Ya he comentado en el post relativo al esquí o a los
demás deportes de invierno, que estas modalidades deportivas no son aquellas en
las que más destaco a pesar de la gran atracción que siento hacia la nieve y
hacia todo lo relativo a los países nórdicos. Parecía un contrasentido que un
noruego de corazón como yo no practicase, como mínimo de forma correcta, ningún
deporte nórdico... hasta que conocí la Marcha nórdica o Nordic walking. Se
trata de una especialidad que consiste en caminar por el campo ayudado con unos
bastones similares a los del esquí (ojo, pero no iguales). Tiene la ventaja que
se puede practicar a cualquier edad y, en mi caso, esa edad ha sido la tercera,
es decir, la tercera edad, o sea, ya pasados los 65 años.
Quizás sea por eso, que por los pocos años que llevo
practicando Marcha nórdica, aún no tengo ninguna anécdota que contar, sólo
reseñar que –según dicen- en este deporte se ejercitan más músculos incluso que
en la Natación, lo que le convierte en el deporte más completo. Téngase en
cuenta que la Marcha nórdica vuelve al hombre cuadrúpedo ya que el uso que se
da a los bastones es el equivalente a ir a cuatro patas y por tanto se ejercitan
por igual tanto las piernas como los brazos, además del resto del cuerpo con
una ventaja añadida: la espalda permanece recta y erguida, lo cual resulta muy
beneficioso para la salud de la espalda.
Para practicarlo sólo se necesita aprender bien la
técnica de marcha, unos buenos bastones, un buen calzado deportivo y el
horizonte de un amplio parque o del campo para insuflar energía a nuestro
cuerpo y a nuestra alma.
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los libros de este autor.
Una de las disciplinas del Atletismo es la Marcha
atlética, a la que también se la conoce simplemente como Marcha, un deporte en
el que se intenta caminar lo más rápido posible pero sin llegar a correr, por
eso siempre debe estar apoyado en el suelo uno de los dos pies y cuando en
algún momento los jueces ven que el marchador no ha tocado el suelo con ninguno
de los dos pies le dan una amonestación y a la tercera será expulsado de la
prueba. España ha tenido grandes marchadores y uno de ellos he sido yo aunque
no haya competido nunca.
Tanto en pistas de Atletismo como en algún parque o zona
lisa donde no hubiera demasiada gente mirando (los movimientos que debe hacer
el marchador oscilan entre lo ridículo y lo cómico) me dedicaba a este curioso
deporte para el que se necesita poco peso corporal y mucho nervio. Para poder
impulsar el cuerpo adecuadamente hay que ir moviendo mucho las caderas con cada
paso al tiempo que los brazos, doblados por el codo, se mueven con brío
conforme se avanza... por eso digo que el aspecto del marchador suele ser
cómico o ridículo. Lo que resulta evidente es que con la marcha se pueden
alcanzar importantes velocidades; he llegado a alcanzar los 8 kilómetros hora
(velocidad a la que muchos suelen correr) en los aparatos de cinta móvil que
hay en los gimnasios y que la gente utiliza precisamente para correr, no para
hacer Marcha. Sin embargo esas cintas para correr (o eventualmente hacer Marcha
como algunas veces he hecho en ellas) no ofrecen ningún aliciente salvo el
conocer la velocidad a la que vas y la distancia recorrida. Lo bonito de la
Marcha es avanzar por el campo y descubrir nuevos parajes, no estar como un
tonto caminando sin moverse del sitio.
De mi estilo como marchador dio buen aprueba un vídeo que
colgué hace años en YouTube y que titulé “Correcaminos hispanicus y Coyote”. En
este brevísimo vídeo se me podía ver practicando la marcha un una pista de
Atletismo de la Ciudad Universitaria de Madrid. Como lo de la Marcha ya he
dicho que resulta cómico, por eso titulé ese video como “Correcaminos
hispanicus” ya que así era como me sentía al practicar este deporte. Pero “¿Y
lo de Coyote?”, te estarás preguntando. En aquella ocasión en que tomé el vídeo
no iba solo sino que me acompañaba mi perro, un pequeño Westin, el cual nada
más verme aparecer marchando a toda velocidad como el pájaro Correcaminos,
salió corriendo detrás de mi tal como hacía su eterno enemigo el Coyote, por
eso le adjudiqué a mi perro el papel secundario de Coyote en esta súper mini
producción cinematográfica. ¿Y cuánto duraba el vídeo? Pues sólo nueve
segundos, ya que la cámara estaba colocada sobre un trípode en modo automático
y mi velocidad era tal que enseguida me salí del encuadre.
Actualmente practico muy poco la Marcha pero cuando voy
andando por la calle he conseguido ir casi a la misma velocidad que un
marchador aunque sin mover de esa forma tan exagerada la cadera y los brazos.
Con esto consigo que mi recorrido por las calles no llame la atención, por más
que la velocidad que alcanzo levante una corriente de aire que despeina a todos
los que adelanto.
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Quizás muchos de los que estáis leyendo este libro no
sabéis lo que es el Luge, así que os lo aclararé. Se trata de un deporte
olímpico de invierno que, junto al Bobsleigh y el Skeleton representan
distintas modalidades de descenso en trineo (Luge es una palabra francesa que
significa trineo ligero). Las características del trineo, según se explica en
este deporte, os resultarán familiares: un pequeño armazón en donde el piloto
va sentado o tumbado boca arriba y mirando hacia delante, basculando con su
cuerpo para dirigirlo.
La realidad es que todo aquel que haya sido niño o tenga
niños, habrá disfrutado de este deporte de invierno. Pero para sorprender al
lector, como me gusta hacer, contaré una de mis primeras experiencias cuando no
tenía trineo y, aunque ya era mayor de edad, tampoco tenía mucho conocimiento
dentro de la sesera. Subí a Navacerrada un domingo con buena cantidad de nieve
y numerosos esquiadores en las pistas. Como no tenía trineo, no se ocurrió otra
cosa que coger una gran bolsa de plástico, de esas que da El Corte Inglés para
proteger los trajes (eso demuestra que lo hice con premeditación y alevosía,
puesto que la bolsa no estaba en el maletero del coche por casualidad). Y busqué
una pendiente por donde pudiera deslizarme con ella a modo de trineo. Por fin
encontré una pendiente preciosa y despejada, me senté sobre el plástico y me
lancé por ella. Según bajaba a toda velocidad, me sorprendió que me adelantara
un esquiador, y un poco más tarde otro, y al cabo de unos segundos un silbato y
unos gritos me alertaban para que me apartase de allí. ¡Me había lanzado por
una pista de esquí! Cuando me di cuenta, ya no había posibilidad de marcha
atrás, así que giré como puede hacia un lado para salir por un costado de la
pista, antes de llegar hasta el final. Recogí mi plástico y me alejé tan
deprisa como pude, diciendo a lo Bart Simpson: “Yo no he sido, yo no estaba
allí”. Seguramente me llamaron de todo, pero el gustazo que me di bajando por
aquella inmaculada pendiente no me lo quita nadie.
Ya más en serio, acudí otras muchas veces a la sierra
madrileña para practicar Luge, unas veces con trineos alquilados y –cuando tuve
niños pequeños- con uno de plástico que les compre (bueno, que compré para
todos porque yo lo utilizaba tanto o más que ellos).
Ahora bien, si creéis que con esto he acabado, estáis muy
equivocados, porque ya más en serio también lo he practicado, pero para eso
tendrás que irte a la letra “O” de “Olimpiadas de Invierno”: mi primera y única
carrera seria y competitiva de trineos, o sea, de Luge.
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Otra de las pruebas típicas del Atletismo es el
Lanzamiento, del que existen muchas modalidades según qué objeto sea el que se
lance. Los más comunes son el lanzamiento de peso, de disco, de martillo y de
jabalina. Por lo que se refiere a mi experiencia en Lanzamientos, la verdad es
que he “lanzado” muchas cosas a lo largo de mi vida. De jabalina, nada, si
acaso algún palo cuando paso un día de campo. De disco, tampoco, porque siempre
he apreciado mucho mis vinilos y si alguno se ha roto, sencillamente lo he
depositado con gran dolor de mi corazón en el cubo de basura. De martillo
tampoco, porque aunque me guste el bricolaje no se me ocurre lanzarle el martillo
a nadie, so riesgo de escalabrarlo. Finalmente queda eso del lanzamiento de
peso, y sí que es verdad que he lanzado objetos de las más diversas formas y
pesos en todo tipo de circunstancias, tanto recreativas como de pura necesidad.
Si hay que atravesar un río, lanzo primero la mochila al
otro lado y luego salto yo. Si hay que hacer caer un balón de la copa de un
árbol, le lanzo piedras para recuperarlo. Y si se trata de competir con los
amigos o simplemente divertirse, lanzamos piedras a ver quién llega más lejos.
Me temo que en esta práctica deportiva he sido muy poco deportivo y ni siquiera
he cuidado la técnica (esos movimientos circulares que hay que hacer para tomar
impulso a la hora de lanzar) porque siempre he pensado que iba a ser peor el remedio
que la enfermedad, es decir, que de tanta vuelta me iba a marear y el objeto
acabaría impactando contra la persona que tuviese al lado.
En cambio sí que he hecho muchísimos lanzamientos en mi
vida profesional, pero han sido lanzamientos de productos, de diarios
digitales, de revistas de información, de campañas de publicidad y promociones,
etc., y no sé por qué me parece que esto no cuenta como deporte, aunque casi
todos esos lanzamientos hayan sido un éxito.
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Poco después viví una nueva experiencia en este mismo
circuito. La Editorial Doyma (hoy Elsevier) me invitó a una mañana de Karting a
la que podía ir con un acompañante, para
lo cual elegí a mi hija menor. Hicieron dos equipos, uno con los hijos (porque
yo no fui el único padre que acudió acompañado de algún hijo) y otro con los
adultos (otros Jefes de Comunicación y responsables de Marketing de distintos
laboratorios farmacéuticos). La experiencia fue similar: disfruté conduciendo,
supongo que también adelgacé algo a causa de la sesión involuntaria de sauna,
me volvieron a adelantar y quedé el último, aunque mejorando carrera tras
carrera mis tiempos, lo cual supuso todo un éxito. Pero es que además, para mí,
el mayor éxito es que yo demostré ser un excelente piloto porque no me choqué
ni una sola vez, e incluso esta vez estuve atento para apartarme cada vez que
quería adelantarme otro piloto y así evitar el choque. Mientras los pilotos
rivales iban a lo loco, chocando contra todo y contra todos, yo mantuve mi
coche impoluto, sin un solo rasguño, demostrando unos reflejos y una habilidad
extraordinarios. Estoy seguro que si una compañía de seguros de automóvil me
hubiera visto conducir, me hubieran ofrecido una póliza a precio de ganga
porque ningún otro piloto les iba a salir tan barato como yo: ni un solo parte
de accidente en todas las carreras. Dicen que de tal palo tal astilla, y así
debe ser, porque a mi hija le sucedió lo mismo: quedó la última de su grupo...
pero tanto ella como su coche salieron ilesos.
