lunes, 13 de mayo de 2024

Pesca (y 3)

Siguieron pasando los años y aquella caña de pescar sólo conseguía coger polvo y olvido en un rincón del armario, hasta que un buen día fue a morir en la basura. Y yo seguí creciendo y practicando muchos deportes aunque no la Pesca, hasta que un buen día, ya en plena madurez, fui a vivir otra inusual experiencia.
 
Me había invitado (tal como relato en otro capítulo de este libro) mi amigo Ingar Pedersen, a pasar una semana en su cabaña de las montañas, en el centro de Noruega. Allí nos dedicábamos a caminar por las montañas durante todo el día, en medio de aquella exuberante y virgen naturaleza, y sólo al final del día regresábamos a la cabaña para descansar, relajarnos con algún trabajo o reparación casera, y cenar viendo los partidos de fútbol del Mundial que se estaba celebrando en esas fechas.
 
Yo le había comentado previamente que, entre las diferentes actividades que podíamos realizar en aquella semana de vacaciones conjuntas, se podía incluir algún día de Pesca. Desde luego, la región de Telemark está llena de ríos (cuya anchura es casi igual a la longitud de los ríos españoles... bueno, exagerando un poco) y de innumerables lagos de todos los tamaños; por consiguiente hay buena pesca y ya mi amigo me había confirmado que algunas veces (aunque esa no fuese su principal afición) solía ir a pescar. El caso es que, por satisfacer mi deseo, me dijo que sí y así me lo reiteró cuando el primer día llegué a su casa unifamiliar y, después de enseñarme las cañas de pescar que íbamos a utilizar me dijo “y ahora vamos a por el cebo”. No sabía yo muy bien a qué se refería pero me llevó al jardín en donde había, en un rincón, una montaña de tierra de más de un metro de altura (ahora sé que eso se llama “compost” pero como nunca he tenido una parcela...) y entonces metió la mano y tras moverla por ahí sacó: una lombriz. Quedé aterrado viendo aquél repugnante espectáculo, lo cual le hizo mucha gracia; así que siguió metiendo la mano una y otra vez hasta tener un frasco lleno de esas asquerosas lombrices, mientras me repetía una y otra vez entre carcajadas si no quería yo también “pescar” alguna, a lo cual me negué, por supuesto.
 
Ya instalados en su cabaña aislada entre las montañas, cogimos las cañas de pescar y nos fuimos a un caudaloso río. Elegimos un precioso lugar en la ribera del río y entonces llegó el temido y fatal momento: coger una lombriz y pincharla en el anzuelo. Tengo que reconocer que no vale como excusa decir que amo a los animales y no me gusta hacerles daño, la verdad pura y dura es que me resultaba asqueroso coger una lombriz y encima pincharla en el anzuelo, así que él, con gran paciencia, hizo ese trabajo por mí. Gracias a eso puede lanzar el sedal y el anzuelo al río y esperar... eso, y esperar, y esperar, porque allí no picaba nada, si acaso algún mosquito en nuestro cogote.
 
De vez en cuando tirábamos del sedal para comprobar el anzuelo y el cebo, y la lombriz seguía en su sitio sin que ningún pez osase comérsela. Si mi don, en vez de la escritura hubiese sido el de la ilustración o la caricatura, hubiera dibujado –para rememorar aquél momento- una lombriz muy contenta, en traje de baño, disfrutando de las repetidas zambullidas en el agua, ante el asombro y decepción de los atribulados pescadores. Pero es que fue eso lo que pasó, no picó ni un solo pez, ni en su caña ni en la mía.
 
Otro día repetimos la misma experiencia, esta vez en un lago, pero el resultado fue similar. Sin embargo, el fracaso estrepitoso de nuestra pesca tuvo un final feliz, porque en esta vida hay que ser previsores e Ingar lo era: se había llevado unas enormes y preciosas truchas congeladas que ese mismo día puso a descongelar y después cocinamos a la brasa. En fin, menos da una piedra.
 
Y esta ha sido mi experiencia practicando el arte o deporte (como queráis llamarlo) de la Pesca. Lo que parecía comenzar como una carrera prometedora se quedó en el más sonoro de los fracasos y las más frikis experiencias, aunque no por ello he dejado de comer pescado... que pescan otros. Y es que los hay con más suerte.
 

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