lunes, 23 de julio de 2018

El último viaje

La tarde estaba lluviosa, con una tenue luz mortecina, un resplandor extraño que difuminaba los últimos y casi invisibles rayos de sol sobre el asfalto. El suelo brillaba; resbalaba a veces. El tráfico iba en aumento: era la última hora punta del día. Cada vez había más gente por la calle y todos iban como ausentes, sin mirarse, sin comprenderse. Edificios altos, contaminación, seres hacinados. Era Madrid, pero muy bien hubiera podido ser cualquier otra ciudad, otro monstruo urbano de los que cada vez abundan más. Todos circulaban como hormigas atareadas, deprisa, sin chocarse. En vez de escuchar, simplemente oían. Cada instante que transcurre en una gran ciudad muere un poco el ser humano y crece el robot viviente.

Al doblar una de las esquinas de las muchas calles que desembocaban en la Gran Avenida, hacia el final, apareció Miguel.
Su paso era lento, desacostumbradamente lento e incluso a veces titubeante. Su anorak estaba desabrochado y la capucha le colgaba arrugada por la espalda. Las minúsculas gotas de lluvia, que prácticamente flotaban en el ambiente, le habían empapado el pelo y la pechera descubierta de su camisa. ¡Era todo tan inhabitual en él...! Siempre tan metódico y ordenado, tan acostumbrado a ir perfectamente abrochado y sin mojarse el pelo... No cabía lugar a duda: algo le sucedía.
En la mano llevaba un papel y, en un momento dado, su mano se crispó y lo arrugó. Después, con fuerza y sin cuidado, lo introdujo en su bolsillo. Sus ojos parecían como llorosos... o tal vez fuese la lluvia que resbalaba por su cara.

Siguió caminando despacio. A veces se paraba. Vio una luz roja y hacia allí se dirigieron sus pasos: era un pub. Al llegar a la puerta, esta vez no dudó. Como si de antemano conociese el lugar se dirigió a la barra. Pidió un café irlandés mientras se desabrochaba y se quitaba el anorak. Respiraba hondo, entrecortado, y con las manos se limpió el agua de la cara. Se quedó fijo, mirando al camarero, siguiendo paso a paso el proceso de preparación de lo que había pedido. A su lado, apenas dos personas; más allá, sentados por los rincones en cómodos sofás, algunas figuras (posiblemente parejas de enamorados) aunque desde la barra apenas si se les distinguía. La música estaba a todo volumen y apagaba los susurros de los clientes. Se respiraba un aire despejado, con un cierto aroma de alcohol.

El camarero se acercó hasta él y depositó la copa sobre la barra. Miguel la recogió. También recogió el posavasos, quizás en un intento de volver a su ordenada normalidad, y se dio la vuelta. Avanzó unos pasos buscando un rincón tranquilo, un rincón vacío de parejas. Por fin lo encontró.
A su lado colocó –ya con cuidado- su prenda de abrigo y –con cuidado también- se sentó. Se apoyó contra el respaldo y muy despacio se llevó la copa de fino cristal hasta los labios. Dio un primer sorbo y el calor, el café y el alcohol, le hicieron sentirse más a gusto; una sensación reconfortante después de haber soportado la inclemencia del exterior. ¿Cuánto habría caminado hasta llegar aquí? ¿De dónde vendría? ¿Qué hacía a estas horas y en un día con tan mal tiempo, en la calle?

En sus ojos, resplandecientes, la humedad que se percibía no era lluvia sino un llanto mudo que iba acompañado de una mirada triste que se perdía en el fondo de la copa de cristal que sostenía entre sus dedos. Se llevó la mano a los bolsillos, rebuscando algo, y ese algo era el papel que poco antes había arrugado y guardado. Tembloroso lo extendió sobre la mesa y lo miró fijamente. En la cabecera aparecía impreso el nombre de un doctor, en medio una jerga médica que no entendía y, al final, una última frase: “Calculamos que la esperanza de vida no podrá prolongarse más allá de un año”.
Permaneció inmóvil y después se inclinó apoyando los codos en la mesa, sujetándose la cabeza con las manos y arando el pelo con los dedos. Trataba de ordenar su mente; al fin y al cabo ya no había remedio, tendría que afrontar –con valentía o cobardía ¡daba igual!- los hechos.
Se llevó la copa a los labios y bebió un nuevo sorbo, después un trago. Se recostó otra vez sobre el respaldo. Cerró los ojos y pensó, tenía que encontrar el rumbo a seguir a partir de aquél momento puesto que todo ya no podría ser igual que antes. No tenía una fecha concreta, pero estaba claro que su fin estaba cercano, que casi se podía tocar con la yema de los dedos.

Cuando entró en el pub oyó la música atronadora que apagaba los demás sonidos. No se dio cuenta de más, quizás porque su preocupación, su angustia interior era tanta, que su intensidad bloqueaba por completo la receptibilidad de todos sus sentidos. Sin embargo, una vez había transcurrido un cierto tiempo en aquél ambiente empezó a discernir los sonidos y se dio cuenta de la música que amenizaba el local. Era Serrat. Eran canciones antiguas, de cuando él tenía veintiún años. No eran canciones cualquiera: cada una de ellas, cada compás, cada letra, cada frase, le llevaba a la memoria pasajes de otro tiempo. Los ojos, de repente, se le llenaron de ayer.

Como si estuviera en el trance de la muerte, ya separada el alma de su cuerpo (al que se ve allí abajo mientras se siente uno succionado por un túnel y en la retina del alma comienzan a destellar todos los flashes del pasado), comenzaron a desfilar ante él muchos rostros conocidos: amigos a los que hacía ya muchos años perdió la pista, pero, sobre todo, rostros femeninos, los de aquellas mujeres  que significaron algo para él. También ellas se habían quedado atrás, un día cualquiera, en el olvido. Y las quería; a todas las quiso siempre por uno u otro motivo, bien fuera por amistad, por amor o por instinto.

Pero la historia, su historia confusa donde la realidad, los sueños y los anhelos se entremezclaban de tal forma que no era capaz de distinguirlos, llegaba ahora a su final. Cuando llegase, no estaba seguro si sería capaz de distinguir lo real de lo imaginado. En cualquier caso, para él, todas esas experiencias, reales o inventadas, formaban parte de su equipaje, de su aprendizaje en esta travesía terrenal. Cometió –y soñó también- muchos errores, pero siempre buscó la forma de dar sentido a su existencia y la palabra “dar” y la palabra “mujer” formaron siempre parte de ella.

Apuró su copa y salió de nuevo a la Gran Avenida. Su menuda figura, vacilante, en medio de la llovizna, se fue perdiendo por el horizonte y sus huellas se borraron para siempre con la lluvia. Ya sólo quedaría en esta tierra la débil sombra de un recuerdo.

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