Después de aquellas dos experiencias no he vuelto a
practicar este deporte, aunque no descarto volver a hacerlo. De lo que estoy
seguro es de mantener mi profesionalidad y evitar por todos los medios
cualquier tipo de accidente. ¿No dice Jesús en el Evangelio que “los últimos
serán los primeros”? Pues yo pienso seguir siendo el último, o sea, el primero.
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El Karting o Kart es una disciplina perteneciente al
deporte del Automovilismo. Se practica con unos vehículos especiales de motor,
llamados “karts” en un circuito cerrado. El Karting es la modalidad por
excelencia para la formación de los pilotos y el kart suele ser el primer
automóvil de competición con el que debutan los aspirantes a piloto
profesional, algo que suele suceder en edades tan tempranas como a partir de
los ocho años. Pues bien, en mi caso, aunque también he practicado el Karting
debo decir que ha sido al revés: ha sido en la edad madura, y no en la infancia
o juventud, cuando he pilotado alguna vez estos bólidos (también debería
aclarar que cuando yo era niño o cuando yo era joven, esto no existía, y lo más
parecido a un kart era una caja de madera a la que se ponían cuatro ruedas y se
echaban a rodar cuesta abajo por una calle adoquinada del pueblo).
En realidad, mi experiencia en este deporte ha sido más
bien escasa, testimonial, diría, habiendo participado únicamente en dos
carreras, ambas en el circuito Carlos Sainz, de Madrid. En la primera ocasión
acudí con varios miembros de mi familia y de la familia de mi yerno. Lo primero
que se siente al llegar allí es el profesionalismo, con un circuito
perfectamente dotado de todos los adelantos. Además, y ya de entrada, cuando te
apuntas para correr en una carrera, en la que participarán 10 ó 15 pilotos
(evidentemente –en este caso- habría varios miembros de la familia pero también
otros muchos pilotos ajenos a la misma), te dan el mono de piloto y el casco.
Eso es bueno porque te sientes como un auténtico piloto profesional, pero lo
malo es que ese mono y casco dan tanto calor que tan pronto como te los
enfundas, aquello parece más una sauna que un circuito automovilístico.
En este debut en el mundo del Karting, donde corrí varias
carreras, guardo recuerdos agradables y otros no tantos. En lo positivo, la
sensación de velocidad y competitividad que se respira, el placer de conducir
esos coches, y la hoja que te entregan al final en donde puedes ver todas las
estadísticas: posición ocupada, velocidad media y velocidad máxima, número de
vueltas, etc. En lo negativo, aparte del calor insoportable, lo resentida que
acaba la espalda al final de las carreras y el tener que competir con otros
pilotos que parece que se están jugando la vida, porque una cosa es correr lo
más deprisa posible y otra muy distinta ir como un loco. Eso era, en efecto, lo
que hicieron muchos de aquellos pilotos ajenos que competían con nosotros; no
les bastaba con pisar el acelerador a tope (debían pensar que estaba prohibido
pisar el pedal del freno) sino que te adelantaban sin ningún miramiento, te
arrinconaban, te empujaban... se creían que estaban en los coches de choques de
las Ferias y no paraban de golpearse con las paredes en todas las curvas y con
los contrarios cada vez que los adelantaban. Total, que yo me sentí muy
orgulloso de comprobar al final cómo había mejorado mis tiempos de una carrera
a otra, aunque por detrás de mí sólo quedaron... las mujeres.
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Para terminar, contaré una anécdota que no tiene que ver
con el Kárate salvo que la misma se produjo en esa presentación. Había
contratado un operador de cámara para que filmase todas las intervenciones y
nos entregase después un video. Sé que los andaluces tienen fama de vagos, pero
este les daba sopas con ondas a todos (aunque esto lo averigüé después). Eso
sí, fue cumplidor y al día siguiente nos entregó la cinta que había grabado y
la correspondiente factura (menos mal que se pagaba a 90 días). Al llegar a
Madrid nos pusimos a visionar la cinta. Buen comienzo, primera presentación, el
primer orador hablando desde su atril, perfecto, buena imagen, buen sonido, el
orador sigue hablado y... ¡oh, sorpresa! el orador se mueve por el escenario
con el micrófono en una mano y el puntero en otra para señalar algo en la
pantalla donde se iban proyectando diapositivas y... la cámara seguía fija
enfocando el atril que había quedado vacío. “¿Qué es esto? ¡No puede ser!” nos
decíamos extrañados. Pero la presentación seguía avanzando y se escuchaba la
voz del orador... pero no se le veía. Comenzamos a pasar la cinta deprisa y...
¡oh, incredulidad! todo seguía igual. De vez en cuando el orador se acercaba al
atril y luego se retiraba, pero la cámara seguía enfocando el atril vacío. Y
así fue toda la cinta. El tío que habíamos contratado (no me parece oportuno
decir “el profesional que habíamos contratado”) había montado la cámara en su
trípode, le había dado al “Rec” y se había ido a tomar cañas. ¡Y encima nos
adjuntaba esa cinta junto con su factura!
