lunes, 17 de mayo de 2021

El códice y el robobo (53)

Capítulo 48.- Miradas
 
Varios coches patrulla, con las sirenas a todo meter, rodearon el almacén de chatarra de Tomás Locojo. Tras ellos llegó un camión de la policía del que, antes incluso de parase del todo, comenzaron a bajar policías y a descargar vallas metálicas para delimitar un área de seguridad. En cuestión de dos minutos, el almacén de chatarra estaba rodeado de policías armados y una valla de seguridad impedía a los ciudadanos traspasar aquella zona.
 
“¡Están rodeados! ¡Salgan con las manos en alto!”, repetía una voz de forma incesante. Con cara contrariada, Tomás salió del servicio y, todavía ajustándose los pantalones y abrochándose el cinturón, se dirigió hacia el minúsculo despacho en donde tenía su cuaderno de contabilidad y su televisor. “¡Caray, qué alta he dejado la tele! ¡Voy a bajar el sonido!”, se dijo; pero cuando miró la pantalla del televisor sólo vio las imágenes de un programa de cocina.
 
“¡Sabemos que está ahí dentro! ¡Salga inmedia-tamente!”, la nueva andanada de gritos lo sobresaltó y comprendió que no se trataba de la televisión, sino de algún energúmeno que estaba armando jaleo ahí fuera.
 
Tomás cogió la barra de hierro que utilizaba como pasador de seguridad en el portalón de acceso a su almacén, la retiró para poder abrir la puerta y con ella en una mano salió a ver qué jaleo era ese que había en la calle. Nada más salir quedó estupefacto al ver cómo una docena (o así, porque no era cuestión de ponerse a contarlos en ese momento) de policías, estaban apuntándole con sus armas; igual que en las películas. En el destacamento policial que se había movilizado para esta operación, se encontraba Luis Roncero, un larguirucho y novato agente, especialista en sacar de quicio a todo quisqui.
 
“Levante las manos y no de ni un paso más! ¡Y suelte ahora mismo esa barra!”, le gritó Roncero. Ante semejante situación, el pobre Tomás, sin saber qué estaba pasando y sin saber cómo reaccionar, simplemente dejó caer la barra de hierro, con tan mala fortuna que esta cayó de forma vertical y aterrizó directamente en el dedo pequeño de su pie derecho. El ruido de la barra al caer, el grito de dolor que pegó Tomás y el disparo que lanzó uno de los policías (Luis Roncero, por más señas), fueron simultáneos.
 
McArron llegaba en ese momento, justo para ver cómo se cargaban a un posible testigo sin que este hubiese cantado dónde estaba el códice. “¡Quietos, no disparéis!”, gritó McArron mientras corría hacia donde estaba el chatarrero. Pero este aún vivía, aunque se retorcía de dolor en el suelo.
- ¿Dónde le han dado? –preguntó.
- En el pie, en el jodío dedo pequeño... –respondió Tomás, retorciéndose de dolor.
Pero ni en el pie ni en ninguna otra parte del cuerpo tenía impacto de bala, según pudo comprobar McArron tras su exploración, así que lo levantó y le dijo en tono severo, mirándole a los ojos:
- ¿Y el códice?
- El códice está bien, lo que me duele es el pie –respondió quejumbroso Tomás.
McArron le miró irritado y estuvo a punto de arrearle un sopapo, pero se contuvo y lo llevó a empujones hacia el interior del almacén; no era cuestión de armar más espectáculo allí fuera ni de hacer un interrogatorio televisado en directo, puesto que ya había visto algunos periodistas y cámaras de televisión tratando de saltarse el cordón policial. “¡Esto es una operación policial, no un reality show!”, maldijo McArron para sus adentros mientras se iba para adentro.
 
A los pocos minutos, el sospechoso estaba sentado en una silla y varios policías le rodeaban.
- ¡Nombre! –le gritó el sargento Domínguez, encargado de los interrogatorios.
- Tomas... –respondió muy débilmente el chatarrero, tan débilmente que casi no se le oyó ni el acento en la “a”.
- ¡Qué Tomas! –gritó más fuerte aún Domínguez.
- Un café con leche, corto de café y en taza si es posible –respondió Roncero.
Domínguez le dirigió una mirada asesina. Tragó saliva y continuó el interrogatorio.
- ¿Cuál es tu apellido?
- Locojo –tan asustado estaba el chatarrero que lo dijo en una voz tan baja que Domínguez tuvo que acercar la oreja y hacérselo repetir más de una vez.
- ¡Locojo! ¿Es eso? –gritó Domínguez.
- ¡Deje, mi sargento, que ya lo cojo yo! –se prestó gentilmente Roncero.
Domínguez volvió a dirigirle otra mirada asesina de tal calibre que el propio Roncero echó marcha atrás en sus intenciones de prestar ayuda desinteresada.
 
El interrogatorio continuó  por espacio de una hora hasta que comprendieron que el chatarrero ni siquiera sabía lo que era un códice, pero sí que era consciente de haber comprado al peso muchos libros, algunos muy viejos, y todos esos libros formaban ahora una gigantesca montaña que sobresalía varios metros del enorme contenedor que les servía de almacenamiento.
 
Un sudor frío recorrió la frente de McArron, consciente de que habría que inspeccionar uno por uno todos esos libros hasta encontrar el dichoso códice. Sacó de su cartera una fotografía del preciado manuscrito y miró al sargento Domínguez. La frente de Domínguez comenzó a humedecerse por el sudor, y eso que no hacía calor, y en un acto instintivo de pura supervivencia, miró a Roncero. Los demás policías, ágiles de reflejos, hicieron lo mismo. Cuando Roncero quiso reaccionar, ya era tarde, todos le miraban a él: había sido el elegido para encontrar el códice. Viendo que todas las miradas señalaban al agente Roncero, McArron le entregó la foto para que pudiese identificar el libro que estaban buscando, le dio unas palmaditas en la espalda y le dijo:
- Ya lo sabes, muchacho, a buscarlo ahí, uno por uno, hasta que lo encuentres. ¿Lo entiendes? Hasta que lo encuentres –recalcó.
 
Después montó una guardia para que nadie entrase en el almacén y se llevó a Locojo, que seguía cojo, a comisaría.

-oOo-

Durante el camino de regreso a casa de Ambrosia, Ioseba Rena no apartó su brazo que la rodeaba y abrazaba tiernamente, y esta caminó junto a él con la cabeza ligeramente apoyada en su amado al que dirigía ardientes miradas. Habían vivido unas fuertes emociones y el corazón aún les latía muy deprisa. Estaban deseando llegar a casa, ella para dar rienda suelta a su amor y él para seguir buscando en la casa, pues tenía el presentimiento (después de haber sido testigo presencial del incesante trajín de la mochila) que el dichoso Códice no estaba en el chatarrero sino en algún lugar de aquella casa.

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En otro rincón de Santiago, Unai miraba con asombro al coche con el que casi se estrella, el cual iba conducido por Coro y el tal Marcelino Linaza. Mientras tanto, Mariano aún tembloroso y con los calzoncillos manchados de caca, ni siquiera se giró al oír el frenazo, sino que continuó su camino sin mirar otra cosa que los adoquines de la calzada.

Continuará...

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