Capítulo
56.- Confesión final
Coro, Unai y Ioseba llegaron esposados a la comisaría
en donde sólo quedaba ya el personal de noche puesto que toda la ciudad hacía
ya muchas horas que dormía. Llevaron a Coro a la sala de interrogatorios y a
los dos hombres los encerraron en espera de su turno para ser interrogados. Una
vez frente a frente, Macarrón y Coro, este le pidió que contase por qué había
destruido ese valioso códice. Coro, con una tranquilidad pasmosa –pues ya había
asumido que le caerían varios años de cárcel- empezó a cantar mientras todo lo
que decía era grabado en video:
- Llevaba tanto tiempo
planeándolo que, una vez realizado, me cuesta trabajo creer que al fin lo haya
conseguido.
- ¿Destruir el códice? –preguntó McArron, incrédulo.
- Desde los diez años había imaginado todo tipo de argucias y métodos para robar el códice Calixtino de la catedral. No eran fantasías de una niña. Era una idea recurrente que con el tiempo, había llegado a ser algo casi obsesivo. Desde los planes más rocambolescos que le pueden pasar por la cabeza a una adolescente, a actuaciones verdaderamente elaboradas, basadas en numerosas horas de estudio del entorno y del libro.
- Bien, prosigue con todos los detalles... –le animó a continuar con su declaración.
Y Coro continuó de la
siguiente forma con su relato:
- Es difícil
comprender hasta qué punto pueden doler los recuerdos. Tampoco se sabe muy bien
por qué unos permanecen vívidos en el cerebro y otros se vuelven confusos, como
neblina, hasta desvanecerse por completo. Es además complicado saber porqué una
frase se te puede llegar a clavar en el alma. Pero eso ocurre... –se acarició
el pelo y prosiguió- ... Desde pequeña estaba acostumbrada a oírlo, pero no
sabía lo que significaba. Por eso, lo tomaba con naturalidad y no me importaba.
Cuando a mi padre lo llamaban por el mote, o a mi tía, no pensaba que aquello
era algo ofensivo...
...Pero fue un día en
el recreo, después de la clase de gimnasia cuando uno de los chicos del curso
superior, Mario Iruñuela, lo soltó a bocajarro, delante de todo un grupo de
chavales del colegio. Toda esa gente, se desternilló de risa, ante mi sorpresa,
ante mi ignorancia y mi impotencia. Yo no tenía ni idea, no sabía ni por donde
me llegaban sin embargo, todavía tengo consciencia de la oleada de calor que me
subió al rostro y de los esfuerzos inútiles que hice para aguantar las
lágrimas...
...“A vosotros os
llaman los follamulas porque teníais por costumbre tiraros a las mulas, ¡Eso lo
sabe todo el pueblo!”.
“¿Que estas diciendo? Eso te lo inventas, ¿no es cierto?”.
“¿Como que no? Chavala, pregunta en tu casa, que no te enteras... Se lo decían a tus abuelos, a tus bisabuelos y a los que hubo antes que ellos porque se ve que tenían estos entretenimientos... Oye, que cada uno es libre de tirarse a quien quiera, ¿eh?”...
“Eres un mentiroso de mierda”.
Las risas de mis compañeros, las burlas y las chanzas no permitían que siguiera hablando. Todos se dirigían a mí al mismo tiempo y todos se burlaban, se regocijaban con mi desconcierto...
...No esperé a que
acabaran las clases, me marché corriendo, escapando del jaleo, del abucheo
general que aún sonaba en el patio. Cuando llegué a mi casa, le pregunté a mi
madre, entre sollozos e hipos:
“Ama, dime la verdad... ¿Qué es esto que dicen en la escuela? ¿Nos llaman así por esto?”.
“Pero hija, Coro, eso son tonterías de los pueblos... ¡No te lo tomes así, cariño!”...
Pero no me lo negó. Me contó la que la historia venía desde que se escribió ese maldito códice...
