Capítulo 48.- Miradas
Varios coches patrulla, con las
sirenas a todo meter, rodearon el almacén de chatarra de Tomás Locojo. Tras
ellos llegó un camión de la policía del que, antes incluso de parase del todo,
comenzaron a bajar policías y a descargar vallas metálicas para delimitar un
área de seguridad. En cuestión de dos minutos, el almacén de chatarra estaba
rodeado de policías armados y una valla de seguridad impedía a los ciudadanos
traspasar aquella zona.
“¡Están rodeados! ¡Salgan con las
manos en alto!”, repetía una voz de forma incesante. Con cara contrariada,
Tomás salió del servicio y, todavía ajustándose los pantalones y abrochándose
el cinturón, se dirigió hacia el minúsculo despacho en donde tenía su cuaderno
de contabilidad y su televisor. “¡Caray, qué alta he dejado la tele! ¡Voy a
bajar el sonido!”, se dijo; pero cuando miró la pantalla del televisor sólo vio
las imágenes de un programa de cocina.
“¡Sabemos que está ahí dentro!
¡Salga inmedia-tamente!”, la nueva andanada de gritos lo sobresaltó y
comprendió que no se trataba de la televisión, sino de algún energúmeno que
estaba armando jaleo ahí fuera.
Tomás cogió la barra de hierro
que utilizaba como pasador de seguridad en el portalón de acceso a su almacén,
la retiró para poder abrir la puerta y con ella en una mano salió a ver qué
jaleo era ese que había en la calle. Nada más salir quedó estupefacto al ver
cómo una docena (o así, porque no era cuestión de ponerse a contarlos en ese
momento) de policías, estaban apuntándole con sus armas; igual que en las
películas. En el destacamento policial que se había movilizado para esta
operación, se encontraba Luis Roncero, un larguirucho y novato agente,
especialista en sacar de quicio a todo quisqui.
“Levante las manos y no de ni un
paso más! ¡Y suelte ahora mismo esa barra!”, le gritó Roncero. Ante semejante
situación, el pobre Tomás, sin saber qué estaba pasando y sin saber cómo
reaccionar, simplemente dejó caer la barra de hierro, con tan mala fortuna que
esta cayó de forma vertical y aterrizó directamente en el dedo pequeño de su
pie derecho. El ruido de la barra al caer, el grito de dolor que pegó Tomás y
el disparo que lanzó uno de los policías (Luis Roncero, por más señas), fueron
simultáneos.
McArron llegaba en ese momento,
justo para ver cómo se cargaban a un posible testigo sin que este hubiese
cantado dónde estaba el códice. “¡Quietos, no disparéis!”, gritó McArron
mientras corría hacia donde estaba el chatarrero. Pero este aún vivía, aunque
se retorcía de dolor en el suelo.
- ¿Dónde
le han dado? –preguntó.
- En
el pie, en el jodío dedo pequeño... –respondió Tomás, retorciéndose de dolor.
Pero ni en el pie ni en ninguna
otra parte del cuerpo tenía impacto de bala, según pudo comprobar McArron tras
su exploración, así que lo levantó y le dijo en tono severo, mirándole a los
ojos:
- ¿Y
el códice?
- El
códice está bien, lo que me duele es el pie –respondió quejumbroso Tomás.
McArron le miró irritado y estuvo
a punto de arrearle un sopapo, pero se contuvo y lo llevó a empujones hacia el
interior del almacén; no era cuestión de armar más espectáculo allí fuera ni de
hacer un interrogatorio televisado en directo, puesto que ya había visto
algunos periodistas y cámaras de televisión tratando de saltarse el cordón policial.
“¡Esto es una operación policial, no un reality show!”, maldijo McArron para
sus adentros mientras se iba para adentro.
A los pocos minutos, el
sospechoso estaba sentado en una silla y varios policías le rodeaban.
- ¡Nombre!
–le gritó el sargento Domínguez, encargado de los interrogatorios.
- Tomas...
–respondió muy débilmente el chatarrero, tan débilmente que casi no se le oyó
ni el acento en la “a”.
- ¡Qué
Tomas! –gritó más fuerte aún Domínguez.
- Un
café con leche, corto de café y en taza si es posible –respondió Roncero.
Domínguez le dirigió una mirada
asesina. Tragó saliva y continuó el interrogatorio.
- ¿Cuál
es tu apellido?
- Locojo
–tan asustado estaba el chatarrero que lo dijo en una voz tan baja que
Domínguez tuvo que acercar la oreja y hacérselo repetir más de una vez.
- ¡Locojo!
¿Es eso? –gritó Domínguez.
- ¡Deje,
mi sargento, que ya lo cojo yo! –se prestó gentilmente Roncero.
Domínguez volvió a dirigirle otra
mirada asesina de tal calibre que el propio Roncero echó marcha atrás en sus
intenciones de prestar ayuda desinteresada.
El interrogatorio continuó
por espacio de una hora hasta que comprendieron que el chatarrero ni siquiera
sabía lo que era un códice, pero sí que era consciente de haber comprado al
peso muchos libros, algunos muy viejos, y todos esos libros formaban ahora una
gigantesca montaña que sobresalía varios metros del enorme contenedor que les
servía de almacenamiento.
Un sudor frío recorrió la frente
de McArron, consciente de que habría que inspeccionar uno por uno todos esos
libros hasta encontrar el dichoso códice. Sacó de su cartera una fotografía del
preciado manuscrito y miró al sargento Domínguez. La frente de Domínguez
comenzó a humedecerse por el sudor, y eso que no hacía calor, y en un acto
instintivo de pura supervivencia, miró a Roncero. Los demás policías, ágiles de
reflejos, hicieron lo mismo. Cuando Roncero quiso reaccionar, ya era tarde,
todos le miraban a él: había sido el elegido para encontrar el códice. Viendo
que todas las miradas señalaban al agente Roncero, McArron le entregó la foto
para que pudiese identificar el libro que estaban buscando, le dio unas
palmaditas en la espalda y le dijo:
- Ya
lo sabes, muchacho, a buscarlo ahí, uno por uno, hasta que lo encuentres. ¿Lo
entiendes? Hasta que lo encuentres –recalcó.
Después montó una guardia para
que nadie entrase en el almacén y se llevó a Locojo, que seguía cojo, a
comisaría.
-oOo-
Durante el camino de regreso a
casa de Ambrosia, Ioseba Rena no apartó su brazo que la rodeaba y abrazaba
tiernamente, y esta caminó junto a él con la cabeza ligeramente apoyada en su
amado al que dirigía ardientes miradas. Habían vivido unas fuertes emociones y
el corazón aún les latía muy deprisa. Estaban deseando llegar a casa, ella para
dar rienda suelta a su amor y él para seguir buscando en la casa, pues tenía el
presentimiento (después de haber sido testigo presencial del incesante trajín
de la mochila) que el dichoso Códice no estaba en el chatarrero sino en algún
lugar de aquella casa.
-oOo-
En otro rincón de Santiago, Unai
miraba con asombro al coche con el que casi se estrella, el cual iba conducido
por Coro y el tal Marcelino Linaza. Mientras tanto, Mariano aún tembloroso y
con los calzoncillos manchados de caca, ni siquiera se giró al oír el frenazo,
sino que continuó su camino sin mirar otra cosa que los adoquines de la
calzada.
Continuará...
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