Qué despiste el mío!
 
Ambrosia no quedó conforme con la explicación. Ella no tenía estudios, ni era una mujer de muchas luces, pero estaba claro que Ioseba no estaba diciendo la verdad. Antes de que le diera tiempo a montar en cólera, Remigio llegó a la casa. Como se acercaba la hora de la cena, el chico entró dando un portazo y dejando un fardo de papeles y libros apilados en el rincón de la entrada de la vivienda, justo al lado de algo que hacía las veces de perchero y el carro de la compra de su madre.
 
- ¡Ya estoy aquí! ¿Qué hay de cena? –preguntó como hacen todos los hijos al llegar por la noche a casa, mientras fruncía el ceño al ver que aquella noche serían tres a cenar y tocarían, presumiblemente, a menos ración.
- ¡Hola, hijo! –le saludó su madre-Te he preparado calamares en su tinta y arroz blanco, como a ti te gusta, así que vete a lavar las manos.
 
Remigio frunció aún más el ceño pensando que aquél hombre iba a compartir el menú que tanto le gustaba... Y de repente se le ocurrió una idea para no tener que verlo compartiendo mesa y mantel con ellos.
 
El chico tuvo una época en la que se mezclaba con algunos gamberros del barrio que tenían ideas separatistas y que les gustaba montar follón en las manifestaciones. Ellos le habían enseñado a preparar cócteles Molotov. Remigio nunca se atrevió a lanzarlos, porque era un chico pacífico, pero había comprobado su efectividad cuando se estrellaban contra los coches de policía o los escaparates de los comercios.
 
Se metió en su cuarto para ver si encontraba lo que estaba buscando y, debajo de una montaña de papeles, apareció una litrona vacía. Sólo tenía que echarle dentro algo de alcohol o aguarrás... o mejor aún, de “Ambrosíaco”, el elixir secreto de su madre, capaz de quitar cualquier mancha, después ponerle una mecha (por ejemplo, un cordón de una de sus zapatillas, encenderla y lanzarla a la calle con todas sus fuerzas para provocar un altercado y que el molesto inquilino saliese de la casa... al menos el tiempo suficiente para que él pudiese dar buena cuenta de los calamares.
 
Una vez hubo preparado el artefacto, salió sigilosamente hacia el pasillo y, entrando en el baño, abrió el ventanuco que daba a la parte trasera de la casa, un pequeño callejón sin salida. De lo que no se percató fue de un coche negro que estaba allí aparcado y que apenas se veía por la oscuridad puesto que rara vez duraba más de dos días cualquier farola que pusiesen ya que la distracción de los chicos era arrear balonazos a ver quién se cargaba la farola... algo que, por cierto, agradecían las parejas que solían acudir allí por la noche.
 
El caso es que, inconsciente de las consecuencias que pudieran tener sus actos; es decir, inconsciente, encendió la mecha y lanzó el cóctel lo más lejos posible. La litrona, con su mecha encendida se estrelló contra el lateral del coche. Las llamas empezaron a iluminar el exterior.
 
- ¡Fuego, fuego, fuego! -gritó Remigio desa-foradamente, esperando que Ioseba reaccionara y que se marchara a ver qué pasaba.
 
Efectivamente, la reacción no se hizo esperar. Ioseba  se levantó del sofá despavorido, pues había dejado su automóvil aparcado allí mismo, justo detrás de la casa, y salió a la calle que se había llenado de una gran humareda gris y muchos vecinos asustados. Entre el humo, también vio salir un coche, que probablemente había estado cerca del lugar en el que se produjo la explosión, pero en vez de acercarse a ayudar salió huyendo disparado. Allí había dejado, como muestra de su cobardía y falta de solidaridad las marcas de los neumáticos impresas en la calzada.
 
Ioseba corrió hacia su vehículo, que estaba aparcado al final de la manzana, frente a la casa, atravesando la humareda y la confusión que se había creado. Ambrosia le seguía, pero a ella lo que más le preocupaba era que la ropa que había dejado tendida cogiera suciedad y olor a humo, por lo que decidió darse media vuelta para coger un barreño y rescatar la colada.
 
Mientras tanto, Remigio, sentado a la mesa, disfrutaba plácidamente de un gran plato de calamares en su tinta con arroz blanco, ajeno a todo el follón que se había montado fuera de su casa, como si no tuviera nada que ver con todo aquello...

Continuará...

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