Capítulo 51.- La cosa está que arde
Tanto ir y venir de Ioseba ya le
estaba molestando a Ambrosia porque no sabía que era lo que hacía ese hombre,
que cada vez que salía de la habitación para hacer cualquier cosa, él
desaparecía y lo encontraba en otra estancia de la casa, revolviendo entre los
papeles, levantando colchas o mirando debajo de las camas.
- ¿Qué andas
buscando? -le inquirió cuando ya no pudo contenerse.
- Nada mujer, que había perdido el mechero y pensé que podía estar por aquí... - respondió de manera muy poco convincente.
- ¡Ah! -replicó ella- ¿Es este el mechero que no encuentras? ¿El que tienes encima de la mesa camilla, junto al paquete de tabaco?
- ¡Vaya! –exclamó, de lo más abochornado, sin saber por dónde salir- ¡Qué despiste el mío!
Ambrosia no quedó conforme con la
explicación. Ella no tenía estudios, ni era una mujer de muchas luces, pero
estaba claro que Ioseba no estaba diciendo la verdad. Antes de que le diera
tiempo a montar en cólera, Remigio llegó a la casa. Como se acercaba la hora de
la cena, el chico entró dando un portazo y dejando un fardo de papeles y libros
apilados en el rincón de la entrada de la vivienda, justo al lado de algo que
hacía las veces de perchero y el carro de la compra de su madre.
- ¡Ya estoy aquí! ¿Qué hay de
cena? –preguntó como hacen todos los hijos al llegar por la noche a casa,
mientras fruncía el ceño al ver que aquella noche serían tres a cenar y
tocarían, presumiblemente, a menos ración.
- ¡Hola, hijo! –le saludó su madre-Te he preparado calamares en su tinta y arroz blanco, como a ti te gusta, así que vete a lavar las manos.
Remigio frunció aún más el ceño
pensando que aquél hombre iba a compartir el menú que tanto le gustaba... Y de
repente se le ocurrió una idea para no tener que verlo compartiendo mesa y
mantel con ellos.
El chico tuvo una época en la que
se mezclaba con algunos gamberros del barrio que tenían ideas separatistas y
que les gustaba montar follón en las manifestaciones. Ellos le habían enseñado
a preparar cócteles Molotov. Remigio nunca se atrevió a lanzarlos, porque era
un chico pacífico, pero había comprobado su efectividad cuando se estrellaban
contra los coches de policía o los escaparates de los comercios.
Se metió en su cuarto para ver si
encontraba lo que estaba buscando y, debajo de una montaña de papeles, apareció
una litrona vacía. Sólo tenía que echarle dentro algo de alcohol o aguarrás...
o mejor aún, de “Ambrosíaco”, el elixir secreto de su madre, capaz de quitar
cualquier mancha, después ponerle una mecha (por ejemplo, un cordón de una de
sus zapatillas, encenderla y lanzarla a la calle con todas sus fuerzas para
provocar un altercado y que el molesto inquilino saliese de la casa... al menos
el tiempo suficiente para que él pudiese dar buena cuenta de los calamares.
Una vez hubo preparado el
artefacto, salió sigilosamente hacia el pasillo y, entrando en el baño, abrió
el ventanuco que daba a la parte trasera de la casa, un pequeño callejón sin
salida. De lo que no se percató fue de un coche negro que estaba allí aparcado
y que apenas se veía por la oscuridad puesto que rara vez duraba más de dos
días cualquier farola que pusiesen ya que la distracción de los chicos era
arrear balonazos a ver quién se cargaba la farola... algo que, por cierto,
agradecían las parejas que solían acudir allí por la noche.
El caso es que, inconsciente de
las consecuencias que pudieran tener sus actos; es decir, inconsciente,
encendió la mecha y lanzó el cóctel lo más lejos posible. La litrona, con su
mecha encendida se estrelló contra el lateral del coche. Las llamas empezaron a
iluminar el exterior.
- ¡Fuego, fuego, fuego! -gritó
Remigio desa-foradamente, esperando que Ioseba reaccionara y que se marchara a
ver qué pasaba.
Efectivamente, la reacción no se
hizo esperar. Ioseba se levantó del sofá despavorido, pues había dejado
su automóvil aparcado allí mismo, justo detrás de la casa, y salió a la calle
que se había llenado de una gran humareda gris y muchos vecinos asustados.
Entre el humo, también vio salir un coche, que probablemente había estado cerca
del lugar en el que se produjo la explosión, pero en vez de acercarse a ayudar
salió huyendo disparado. Allí había dejado, como muestra de su cobardía y falta
de solidaridad las marcas de los neumáticos impresas en la calzada.
Ioseba corrió hacia su vehículo,
que estaba aparcado al final de la manzana, frente a la casa, atravesando la
humareda y la confusión que se había creado. Ambrosia le seguía, pero a ella lo
que más le preocupaba era que la ropa que había dejado tendida cogiera suciedad
y olor a humo, por lo que decidió darse media vuelta para coger un barreño y
rescatar la colada.
Mientras tanto, Remigio, sentado
a la mesa, disfrutaba plácidamente de un gran plato de calamares en su tinta
con arroz blanco, ajeno a todo el follón que se había montado fuera de su casa,
como si no tuviera nada que ver con todo aquello...
- Nada mujer, que había perdido el mechero y pensé que podía estar por aquí... - respondió de manera muy poco convincente.
- ¡Ah! -replicó ella- ¿Es este el mechero que no encuentras? ¿El que tienes encima de la mesa camilla, junto al paquete de tabaco?
- ¡Vaya! –exclamó, de lo más abochornado, sin saber por dónde salir- ¡Qué despiste el mío!
- ¡Hola, hijo! –le saludó su madre-Te he preparado calamares en su tinta y arroz blanco, como a ti te gusta, así que vete a lavar las manos.
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario