Capítulo 52.- El hombre invisible
Cuando
Ioseba llegó hasta su coche, el espectáculo era dantesco y el corazón se le
encogió al verlo todito él envuelto en llamas. No acertaba a comprender qué
había pasado, pero el cristal lateral trasero estaba roto y todo el interior
ardía como si le hubieran echado gasolina... “gasolina” se dijo, y comprendió
no solo que aquello no había quien lo apagase sino que de un momento a otro el
coche podía volar por lo aires. Se alejó rápidamente de allí y gritó a unos
curiosos que contemplaban divertidos el espectáculo, para que se alejasen.
Apenas unos segundos después, una tremenda explosión levantó el coche del suelo
dejándolo caer de nuevo en el mismo sitio, esta vez, envuelto en unas
llamaradas mucho mayores... no era de extrañar, esa misma mañana había llenado
el depósito de gasolina.
Cuando se oyó la explosión,
Ambrosia, en un acto instintivo, abrazó su colada tratando de protegerla de la
chamusquina que ya podía olerse en todo el barrio y que comenzaba a esparcir el
tizne por todos los lugares... “pero no mi ropa recién lavada”, se dijo. Y de
inmediato cerró bien las ventanas para que su casa siguiese estando tan limpia
como siempre. Tan atareada estaba que no se dio cuenta de Remigio que, sentado
a la mesa, estaba dando buena cuenta de la cena de los tres, con tanto apetito
que hasta se le había manchado de tinta de calamares la punta de la nariz.
Se oyeron unos golpes en la
puerta y acudió Ambrosia a abrir. Lo que vio la dejó sin palabras: era Ioseba,
con la cara y la ropa llena de tizne y el semblante demudado por la impresión.
Tras unos instantes de titubeo, Ambrosia recuperó la normalidad y le dijo:
- Vamos pa dentro que tiés que lavarte bien. (Y es que ella no pensaba en otra cosa, ni siquiera cuando estaba en presencia de su amado).
Ioseba sólo acertaba a decir:
- Mico... mico...
- ¿Qué
dices de un mono? –preguntó extrañada Ambrosia.
- Mi
coche... ha explotado.
- ¿Era
tu coche?
- Sí,
y no ha quedado nada.
- ¡Válgame
Dios! –exclamó Ambrosia- ¡Si es que esos inventos los carga el diablo! ¡Ven
pacá que te lave bien questás hecho un ecce homo!
Una vez aseado, Ambrosia lo llevó
al cuarto de Remigio para buscarle algo de ropa de su hijo para que se la
pusiese, ya que la que llevaba necesitaría una buena sesión de lavadora. Lo
dejó unos instantes solo en la habitación de Remigio y este comenzó a vestirse.
Al meter una pierna por el pantalón, se le enganchó el pie dentro de la pernera
y comenzó a dar saltitos tratando de no perder el equilibrio, pero sus
esfuerzos fueron en vano; cayó de culo sobre un montón de ropa, libros, papeles
y cajas que el chico había dejado amontonadas en un rincón (era su forma de “ordenar”
su habitación). Cuando, por fin, consiguió ponerse los pantalones miró hacia el
montón donde había caído y el corazón le dio un vuelco. “¿Qué es eso?”, se dijo
mientras se acercaba a un viejo libro que asomaba en la parte baja de dicho
montón. Lo cogió y notó que el corazón se le salía del pecho: ¡Era el códice
Calixtino...! O al menos eso parecía... y estaba allí tirado entre montañas de
papelote sin valor. Lo cogió con cuidado y lo envolvió en un periódico viejo
que encontró por allí.
- Ya
estoy, Ambrosia –contestó, una vez hubo recuperado el resuello después de la
impresión que le produjo encontrar el códice, más fuerte aún que la impresión
de ver destruido su coche-. Mañana mismo te devolveré la ropa del chico, ahora
tengo que irme para dar parte al seguro.
- ¿Y
te vas a ir sin cenar...?
Ambrosia no pudo terminar la
frase porque según hablaban entraron en el salón y allí estaba Remigio, con la
nariz y los morros manchados de tinta de calamar y la fuente en donde lo había
preparado Ambrosia para los tres completamente vacía; incluso rebañada con
migas de pan según podía deducirse de los churretones que aún se apreciaban.
Por toda respuesta, Remigio soltó un eructo tan grande que hasta vibró el televisor.
Antes que Ambrosia pusiese a
caldo a su hijo, Ioseba enfiló la puerta:
- Ya te llamaré, Ambrosia, y gracias por todo.
Salió y cerró la puerta tras de
sí, mientras Remigio ponía cara de circunstancias ante la mirada asesina de su
madre, y trataba de hacerse invisible, cosa que no logró, por supuesto.
- Vamos pa dentro que tiés que lavarte bien. (Y es que ella no pensaba en otra cosa, ni siquiera cuando estaba en presencia de su amado).
- Mico... mico...
Por toda respuesta, Remigio soltó un eructo tan grande que hasta vibró el televisor.
- Ya te llamaré, Ambrosia, y gracias por todo.
Continuará...
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