También en el mar he practicado este deporte, aunque
procuro elegir para ello esos días en que el mar está completamente en calma,
sin olas. Y es que tengo una manía: no me gusta mojarme la cabeza y me molesta
mucho que una ola me salpique o me cubra. Como podéis comprender esto supone un
mérito añadido, porque pocas personas hay que sean capaces de estar más de una
hora nadando y salgan después del agua con el pelo completamente seco (a
excepción, claro, de los “abuelillos” del cogote).
Para no preocupar a la familia (y para no preocuparme yo,
tampoco) mis sesiones de Natación en el mar se hacen en paralelo a la costa, a
una distancia suficiente como para no hacer pie y poder nadar bien, pero no tan
lejos como para no poder volver nadando a la orilla si surgiese algún
imprevisto. Y uno de esos imprevistos me sucedió una vez hace pocos años.
Estaba nadando en la playa de Muro (Alcudia, Mallorca) cuando algo me picó en
una pierna y empecé a sentir un escozor enorme. Tampoco hay que exagerar y
decir que no podía moverme, porque sí que podía moverme y nadé rápido hacia la
orilla en donde descubrí una zona enrojecida, posiblemente por el roce de una medusa.
La sospecha se confirmó horas más tarde cuando vi merodear por la orilla
algunas Cnidarias (o sea, medusas). El relato de tal aventura quedó reflejado
con estas palabras en un escrito que publiqué poco después en mi blog (nótese
el tono épico de aquellos históricos acontecimientos):
“La claridad del amanecer fue atravesando con delicadeza
mis párpados y me hizo despertar a un nuevo día. Me levanté, salí a la terraza
y contemplé la enorme bahía cuyas aguas parecían inmóviles y en su quietud me
llamaban pidiéndome que, como cada día, mis brazos, nadando, las desperezaran.
Atravesé la arena ante la impávida mirada de las tumbonas recostadas junto a sus respectivas sombrillas, mientras los primeros rayos del sol se clavaban de forma horizontal y les hacían proyectar largas sombras.
Me sumergí en las aguas y comencé a nadar, tonificando mis músculos con el esfuerzo, llenando igualmente de energía mi alma. Cada nueva brazada levantaba una pequeña ola que se extendía por la superficie del mar hasta perderse en el horizonte y mi cuerpo era una minúscula mota que avanzaba incansable, durante una hora, por el horizonte.
Pero aquél día, todo fue diferente. En un momento dado algo agarró mi pie y un intenso dolor, cual dentellada, se clavó en mi tobillo. Agité los pies y logré desembarazarme de aquello y nadé con fuerza hasta la orilla... pero estaba lejos. Comprobé que, a pesar del dolor, aún podía mover la pierna, así que continué nadando perpendicular hasta la orilla. Cuando por fin hice pie, miré mi tobillo y no vi nada; me fijé un poco más y aprecié unas marcas blanquecinas y justo ahí un intenso dolor que penetraba hasta el interior de mi tobillo. Me lavé bien aquella zona con el agua del mar y tan pronto llegué a la habitación del hotel me apliqué Synalar Gama. El acetónido de fluocinolona mitigó el dolor aun cuando este persistió durante todo el día al tiempo que unas ronchas rojizas se alzaban alrededor de mi tobillo.
Al amanecer del día siguiente me sumergí de nuevo en el mar, pero esta vez alertado ante cualquier posible ataque. Y de repente, a tan solo un metro de distancia de mí, la vi venir sigilosa hacia mi encuentro: era una Cnidaria o medusa, de cabeza compacta y marrón de unos 30 centímetros de diámetro y gruesos tentáculos transparentes. Al parecer no había tenido suficiente con el mordisco del día anterior y quería completar su almuerzo.
Yo la miré fijamente y detecté sus aviesas intenciones. Bien es sabido que las medusas se alimentan de fito y zooplancton, pero no suelen desdeñar otro tipo de alimentos aunque el ser humano no figure en su menú. Por lo que se veía, yo era de lo más apetitoso. Se avecinaba un combate desigual: ella con sus tentáculos urticantes dispuesta a clavarlos en mí como el día anterior; yo en cambio, sin nada con que defenderme puesto que no podía tocarla. Pero entonces saqué partido de mis sesiones de natación y comencé a mover los brazos en el agua para generar una corriente que la llevase hasta la orilla. Ella se resistió y me miró con sus ocelos, esas células fotosensitivas que hacen la vez de ojos, pero no comprendió nada al carecer de cerebro. Así, poco a poco, la fui empujando hasta la orilla y su cuerpo finalmente agonizó en la arena.
Tomé fotografías de aquél monstruo mientras un grupo de turistas alemanes se acercó con curiosidad y asombro. Unos días después, el ataque de la medusa sólo era un vago recuerdo que tan solo se avivaba cuando miraba mi tobillo aún enrojecido, aunque ya sin dolor, gracias a mi fiel amigo e inseparable compañero de viajes, el Synalar Gama”.
Si escribes “Vicente Fisac” en Amazon, podrás ver todos los libros de este autor.
Atravesé la arena ante la impávida mirada de las tumbonas recostadas junto a sus respectivas sombrillas, mientras los primeros rayos del sol se clavaban de forma horizontal y les hacían proyectar largas sombras.
Me sumergí en las aguas y comencé a nadar, tonificando mis músculos con el esfuerzo, llenando igualmente de energía mi alma. Cada nueva brazada levantaba una pequeña ola que se extendía por la superficie del mar hasta perderse en el horizonte y mi cuerpo era una minúscula mota que avanzaba incansable, durante una hora, por el horizonte.
Pero aquél día, todo fue diferente. En un momento dado algo agarró mi pie y un intenso dolor, cual dentellada, se clavó en mi tobillo. Agité los pies y logré desembarazarme de aquello y nadé con fuerza hasta la orilla... pero estaba lejos. Comprobé que, a pesar del dolor, aún podía mover la pierna, así que continué nadando perpendicular hasta la orilla. Cuando por fin hice pie, miré mi tobillo y no vi nada; me fijé un poco más y aprecié unas marcas blanquecinas y justo ahí un intenso dolor que penetraba hasta el interior de mi tobillo. Me lavé bien aquella zona con el agua del mar y tan pronto llegué a la habitación del hotel me apliqué Synalar Gama. El acetónido de fluocinolona mitigó el dolor aun cuando este persistió durante todo el día al tiempo que unas ronchas rojizas se alzaban alrededor de mi tobillo.
Al amanecer del día siguiente me sumergí de nuevo en el mar, pero esta vez alertado ante cualquier posible ataque. Y de repente, a tan solo un metro de distancia de mí, la vi venir sigilosa hacia mi encuentro: era una Cnidaria o medusa, de cabeza compacta y marrón de unos 30 centímetros de diámetro y gruesos tentáculos transparentes. Al parecer no había tenido suficiente con el mordisco del día anterior y quería completar su almuerzo.
Yo la miré fijamente y detecté sus aviesas intenciones. Bien es sabido que las medusas se alimentan de fito y zooplancton, pero no suelen desdeñar otro tipo de alimentos aunque el ser humano no figure en su menú. Por lo que se veía, yo era de lo más apetitoso. Se avecinaba un combate desigual: ella con sus tentáculos urticantes dispuesta a clavarlos en mí como el día anterior; yo en cambio, sin nada con que defenderme puesto que no podía tocarla. Pero entonces saqué partido de mis sesiones de natación y comencé a mover los brazos en el agua para generar una corriente que la llevase hasta la orilla. Ella se resistió y me miró con sus ocelos, esas células fotosensitivas que hacen la vez de ojos, pero no comprendió nada al carecer de cerebro. Así, poco a poco, la fui empujando hasta la orilla y su cuerpo finalmente agonizó en la arena.
Tomé fotografías de aquél monstruo mientras un grupo de turistas alemanes se acercó con curiosidad y asombro. Unos días después, el ataque de la medusa sólo era un vago recuerdo que tan solo se avivaba cuando miraba mi tobillo aún enrojecido, aunque ya sin dolor, gracias a mi fiel amigo e inseparable compañero de viajes, el Synalar Gama”.
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