Ni que decir tiene que además de echarle una bronca no se
le pagó la factura... y era tan vago que ni siquiera se esforzó ni en reclamar
ni en pedir disculpas. “Que no se hubiesen movido tanto”, creo recordar que
llegó a decir para justificarse. Ahí sí que hubiera venido bien una exhibición
de Kárate teniéndole a él como sparring.
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Menos mal que al dar título a este capítulo he
especificado que mi relación con el Kárate no fue como karateca sino como
empresario, porque si no ya estaríais preguntando: “¿Pero es que también
practicaste Kárate?”. En este caso, mi relación con este deporte ha sido muy
esporádica aunque no por ello menos significativa. En primer lugar recuerdo que
mi hija mayor (cuando era pequeña) se apuntó a clases de Kárate, por lo que no
era raro ver en mi casa el clásico kimono, los cinturones que iban cambiando de
color según progresaba adecuadamente, etc., así como escuchar los gritos que se
dan (digo yo que será para asustar al contrario) cuando hacía algún ensayo en
casa. Aparte de esto, y asistir como espectador a un campeonato en donde
participaba (lo importante era participar, así que ya sabéis el resultado) no
tuve más relación con este deporte... hasta el año 1987.
Trabajaba entonces en la compañía de agroquímicos
ICI-Zeltia (hoy Syngenta) como Jefe de Publicidad y un buen día llegó el
momento de lanzar un nuevo insecticida cuyo nombre comercial sería “Kárate”
(lambda-cihalotrin). Siendo yo el Jefe de Publicidad me correspondía el honor
de crear la campaña de publicidad para su lanzamiento y, en este caso, estaba
claro que debía girar sobre el Kárate para que la imagen del deporte y el
nombre de marca del producto se asociasen de inmediato; es más, la idea era que
esta asociación fuese tan evidente que cada vez que algún agricultor oyese,
leyese o viese algo de Kárate, inmediatamente le viniese a la mente la imagen
de marca de nuestro insecticida.
Lo primero que hice, no obstante, fue estudiar el
producto, y pude comprobar cómo se trataba de un insecticida muy potente que
necesitaba una dosis de sólo 15 gramos por hectárea y esta bajísima
concentración no hacía daño a las abejas ni a otros insectos beneficiosos, ni
dejaba residuos significativos en el suelo. Ya tenía la clave. Mi eslogan fue
“Kárate, lucha limpio”. ¡El fair play llevado a la publicidad! Ese slogan,
junto con el logotipo del producto figuró en todo tipo de materiales y
artículos publicitarios (folletos, carteles, anuncios prensa, vallas, cabinas
telefónicas (donde se veía a un karateca a tamaño real), camisetas, gorras,
bolígrafos... y ya que se trataba de Kárate, también cinturones. En los
folletos se comenzaba diciendo “Si las plagas pueden con Vd...” y se continuaba
con la solución: “Deles un golpe de Kárate”. Después, tras exponer sus características,
ventajas y aplicaciones, se concluía diciendo que Kárate era “El golpe
definitivo contra las plagas”.
Llegó la hora de preparar la gran reunión de presentación
a los principales cliente, 240 distribuidores de toda España, a quienes
reunimos en el Hotel Los Lebreros, de Sevilla, que tiene un espectacular
auditorio. En aquél marco debía sorprender a la audiencia y a ciencia cierta
que lo conseguí porque nadie de fuera y casi nadie de dentro de la empresa supo
qué sorpresa tenía preparada: ni más ni menos que una exhibición muy especial
de Kárate. De cómo cuidé todos los detalles sirva de ejemplo cómo inspeccioné
minuciosamente el escenario y me preocupé al encontrar en el suelo del mismo
unos cajetines bajo los cuales había enchufes. Esto sería muy útil en cualquier
otra circunstancia, pero si iban a estar sobre ese suelo varios karatecas
zurrándose la badana y dándose costalazos contra el suelo, los pequeños
salientes de esos cajetines podían provocarles alguna herida. Pensado y hecho:
salí a la calle a buscar unos fieltros autoadhesivos, los recorté y los pegué
sobre dichas tapas. Ya no habría posibilidad de accidente involuntario.
La sesión de presentación se desarrolló como era
habitual... hasta que llegó el momento en que dijeron: “Y ahora os tenemos que
presentar una sorpresa” (es lo que yo les había dicho que dijesen para anunciar
mi intervención). Salí al escenario y muy serio me dirigí a la audiencia,
diciéndoles que habíamos traído a los mejores especialistas de kárate (ellos
pensaban que me refería a expertos conocedores del producto) para que allí
mismo nos demostrasen sus cualidades. Miré a la audiencia y pude comprobar
satisfecho sus caras de expectación, así como las caras de muchos compañeros y
directivos que no sabían de qué iba la cosa. Todos pensaban que sería o una de
mis habituales bromas o bien que iba en serio y había invitado a expertos en la
lucha contra las plagas. Entonces comencé a presentarlos y según los nombraba
iban apareciendo en el escenario en medio de un run run de comentarios de
sorpresa.
Estos fueron los “expertos” que llevé a aquella
presentación como cierre de la misma: “Ana y Mayte San Narciso, María Luisa
Esclarín y María Victoria Garcés”. Aparecieron ellas, chicas jóvenes y bien
parecidas, con sus flamantes kimonos de Kárate. Pero no eran unas karatecas cualquiera
y así se lo hice saber a la audiencia, añadiendo: “Ellas son las mejores
karatecas de España y unas de las mejores del mundo. Ana y Mayte son las
actuales Campeonas de España, individual y por equipos, y además han conseguido
el cuarto puesto individual y por equipos en la última Copa del Mundo. Entre
las cuatro han sumado en los últimos cinco años 33 Campeonatos, 12
Subcampeonatos y 17 terceros puestos”. Finalmente presenté a su entrenador y
comenzaron su exhibición de Kárate que captó y mantuvo todo el tiempo el
interés de la audiencia, mientras resonaban en medio del silencio más absoluto
–interrumpido sólo por algún “¡Ooooh!” de exclamación- los clásicos gritos de
las karatecas y los golpes de estas al caer al suelo.
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No obstante la vida da muchas vueltas, nos prepara
inusitadas sorpresas y, entre ellas, una experiencia insólita que paso a
contaros. Se trata de mi postrero, de mi aislado y último contacto con la
Hípica a lomos de un auténtico caballo. Pero ¿qué sucedió? Para compartir con
vosotros esta historia os invito a cerrar los ojos, subir a un avión imaginario
y viajar hasta Argentina.
Por aquél entonces llevaba varios años trabajando en la
compañía de agroquímicos ICI-Zeltia (hoy Syngenta) como Jefe de Publicidad.
Como me ocupaba, entre otras cosas, de colaborar en la organización de viajes y
convenciones, el comercial de Meliá Viajes, con quien contratábamos muchas
veces dichos eventos, me invitó a participar en un inolvidable viaje a
Argentina junto con los responsables de Publicidad de otras compañías. Fue así
como por primera y única vez crucé el charco y visité Buenos Aires y las
cataratas de Iguazú, pero también hubo otra visita: a una auténtica hacienda
argentina, de esas que vemos en las películas, con los gauchos, el ganado... y
los caballos.
Tras la correspondiente visita nos ofrecieron una
espectacular comida a base de asados –como la ocasión lo merecía- amenizada por
un grupo de folklore local. Al terminar la comida nos dijeron que hiciésemos lo
que quisiésemos hasta la hora de la partida, tomar copas con barra libre,
pasear por allí o... montar a caballo.
Naturalmente yo elegí sin dudar esto último y me dirigí
al lugar donde había algunos caballos atados a los árboles, paciendo
tranquilamente. Elegí uno, me acerqué, lo acaricié... parecía manso. Me subí,
cogí las riendas y... ¿Alguna vez habéis intentado arrancar el coche y se os ha
calado? Pues eso mismo me pasó: el caballo no arrancaba. Le di palmaditas, tiré
de las riendas, clavé los talones de mis deportivas como si llevase espuelas,
le chisté para que se moviera... nada, ni un milímetro. Así que al cabo de unos
interminables minutos intentándolo todo, sin conseguir del precioso caballo ni
el más minúsculo movimiento, me bajé del mismo y regresé cabizbajo donde
estaban todos los demás (que habían preferido el deporte de la “barra libre”
tomándose una tras otra toda clase de bebidas alcohólicas). Esa fue mi gran
suerte, que sólo yo había intentado lo de montar a caballo (los demás
prefirieron seguir sentados tomando copas) y nadie vio mis esfuerzos por
arrancarlo para finalmente, vencido y humillado, regresar con el grupo. Como el
que no se consuela es porque no quiere, por lo menos me queda el consuelo de
haber sido uno de los pocos jinetes a los que un día... se les caló el caballo.
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El término “Hípica” se refiere a todo lo relacionado con
los caballos, y en especial con los deportes ecuestres, aunque la asociación
más normal que nos llega a la mente al oír esta palabra es la de carreras de
caballos. Sin embargo la Hípica comprende muchas modalidades además de las
carreras de caballos, están ahí, por ejemplo, las competiciones de doma, de
campo a través, de saltos de obstáculos, etc.
Ya desde pequeño me gustaba aquello de montar a caballo,
bien fuese cuando me llevaba a cuestas mi padre, o cuando cabalgaba montado en
un palo, o cuando me subía “a caballo” del gran y bonachón perro que había en
la finca de mi abuelo, e incluso cuando no había ni padre, ni palo, ni perro,
galopaba sobre un caballo imaginario dándome azotes en el culo mientras decía
“¡arre, arre!” para ir más deprisa.
Afortunadamente el hecho de pasar mi infancia en un
pueblo facilitó que pronto subiera a lomos de los equinos y, en este sentido,
mis primeras andanzas ecuestres fueron en burro. Pero que nadie piense que
aquello era fácil, porque estos animales hacen honor a su nombre y son muy
“burros” y si quieren ir por un camino no hay quien les haga cambiar de idea.
De niño, pues, aprendí a montar en
burro, primero acompañado por algún mayor y después alguna que otra vez, yo
solo. Nunca fueron grandes recorridos los que realicé pero eran, a fin de
cuentas, mis primeros contactos con la Hípica.
Poco después, ya más crecidito, otro gran paso adelante
me esperaba: montar en mula, que son esos hijos estériles de yegua y asno o de
caballo y burra. El caso es que en la finca de mi abuelo, había muchos de estos
animales, los cuales se utilizaban para tirar de los carros, bien fuesen de
paseo (tartanas, tílburis, etc.) o destinados a las faenas del campo (carros,
galeras, etc.). Al principio montaba sobre su grupa cuando estaban uncidos al
carruaje y ya, más tarde, también alguna que otra vez, cuando estaban sueltos.
La Hípica proporciona una comunión entre el hombre y la
bestia, aunque la mayor parte de las veces es más bestia el que monta que el
montado. Esa cercanía y contacto con el animal es una sensación que no dan
otros deportes, a lo que hay que añadir el entorno en que se practica tan noble
y milenario deporte: el campo.