...Había muy pocas
familias viviendo en Larrasoaña cuando pasó el pontífice camino de Santiago.
Apenas unas docenas, y se conocían todos. Cuando, 60 años después de la visita,
se trajo el libro a la catedral de Santiago de Compostela y se dieron a conocer
las descripciones de los aldeanos de los pueblos, que aparecían en el libro V,
parece ser que entre todos, se llegó a un consenso de quienes debían de ser
quienes...
...¡Estábamos hablando de 1160! No podía creerme que después de tanto tiempo, aquellos apodos infames siguieran vigentes. Y me negaba a aceptar que, por una especie de elucubración generalizada, toda mi familia, desde hacía 9 siglos, tuviera que estar marcada con el mismo estigma. Que mis hijos lo llevarían y que, probablemente, los hijos de mis hijos, también...
...Aquello no era
justo. Eran cosas de los pueblos, pero no era justo. No sabían si el que “fornicaba
con las bestias” era mi tatarabuelo o el de los Amescua, o el de los Mendía, o,
por que no, el de los Recaín. Todas estas familias y sus descendientes habían
vivido en Larrasoaña toda la vida. ¿Por qué no podían ser ellos? Pues no, el
honor le correspondió a mi familia. Mi padre era Matías “el follamulas”, mi
abuelo había sido Zacarías, “el follamulas” y su padre, Tomás, “el
follamulas”...
...Por eso tenía que
acabar con ese libro infame. Yo sabía que con eso no se iba a solucionar nada.
Es más, sabía que existía alguna edición facsímil; sabía además, que en el
archivo de la Corona de Aragón, en Barcelona, existía una copia de 86 páginas
del mismo, de manera que la difusión de la historia no pararía con llevármelo.
Pero era como un símbolo, para mi tenía todo el sentido. Ahí empezaba el origen
del desprestigio de mi familia, el motivo de la mofa y el escarnio al que
habían sido sometidos por el pueblo durante siglos, aceptándolo con paciencia y
resignación porque “eran cosas de los pueblos”...
- ¿Destruir el códice? –preguntó McArron, incrédulo.
- Desde los diez años había imaginado todo tipo de argucias y métodos para robar el códice Calixtino de la catedral. No eran fantasías de una niña. Era una idea recurrente que con el tiempo, había llegado a ser algo casi obsesivo. Desde los planes más rocambolescos que le pueden pasar por la cabeza a una adolescente, a actuaciones verdaderamente elaboradas, basadas en numerosas horas de estudio del entorno y del libro.
- Bien, prosigue con todos los detalles... –le animó a continuar con su declaración.
“¿Que estas diciendo? Eso te lo inventas, ¿no es cierto?”.
“¿Como que no? Chavala, pregunta en tu casa, que no te enteras... Se lo decían a tus abuelos, a tus bisabuelos y a los que hubo antes que ellos porque se ve que tenían estos entretenimientos... Oye, que cada uno es libre de tirarse a quien quiera, ¿eh?”...
“Eres un mentiroso de mierda”.
Las risas de mis compañeros, las burlas y las chanzas no permitían que siguiera hablando. Todos se dirigían a mí al mismo tiempo y todos se burlaban, se regocijaban con mi desconcierto...
“Ama, dime la verdad... ¿Qué es esto que dicen en la escuela? ¿Nos llaman así por esto?”.
“Pero hija, Coro, eso son tonterías de los pueblos... ¡No te lo tomes así, cariño!”...
Pero no me lo negó. Me contó la que la historia venía desde que se escribió ese maldito códice...
...¡Estábamos hablando de 1160! No podía creerme que después de tanto tiempo, aquellos apodos infames siguieran vigentes. Y me negaba a aceptar que, por una especie de elucubración generalizada, toda mi familia, desde hacía 9 siglos, tuviera que estar marcada con el mismo estigma. Que mis hijos lo llevarían y que, probablemente, los hijos de mis hijos, también...
Continuará...
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