Capítulo 46.- Mochila, ese oscuro objeto de deseo
Después de prestar declaración en
Comisaría, Remigio volvió a su casa y según pasaba por las oficinas de una
agencia de viajes vio un montón de folletos tirados en el suelo, así que los
recogió para ir formando con ellos un nuevo cargamento de papel. Sin embargo
eran demasiados para llevárselos todos, así que –como ya estaba muy cerca de su
casa- sólo se llevó unos cuantos con la idea de regresar luego a por el resto.
Según entró en su casa los echó
en el carro del supermercado que siempre estaba aparcado junto a la entrada y
fue a su habitación a recoger la mochila. Como aún estaban allí dentro los dos
libracos viejos, los sacó y los dejó en un rincón, sin prestarles la más mínima
atención. Antes de salir de allí con la mochila, pensó que su madre le echaría
una bronca si veía su habitación tan desordenada, así que cogió las cajas de zapatos
y la ropa que tenía desparramada por el suelo y lo apiló todo en ese mismo
rincón donde instantes antes había dejado esos libros que ya no tenían para él
el más mínimo interés.
Cuando llegó a la agencia de
viajes se alegró de que nadie se hubiera llevado el montón de folletos, algunos
muy gordos, y llenó la mochila hasta arriba. “Ya no harán falta más viajes;
mañana iré otra vez a llevarle todo esto a Marcelino”, se dijo.
Cuando llegó otra vez a su casa
vio que su madre había llegado, pero no estaba sola; allí en un rincón del
salón estaba Ioseba Rena.
- ¿Ande vienes? ¿No sabes can detenío a tu primo? –le dijo Ambrosia.
- Sí, madre, y a mí también me han hecho muchas preguntas.
- ¿Y es verdá que tiés tú la mochila del Mariano? –preguntó de nuevo su madre sin darse cuenta de cómo se le encendían los ojos a Ioseba, y sin darse cuenta que dos sombras tenían las orejas pegadas a la ventana del salón.
- Pues sí, es esta –dijo Remigio mostrándola.
Ante ese ofrecimiento se le
olvidaron todos los modales y compostura a Isoeba y se abalanzó sobre ella,
arrebatándosela para abrirla, pero no llegó a vislumbrar nada de su interior
porque en ese momento se escucharon unos golpes en la puerta y una voz que
decía: “¡Abran! ¡Policía!”.
Todos quedaron estupefactos y Ambrosia,
que no entendía qué maldito interés podía tener esa mochila que todo el mundo
la quería, se levantó y abrió la puerta.
El teniente McArron, acompañado de un policía, la saludó y sin más rodeos le dijo:
- ¿Es verdad que su hijo tiene la mochila de su primo Mariano al que hemos detenido hace una hora?
- Síii,
siiii, claro, es esta que está aquí, que se la trajo mi hijo.
- ¿Y
qué hacías con ella? –le preguntó directamente a Remigio.
- Nada,
se le cayó a mi primo cuando nos cruzamos en la calle y la cogí. Pero por
supuesto que pensaba devolvérsela, yo prefiero usar el carro del supermercado
para vender papel, en la mochila no cabe casi nada y encima pesa más.
El agente McArron cogió la
mochila e inspeccionó su contenido mientras a Ioseba se le salían los ojos de
las órbitas. Empezó a sacar folletos de cruceros por el Mediterráneo, viajes a
Benidorm para jubilados, horarios de trenes, guías de hoteles…
- ¿Y esto que es? –preguntó McArron.
- Pues los papeles que llevaba y que los he ido echando al carro para ir a venderlos.
- ¿Dónde está el carro ese?
- Pues ahí, a la entrada.
El policía que le acompañaba acercó el carro que estaba cargado de papeles.
- ¿No sabes que está prohibido robar carros del supermercado? –le inquirió McArron.
- Yo no lo he robado, este es un modelo antiguo, ahora los hacen casi todos de plástico y como puede ver este es todo de metal.
- ¡Y bien limpico que lo tiene! –terció Ambrosia, siempre orgullosa de la limpieza.
- Tiene razón el chaval –confirmó el policía.
- Está bien, veamos que hay aquí –ordenó McArron.
Comenzaron a extender por el suelo todos los papeles, cartones, incluso algunos libros pero, ni por lo más remoto, tenían más valor que el que pudieran dar por ellos al peso. En vista del fracaso de la búsqueda, se dirigió de nuevo a Remigio y le preguntó:
- ¿Y es esto todo lo que tenías?
- No, ¡qué va! Tenía el carro lleno hasta arriba y se lo vendí esta misma tarde a Tomás el chatarrero.
