lunes, 9 de julio de 2018

La noche infiel

Puso disculpas a todo el mundo, incluso a sus seres queridos, para salir aquella noche.
Ya después de cenar solo en aquella cafetería, leía el periódico mientras le servían el café. Pero no podía concentrarse en la lectura. Como siempre, se veía envuelto en multitud de embarullados recuerdos que no le dejaban descansar. “Necesito serenarme”, pensó. Su vista se detuvo en una página del periódico anunciando una película. “Iré al cine”, se dijo. Encendió un cigarrillo y tomó un sorbo de café. “Necesito tranquilizarme y no puedo. Ahora todos me creen en... ya ni me acuerdo de la disculpa que puse... Pero necesito estar solo. ¿Qué pasaría si se enterasen?... Será mejor que vaya al cine o llegaré tarde”. Pagó la cuenta y salió. “¿A qué hora regresaré? ¡Bah! es igual, necesito estar solo”. Caminó por las calles deprisa para vencer el frío invernal. No quería pensar en nada. Las luces de las calles, los semáforos, la gente alegre que pasaba junto a él, los escaparates engalanados... nada llamaba su atención.

Llegó al cine. Sacó una entrada. Aún no había empezado la película. Aprovechó para tomar una copa en la barra. Sin saber por qué, comenzó a analizar a las personas que lo rodeaban: Un matrimonio de viejos “qué cerca tienen la muerte”, unos punkies “qué ridículos”... ningún pensamiento duraba más de dos segundos en su mente. Encendió otro cigarrillo.
- ¿Me da fuego, por favor?
Miguel se volvió y vio a una mujer delgada, alta, morena, elegante, sola... quedó turbado un momento.
- ¡Ah, sí, no faltaba más!
Se fijó en sus manos finas y elegantes, en el aroma que desprendía.
- Gracias.
- A usted –añadió, sonriendo, sin darse cuenta de lo que había dicho.
¿Por qué en vez de contestar con el “de nada” clásico, le había devuelto el “gracias”? Ahora lo pensaba y lo encontraba extraño. Se dio cuenta, al mirar a su entorno con más detenimiento, que aquella mujer había ido sola, efectivamente, al cine. “¿Quién será?”. Era guapa, elegante, lo atraía. Pero de nuevo sintió que unas cadenas lo frenaban: tenía toda su vida demasiado organizada, no había opción para introducir un elemento más, se rompería el equilibrio. Se fijó en sus ojos amplios. No podía evitarlo, se sentía atraído hacia aquella mujer. “¡Bah! –se dijo- esto no pasa ni siquiera en las películas”. ¡Para qué engañarse, necesitaba desahogar en un cuerpo ajeno la intranquilidad que lo envolvía! Giró la cabeza y se vio reflejado en los espejos de una columna. ¿Quién era aquél? ¿Era Miguel? Eso parecía. Se dio cuenta de que aquella noche estaba atractivo. “¿Se sentirá atraída por mí?”. Inmediatamente había que romper el recuerdo de otra mujer que ocupaba toda su mente. Se escuchó un timbre. Hizo una seña al camarero para pagar su consumición. Por un momento sintió el impulso de pagar la consumición de su anónima vecina de barra. “No creo que le sentase bien. Este no es el momento. Pero ¿por qué me imagino tantas cosas? Todo es más sencillo y menos bonito. Dentro de unos segundos entraremos en la sala y no volveremos a vernos”. Sonrió amargamente mientras recogía el cambio y acto seguido entró en la sala; la película estaba a punto de comenzar. Conforme avanzaba por el pasillo central en pos de su butaca, pensaba que le hubiera gustado estar sentado a su lado de aquella hermosa mujer con la que intercambió unas miradas en la barra el bar. “¿Qué tonterías!”, se dijo.
- Allí, junto a aquella señora –le indicó el acomodador.
- Gracias.

En ese momento comenzaba la proyección. “Debe ser buena la película”, pensó. Como siempre, empezó a leer toda la lista de actores, maquilladores, técnicos de sonido, técnicos de montaje... era un pequeño ritual que siempre cumplía. “Si yo fuese maquillador, me gustaría que la gente leyese mi nombre, por eso, como me gusta ponerme en el lugar de los demás, yo también leo sus nombres”, se repetía.

La película comenzó. Sonrió ante un gag. “Creo que me va a gustar”, pensó. Era una película de amor intrascendente, de esas en donde lo único que ocurre es que dos personas se aman y exponen sus pensamientos. Todo sencillo. “Todo sencillo”, pensó. Cruzó las piernas y se le cayó el periódico. Se agachó a recogerlo y dio un pequeño golpe con el codo a la señora que estaba a su lado.
- Perdone –susurró.
No pudo decir más. Sus ojos habían quedado paralizados y no sabía cómo reaccionar. La “señora” sentada a su lado era aquella mujer a la que había ofrecido fuego hacía unos momentos en la barra del bar. Lentamente se incorporó. No quiso pensar en nada, pero notaba cómo era incapaz de concentrarse en la película; pensaba en ella, la joven elegante que le pidió fuego. Su educación lo contuvo como siempre.

La película estaba apunto de finalizar. Miró un momento a su vecina de butaca y se dio cuenta que unas lágrimas resbalaban por sus mejillas. Por un momento pensó si podía ser a causa de la película, pero inmediatamente rechazó la idea; en la película no había nada que pudiese hacer llorar.
- ¿Le ocurre algo? –le preguntó.
- Nada, gracias.
- Perdone, pero si puedo ayudar en algo...
- No, no es nada –respondió ahora en un tono más seco.
- Lo siento, simplemente es que me encontraba solo y deseaba hablar con alguien.
Ella quedó silenciosa. Pareció como si fuese a decir algo, pero inclinó la cabeza y colocó su mano sobre el brazo de Miguel.
- ¿Le importaría acompañarme hasta mi casa? No quiero volver sola tan tarde –le dijo ella.
- Por supuesto que sí, lo haré encantado –respondió él sin llegar a ser muy consciente de lo que estaba sucediendo o podía llegar a suceder.

Y efectivamente terminó la película. Pero allí nadie había soñado. Se levantaron. Ella hizo un esfuerzo por aparentar normalidad. Cogida de su brazo se dirigieron al guardarropa. Entregaron sus respectivas fichas. Miguel pagó. Le ayudó a colocarse el abrigo.
- ¿Dónde vive? –le preguntó Miguel mientras salían.
- Tengo el coche en aquella acera.
Sacó las llaves del bolso. Entraron. Encendió el motor. Esperó unos segundos. Arrancó.
- No nos hemos presentado, me llamo Miguel.
- Eva.
- Me gusta su nombre. Siempre he sido partidario de los nombres cortos y sencillos.
- Antes de nada, y para no llevarnos a engaños, le diré que estoy casada.
- Yo también.
Quedaron silenciosos un momento. Un coche se cruzó. Dio un frenazo.
Continuaron.
- Hemos llegado.
Miguel se fijó en la calle, la conocía, era uno de los mejores barrios de la ciudad. Bajaron. Cerró el coche. Cruzaron la calle. Abrió el portal. Entró con ella. Llamaron al ascensor. Subieron. Ninguno hablaba. Abrió la puerta.
- Si quiere podemos charlar un rato –dijo Eva- ¡Oh! perdone, quizás a usted le están esperando.
- No me esperan hasta mañana.
La puerta se cerró tras ellos. Se dirigió al mueble bar y le ofreció una copa.
- Gracias por acompañarme –brindaron-. Mi marido no vendrá hasta dentro de dos días –bebió un sorbo-. Yo lo quiero, somos felices, pero no sé que me ha pasado hoy. Cuando lo vi en el bar del cine sentí un gran deseo de estar a su lado, de hablarle.
- Algo parecido me ocurrió a mi. Esta tarde puse en casa una disculpa. Necesitaba estar solo, apartarme de todo, encontrarte... a ti, tal vez –dijo comenzando a tutearla.
Continuaron hablando mientras apuraban sus copas. La conversación comenzó a salir de forma más fluida, como si se conociesen de muchos años atrás. Habían olvidado todo lo que eran, todo lo que habían sido... sólo eran capaces de sentir y de vivir aquél fugaz momento.

Se asomaron a la terraza y contemplaron la noche cerrada y silenciosa pero vivamente iluminada por las luces de la ciudad. La abrazó y ella se recostó suavemente sobre su hombro.
- Sé que no está bien esto que estamos haciendo –dijo Miguel- pero deseo estar aquí contigo y vivir este momento.
- ¿Sabes? –respondió Eva- me gustan tus manos y lo bien que hueles. Me di cuenta desde el primer momento allá en el cine.
Se besaron.
- ¿Por qué hacemos esto? –preguntó él.
- Porque nos necesitamos esta noche. Sé que después de estas horas no volveremos a vernos. Ninguno de nosotros puede romper su vida, no sería justo. Te necesito y te quiero, sí, pero sólo ahora, en este preciso momento.
- Somos unos infieles –se reprochó Miguel- ¿con qué derecho engañamos a nuestros seres más queridos?
- No tenemos ningún derecho a hacerlo.
- Pero lo hacemos.
- ¿Por qué?
- Será, sencillamente, porque lo necesitamos; tampoco hay que buscarle más explicaciones.
- Tienes razón, si ahora no nos amásemos seríamos infieles a nosotros mismos.
- En realidad –añadió Miguel- esto es solo un excepción, no la norma en nuestras vidas.
- Una excepción a la que no hemos podido resistirnos –respondió ella.
- Dejémoslo así. ¿Qué nos importan ni el ayer ni el mañana? Nosotros somos, ahora, nuestros.
- Y también se puede hablar sin palabras –añadió Eva, tirando de él hacia el dormitorio.

A partir de aquél momento todo fue un resbalar entre sábanas limpias. Atrás había quedado todo. Delante no había nada. Sólo existía el presente de aquellos momentos de felicidad. Sus cuerpos se comunicaron todos sus pensamientos hasta quedar limpios de problemas. Latieron juntos, Vibraron juntos. Respiraron juntos. Soñaron juntos. Vivieron juntos... amaron, simplemente, y quedaron finalmente abrazados y envueltos en la claridad de aquellas sábanas y de sus mentes.
Respiraron tranquilos. Acaso alguna tímida lágrima de alegría rodó por sus mejillas para morir en aquellos labios ajenos liberadores de angustias y problemas. Todo había sido un mutuo acuerdo, una mutua necesidad, un mutuo impulso. Los dos lo quisieron, sabiendo los pros y los contras, sabiendo que después de aquél insospechado encuentro no volverían a verse. Por eso no se reprocharon nada. Tan solo fue una escapada, un juego, una trasgresión de la sociedad y de sus normas.

Sabían que el tiempo pasaba, que habrían de separarse y que lo más que podrían quedar era un fugaz recuerdo. Por eso Miguel se levantó despacio. Besó a Eva con ternura. Se vistió despacio. Quizás nunca nadie, ni siquiera ellos mismos, se lo reprochasen. Las sábanas tampoco. Esa única noche de infidelidad en su vida había sido una necesidad psicológica, no biológica. La miró a los ojos por última vez, a esos ojos que brillaban como nunca, y se despidió.

Despacio, bajó a la calle. El frío del ambiente le impulsó a caminar deprisa. Cogió un taxi. Llegó a su casa. Abrió la puerta con cuidado. Se quitó la ropa y se metió en la cama.
- ¿Cómo llegas tan tarde? –le preguntó su mujer.
- Tuve que hacerlo, era muy importante para mí.
- Y el whisky también? –le dijo, sonriendo, acercando sus labios.
- Sí, también –le respondió sonriendo y feliz.
La luz se apagó. Mañana, como siempre, se encargaría de borrar el pasado.

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