Capítulo 38.- Sospechas
A la mañana siguiente, Mariano encendió el ordenador esperando que hubiera aparecido algún comprador para esos dos libros antiguos. Si conseguía venderlos no sólo se sacaría un buen dinero sino que también se quitaría un peso de encima. No sentía el menor aprecio por esas antiguallas e incluso dudaba que pudieran tener valor alguno.
Cuando por fin se encendió el ordenador y entró en su cuenta de ebay solo encontró una petición que se ajustaba a la cantidad inicial que él había solicitado. Le contestó pidiendo los datos necesarios para enviárselo y, después de un buen desayuno, se marchó a hacer ejercicio para concluir con sus sesiones de entrenamiento en el gimnasio.
Mientras tanto, aquella mañana en las dependencias de la catedral de Santiago, algo no era como siempre. Junto a uno de los ordenadores se había formado un corro de personas, entre ellos el deán de la catedral y varios expertos. En la pantalla del ordenador aparecían las fotografías de los dos códices que habían sido sustraídos, pero a la vista de ellas no podían concluir que se tratase de las piezas auténticas o de unas simples copias.
Un par de horas más tarde, un inspector de policía llegaba a la catedral y era puesto al corriente sobre el descubrimiento que, casualmente, un estudiante de historia había hecho en esa cuenta de ebay. Afortunadamente para él, nadie le había preguntado por qué se había metido en esas páginas desde el ordenador de la biblioteca, sino que simplemente centraron toda su atención en la posible autenticidad o no de esos libros que se ofrecían al mejor postor.
El inspector hizo una llamada por teléfono para ordenar que rastreasen esa cuenta de ebay para dar con el responsable de la misma y poder verificar en persona de qué clase de libros se trataba. Eso llevaría aún algunas horas puesto que cada vez había menos agentes, más delitos y menos medios para desarrollar su trabajo.
Al cabo de varias horas, ya en el camino de regreso a su casa al término de su sesión de entrenamiento en el gimnasio, Mariano entró en una papelería y compró una caja y un pliego de plástico de burbujas para envolver los libros viejos y enviárselos al comprador, ya que suponía que a esas alturas ya tendría respuesta del mismo indicándole la dirección a donde debía enviarlos. En su cara se dibujaba una sonrisa de satisfacción pensando en los 200 euros que iba a ganar.
Continuará...
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