Pero sigamos con la historia, aunque en esta ocasión me
temo que va a ser muy corta. Y la corto porque a los nueve años me vine a vivir
a Madrid, en donde los únicos caballos son de potencia de motor, y ya sólo iba
a Daimiel en los veranos e incluso a partir de los 16 años eran el sexo
femenino y los amigos los que me atraían, más que unos bucólicos paseos por el
campo. Esto quiere decir que me olvidé por completo de la Hípica, con la única
excepción de alguna carrera que fui a ver al Hipódromo.
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Damos así un salto hasta el año 1973 en que se celebró en
Madrid, en el Palacio de los Deportes, el Campeonato de Europa de Halterofilia,
y tuve la suerte y el acierto de poder ir a verlo. Igualmente fue un acierto
que a la entrada del recinto entregaran un programa en el que se explicaba qué
era eso de la Halterofilia, su historia, las modalidades existentes, su técnica,
las categorías, etc. Gracias a esa guía disfruté mucho más de la competición,
aprendiendo a valorar el estilo de cada atleta tanto si era en la modalidad de
arrancada (elevar sin interrupción la barra desde el suelo hasta arriba con los
brazos extendidos en alto) como de dos tiempos (subir dicha barra en dos
tiempos, primero hasta los hombros y después hasta arriba con los brazos
extendidos).
A raíz de aquella competición y la exhibición dada por
los atletas, no era difícil verme alguna vez levantando el palo de la escoba en
arrancada o en dos tiempos, marcando perfectamente los movimientos de los
atletas. Pero como esto sólo lo hacía muy de vez en cuando y jamás entrenaba ni
hacía ejercicios de musculación, estaba claro que Dios no me había llevado por
el camino de la Halterofilia.
A pesar de esto sí que tuve ocasión de practicarla un
poco más en serio cuando me compré un piso en Tres Cantos, ya que la
urbanización contaba con un gimnasio en el que había diversos aparatos de
musculación y un buen surtido de halteras. Recuerdo que el primer día hice como
todo el mundo: darme un palizón de gimnasia con todos los aparatos habidos y
por haber y quedarme hecho polvo, lleno de agujetas, los tres días siguientes.
Por eso los españoles se apuntan todos los años a un gimnasio, van un par de
días y lo dejan; y por eso los gimnasios exigen una matrícula o algo así de
entrada porque saben que la mayoría de los que empiezan no aguantan más de un
mes. Sucede igual que con los cursos de idiomas: todos los españoles empiezan a
estudiar inglés todos los años, y todos los años desde el nivel cero; y todos
los españoles comienzan a hacer colecciones de fascículos de lo que sea, y
cuando han comprado los tres o cuatro primeros se cansan y lo dejan.
En esta ocasión, no obstante, el gimnasio estaba allí, en
la propia urbanización y era de acceso libre y gratuito, así que resultaba muy
fácil bajar a entrenar... aunque más apropiadamente debería decir bajar a
jugar. A fin de cuentas, de eso se trataba, de divertirse jugando a ser un gran
levantador de pesas. De esta forma pude ejercer la Halterofilia y disfrutar de
ella, con el gusto que da eso de añadir un par de kilos a cada extremo de la
haltera y levantarla al más puro estilo de arrancada o dos tiempos. Muchos
kilos no ponía, eso es cierto... pero quedaba tan bonito... y me hacía sudar y
me ponía fuerte. ¿Qué más podía pedir? Después, pasada la novedad, dejé de
interesarme por la Halterofilia y me centré en otros deportes, pero puedo decir
con orgullo que al menos en algún momento de mi vida he practicado la
Halterofilia y que una vez en mi vida yo fui “El niño más fuerte del mundo”.
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La Halterofilia, también llamada (aunque suena más
vulgar) “Levantamiento de pesas”, es en definitiva eso, levantar unas pesas que
en este caso es una barra en cuyos extremos se van colocando discos de
diferente peso para ver cuánto eres capaz de levantar. Ese nombre tan bonito le
viene de las “halteras” que es así como se llama esa barra con pesas en los
extremos. Pero vayamos ya a la historia de mi experiencia en este deporte en el
que –todo aquél que me conozca- pensará que estoy mintiendo, porque con una
complexión tan delgaducha no es posible practicarlo. Demostraré, por
consiguiente, que se equivocan, y les aclararé que esa imagen de tíos
gigantones y rebosantes de músculos con que todos nos imaginamos a los
levantadores de pesas no es cien por cien real; lo digo porque en Halterofilia
hay 15 categorías (8 masculinas y 7 femeninas) y la más pequeña de las
categorías masculinas es para atletas que no sobrepasen los 56 kilos y por lo
tanto los de esos pesos no son gigantones musculosos sino tíos más bien
pequeñitos aunque fortachones.
Para comenzar nada mejor que remontarnos a mi infancia,
cuando debía tener unos seis o siete años. Sucedió entonces que acudió a
Daimiel “El hombre más fuerte del mundo” (así lo anunciaron en todos los
carteles), el cual iba a hacer una demostración de su fuerza en el campo de
fútbol. Mi padre me llevó a verlo y pude comprobar la extraordinaria fortaleza
de tal sujeto. Cogía unas barras de hierro del grosor de dos dedos y se las
enrollaba en los brazos convirtiéndolas en muelles. Era capaz de volcar un
coche con la simple fuerza de sus brazos o de arrastrar un camión lleno de
gente del pueblo tirando del mismo con una cuerda sujeta por sus dientes, o un
autobús lleno de gente tirando de él con una cuerda atada a su pelo, o romper
no sé cuántos ladrillos de un cabezazo.