- ¡¿Al chatarrero?! –gritó con incredulidad y desesperación Ioseba.
- ¿Y a usted qué le importa? –se volvió McArron contra él.
- No, nada, era curiosidad, nada más –respondió disimulando.
- Bueno, pues aquí las preguntas las hago yo. ¿Dices que todo lo que tenías lo has llevado esta tarde al chatarrero?
- Sí, claro.
McArron sacó el teléfono y llamó a Central.
- Hola, soy McArron. Tenemos una emergencia: el códice Calixtino está mezclado con papeles, folletos y cartones en un cargamento que han llevado esta tarde al chatarrero, a un tal Tomás…
- Locojo –le dijo el policía que estaba a su lado.
- ¡Qué no, ya se ocupan en Central de mandar allí un coche patrulla ahora mismo! –le contestó molesto por la interrupción.
- No, lo que digo es que el chatarrero se llama Tomás Locojo.
- ¡Pues que vayan ahora mismo a por el cojo ese como se llame y que inmovilicen todo el papel y cartón que tenga! ¡Que no salga ni se mueva de allí ni una sola hoja de papel! ¿Entendido? –gritó McArron que ya tenía los mofletes del color del tomate y comenzaba a sudar pensando en las montañas de papel que se encontrarían y que habría que inspeccionar con el máximo cuidado.
- ¿Ande vienes? ¿No sabes can detenío a tu primo? –le dijo Ambrosia.
- Sí, madre, y a mí también me han hecho muchas preguntas.
- ¿Y es verdá que tiés tú la mochila del Mariano? –preguntó de nuevo su madre sin darse cuenta de cómo se le encendían los ojos a Ioseba, y sin darse cuenta que dos sombras tenían las orejas pegadas a la ventana del salón.
- Pues sí, es esta –dijo Remigio mostrándola.
El teniente McArron, acompañado de un policía, la saludó y sin más rodeos le dijo:
- ¿Es verdad que su hijo tiene la mochila de su primo Mariano al que hemos detenido hace una hora?
- ¿Y esto que es? –preguntó McArron.
- Pues los papeles que llevaba y que los he ido echando al carro para ir a venderlos.
- ¿Dónde está el carro ese?
- Pues ahí, a la entrada.
El policía que le acompañaba acercó el carro que estaba cargado de papeles.
- ¿No sabes que está prohibido robar carros del supermercado? –le inquirió McArron.
- Yo no lo he robado, este es un modelo antiguo, ahora los hacen casi todos de plástico y como puede ver este es todo de metal.
- ¡Y bien limpico que lo tiene! –terció Ambrosia, siempre orgullosa de la limpieza.
- Tiene razón el chaval –confirmó el policía.
- Está bien, veamos que hay aquí –ordenó McArron.
Comenzaron a extender por el suelo todos los papeles, cartones, incluso algunos libros pero, ni por lo más remoto, tenían más valor que el que pudieran dar por ellos al peso. En vista del fracaso de la búsqueda, se dirigió de nuevo a Remigio y le preguntó:
- ¿Y es esto todo lo que tenías?
- No, ¡qué va! Tenía el carro lleno hasta arriba y se lo vendí esta misma tarde a Tomás el chatarrero.
- ¡¿Al chatarrero?! –gritó con incredulidad y desesperación Ioseba.
- ¿Y a usted qué le importa? –se volvió McArron contra él.
- No, nada, era curiosidad, nada más –respondió disimulando.
- Bueno, pues aquí las preguntas las hago yo. ¿Dices que todo lo que tenías lo has llevado esta tarde al chatarrero?
- Sí, claro.
McArron sacó el teléfono y llamó a Central.
- Hola, soy McArron. Tenemos una emergencia: el códice Calixtino está mezclado con papeles, folletos y cartones en un cargamento que han llevado esta tarde al chatarrero, a un tal Tomás…
- Locojo –le dijo el policía que estaba a su lado.
- ¡Qué no, ya se ocupan en Central de mandar allí un coche patrulla ahora mismo! –le contestó molesto por la interrupción.
- No, lo que digo es que el chatarrero se llama Tomás Locojo.
- ¡Pues que vayan ahora mismo a por el cojo ese como se llame y que inmovilicen todo el papel y cartón que tenga! ¡Que no salga ni se mueva de allí ni una sola hoja de papel! ¿Entendido? –gritó McArron que ya tenía los mofletes del color del tomate y comenzaba a sudar pensando en las montañas de papel que se encontrarían y que habría que inspeccionar con el máximo cuidado.
Continuará...
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