sábado, 1 de mayo de 2021

El códice y el robobo (37)

Capítulo 32.- Cada cosa a su lugar

A mitad del regreso del hospital, el padre Dimas se despidió de Mariana, Ambrosia y Remigio y se dirigió a la catedral.
- Si mañana te encuentras bien, espero verte por allí, que te echábamos en falta –le dijo a modo de despedida a Ambrosia.
- Descuide, padre, que dende que he salío del hospital me encuentro mucho mejor, asín que mañana mismo estaré allí pa limpiar to lo que haga falta.
Eso de la limpieza era una obsesión para Ambrosia y así, mientras se dirigía con su hijo y la vecina hacia su casa, ya le iba dando vueltas a la cabeza sobre todo lo que tendría que limpiar, porque su casa sería humilde pero relucía como el oro... aunque la precipitada salida hacia el hospital había dejado todo manga por hombro, y eso no lo podía consentir.
 
Al llegar a su barrio, cada cual se fue a su casa y Ambrosia le dijo a su hijo que no se despistase, que tenía que ayudarla porque había mucha faena en la casa, y en efecto había quedado todo el salón desordenado y la cocina con todos los cacharros revueltos y con suciedad de los dos días que habían pasado en el hospital.
 
Ambrosia volvía por sus fueros y era como una aspiradora humana que iba sacando todas las pelusas, papelillos y demás cosas que había por el suelo, y las metía con destreza en el cogedor. De vez en cuando pegaba un grito cuando veía un kleenex arrugado tirado en el suelo, una maldita costumbre que  no lograba quitarle a su hijo. También, de vez en cuando, encontraba algún periódico o revista tirado por el suelo y volvía a recriminarle a su hijo que había que ser más ordenado e ir guardando todo ese material en el carrito del supermercado que utilizaban como vehículo para ir a vender el papel.
 
Fue en estos menesteres cuando Ambrosia encontró otra vez en su casa el códice Calixtino y otro antiguo códice, aunque para ella solo eran dos libracos viejos que había encontrado tirados en el suelo de la biblioteca de la catedral y que ella había recogido en un alarde de profesionalidad, junto con los demás periódicos atrasados y papeles de las papeleras, para luego llevárselos y venderlos al peso.
- Pero Remigio ¿no son estos libracos los que te traje de la catedral pa que los vendieras y me dijiste tú que los había vendío?
- Creo que sí madre, se le debieron caer al Marcelino de su coche y yo los recogí y me los traje.
- Pos eso no está bien, si son suyos y ya te los pagó tiés que degolvérselos.
- Pero madre, yo no se los he quitado sino que me los he encontrado, que no es lo mismo, así que puedo venderlos otra vez.
- Que no, de eso na. Ara mismo te vas a degolverlos.
 
A regañadientes, Remigio cogió otra vez los dos libros viejos, los metió en una bolsa de la frutería del Julián (uno de los pocos negocios en donde seguían dando bolsas de plástico y que por esa razón cada vez vendía más fruta, no se sabía bien si por la calidad de la misma o por el sencillo hecho de poder conseguir las ansiadas bolsas de plástico que ya no daban en ningún otro sitio y suponían un tesoro para cualquier hogar) y se dirigió a la chamarilería.
 
Ya con la casa entrando en luz, con cada cosa en su sitio y todo más limpio, Ambrosia se fue relajando y por fin se sentó frente al televisor para ver el capítulo 187 de la telenovela. ¿Qué habría pasado con Elvira? ¿Se habría casado con Raimundo José? ¿Y Don Manuel? ¿Habría sido él quien disparó a Luis Alfonso?

Continuará...

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