Unas horas después de finalizado el espectáculo, recuerdo
que iba de paseo con mi padre por el pueblo y me llevó a una casa en donde
estaba cenando “El hombre más fuerte del mundo” y se acercó a saludarlo y
felicitarlo por sus proezas; entonces me lo presentó y él, en vez de darme un
beso (a fin de cuentas yo sólo tendría unos seis años) me ofreció su mano como
si fuese mayor, lo cual me hizo mucha más ilusión. Yo estreché su mano y, para
mi asombro, él comenzó a chillar fingiendo dolor y diciéndome que no le
apretara tanto, que le estaba haciendo daño. Supongo que comprendí que aquello
era una broma, pero realzó mi autoestima y me sentí “El niño más fuerte del
mundo”.
Durante todos los años que siguieron no levanté nunca
unas pesas, sólo algún sofá si se me había caído algo debajo, o unas cuantas
cajas, o bien arrastraba una carretilla llena de tierra; es decir, nada del
otro mundo, ni mis músculos sobresalían en mis brazos por mucho que intentase
“sacar molla”.
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El Golf es un deporte que siempre se ha considerado
elitista ya que poder practicarlo exige el desembolso de una importante
cantidad de dinero (hacerse miembro de un club deportivo, comprar los carísimos
juegos de palos y pagar el coste de cada sesión), aparte de otros
inconvenientes tales como ir vestido en plan pijo, de punta en blanco de la
cabeza (gorrita) a los pies (zapatitos de golf). Tiene la ventaja de lo
agradable que resulta pasear por esas verdes praderas tan primorosamente
cuidadas, y la desventaja de las lesiones de brazo y espalda que suelen
acontecer ya que sólo se ejercitan (al dar los golpes) unos pocos músculos del
cuerpo, no como en Natación o en Marcha nórdica (Nordic Walking) en donde se
ejercitan de manera armónica todos los músculos del cuerpo y por consiguiente
resultan deportes más saludables. Los golfistas (que así se hacen llamar
quienes practican este deporte) dicen que no hay tanta diferencia, que bien
practicado el Golf te permite ejercitar 124 músculos de un total de 424. Sea
como fuere, doy fe que cualquier principiante, tras una maratoniana mañana
practicando el Golf, amanecerá al día siguiente con agujetas pero no en 124
sitios diferentes, sino sólo en tres o cuatro sitios (principalmente un hombro,
media espalda y un brazo).
Pero vayamos a lo que íbamos y repasemos mi experiencia
en este deporte. No sé si puede considerarse como tal mi afición al Mini-Golf,
en donde fui un prometedor Mini-Golfista, con gran habilidad para sortear
obstáculos e introducir la bola en los agujeros correspondientes. Durante
muchos años, no podían faltar en las vacaciones en la playa una o varias
sesiones de Mini-Golf con la familia. Pero, claro, visto así, aquello sólo era
un juego en donde se ejercitaba el buen humor pero no los músculos ni cabía
considerarlo deporte. Así que fueron pasando los años hasta que ya sobrepasada
la edad madura (más allá de los 50 años) practiqué el Golf, el auténtico... una
sola vez.
Con motivo de una Convención celebrada por mi empresa en
Valencia, en donde siempre se alternaba el trabajo y la diversión, nos
brindaron en esta ocasión la oportunidad de practicar el Golf en el campo de
Golf de El Saler (Valencia). Pusieron a nuestra disposición varios palos y
pelotas y nos dijeron: “Ahí lo tenéis, es todo vuestro”. Y nos lanzamos, cada
uno a su más anárquica manera, a practicar el Golf con la ventaja añadida de no
tener que ir vestidos de figurines, sino que todos íbamos en plan deportivo
simplemente (zapatillas deportivas, vaqueros o pantalón de sport, camisa normal
y algunos también cubiertos con una gorra de publicidad del antiasmático
Symbicort).
Lo mejor del golf es que no hay aglomeraciones, ni
tampoco hay que pelearse por la posesión de la pelota; cada uno tiene un montón
de ellas a su disposición. Y así nos pusimos unos cuantos en el lugar de salida
que, como en Golf son tan pijos lo dicen todo en inglés y le llaman “tee” (la
primera vez que me dijeron “vete al tee” yo le contesté “ya he tomado café, gracias”).
Cada uno a su aire fue dando golpes a las pelotas... de vez en cuando; la mayor
parte de las veces –sobre todo al principio- los golpes se los llevaba el aire.
Las risas sonaban, señal de que estábamos divirtiéndonos, interrumpidas de vez
en cuando por un “¡ay!”, señal evidente de que alguno había golpeado al suelo
para gran dolor y desconsuelo de su hombro. Aprendí una palabra nueva,
“chuleta”, que eran esos trozos de césped que levantaban algunos al rebañar el
suelo con el palo a la hora de intentar golpear la pelota. Pero así, poco a
poco, entre risas, ays y chuletas volando, también comenzaron a volar por el
aire las pelotas (las de Golf).
Si bien es cierto que las bolas que lancé no alcanzaron
gran distancia, sí que demostré un notable estilo y un más que meritorio
acierto a la hora de conectar el palo con las mismas. Era importante lanzarlas
lo más lejos posible (alcanzar el hoyo era tarea imposible a un solo golpe) y
en este sentido debo destacar que con muchas de las bolas que lancé superé...
¡los diez metros de distancia! Además, como no competía contra nadie sino que
sólo se trataba de una exhibición, pude presumir de mi gran habilidad que me
hizo terminar sin ninguna lesión, a diferencia de otros compañeros que se
empeñaron en atacar al suelo con saña dándole toda clase de golpes con el palo
y acabando con su brazo y hombro doloridos.
Ya que estábamos en tan agradable entorno también
practicamos otro tipo de golpes que, sin tener un diccionario de inglés a mano,
sería imposible recordar cómo se llamaban, pero que eran golpes más cortos para
introducir finalmente la bola en el hoyo.
Por consiguiente mi experiencia deportiva en esta
disciplina se saldó con una única exhibición de mi estilo en el marco
incomparable del campo de Golf de El Saler; y si alguien duda de ello no tiene
mas que pedirme que le enseñe una fotografía de aquél memorable día en donde se
puede apreciar mi depurado estilo con un perfecto “swing” golpeando la bola o
“wound” con mi palo o “iron” lanzándola en parábola al “green”, o sea, a la
enorme pradera de césped que teníamos frente a nosotros. ¡Y es que es tan
bonito eso de pasar una soleada mañana de verano caminando y haciendo ejercicio
en medio de las praderas y pequeñas lomas que forman los campos de Golf...!
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La Gimnasia artística combina la velocidad con la
flexibilidad, agilidad y destreza. Bien sea de forma coordinada o actuando de
uno en uno, los gimnastas exhiben sus habilidades en el suelo, sobre una serie
de aparatos o realizando saltos acrobáticos. Para mí la Gimnasia artística era
una obligación, una asignatura en la que tenía que obedecer para poder aprobar,
y resultaba bastante fácil aprobar.
Si hacía buen tiempo, las clases de Gimnasia artística se
daban al aire libre, y si hacía mal tiempo en el gimnasio del colegio. Por lo
menos, la variedad siempre estaba presente. Veamos cómo eran algunos de
aquellos ejercicios en donde demostré mis habilidades o torpezas.
Aunque parezca mentira, lo que peor se me daba y menos me
gustaba era hacer el pino. No le veía yo la razón de ser a eso de ponerse boca
abajo, porque mientras desarrollar la habilidad para saltar puede tener
utilidad práctica en el futuro, lo de ponerse haciendo el pino no va a servir
nunca para nada (¿o acaso tú ves a mucha gente cabeza abajo?). Pero como había
que hacer todos los ejercicios, también acababa haciendo el pino. Digamos que
aquí, un aprobado raspado. Otra de las pruebas que peor se me daba (y eso que
esta sí que me gustaba) era la de trepar por una cuerda, que podía ser de nudos
(eso era más fácil) o lisa. Si haciendo estas pruebas nos hubieran visto
nuestras madres, les hubiera dado un vuelco el corazón, porque había que llegar
hasta el final de la cuerda y estas colgaban de unas vigas que se levantaban
hasta la altura de un primer piso (menos mal que nunca se cayó ningún niño,
porque además abajo ni siquiera ponían colchonetas).
Pasemos ahora, pues, a las pruebas donde más disfruté y
destaqué, las de saltos de aparatos. En primer lugar estaba el potro, el cual
lo saltábamos tanto con piernas abiertas a ambos lados como con las piernas por
el centro, encogidas, para que los brazos formasen el arco de sustentación
suficiente. Después estaba el caballo, que era como el potro pero más largo.
Delante de él había un pequeño trampolín de madera (más que trampolín era una
simple cuña de madera) que nos permitía coger impulso para saltar aquél
aparato, haciendo uno o dos puntos de apoyo con las manos. El tercer aparato
habitual era el plinto, un rectángulo con la parte superior acolchada, que se
levantaba sobre varios cajones apilables. Esto era así porque conforme íbamos
mejorando nos añadían un cajón más para que estuviese más alto. Este aparato
podías saltarlo haciendo uno o dos puntos de apoyo con las manos o saltando
sobre él y girando el cuerpo para dar una voltereta completa sobre el mismo. En
todos estos casos, tan importante como el salto era la salida, es decir, caer
de pie y con la figura compuesta sobre la colchoneta que (aquí sí) había al
otro lado.
Creo que no es necesario decir que, tan pronto dejé el
colegio, dejé de hacer Gimnasia artística. Pero, aunque me cueste reconocerlo,
quizás deba ser humilde y decir que aquellas clases de Gimnasia en donde nos
hacían saltar esos aparatos me fueron después útiles y prácticas para mi vida
normal, porque nadie se ha librado nunca de un tropezón, de una caída, de un
apuro que te hace correr y tener que saltar algún obstáculo, y una buena
técnica de salto y de caída es imprescindible para salir ileso en tales
circunstancias.
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La Gimnasia es un deporte en el que se realizan
ejercicios físicos muy variados, los cuales exigen algo de fuerza pero sobre
todo mucha agilidad, elegancia y flexibilidad. Se distinguen varias clases,
como la Gimnasia artística, la rítmica, en trampolín, aeróbica, acrobática y
general. En esta última, que es a la que nos referimos en el presente capítulo,
su principal característica es que se realiza en grupos, generalmente muy numerosos
formando coreografías y puede ser además la más completa de todas ya que tiene
la capacidad de incluir y combinar ejercicios propios de las otras disciplinas
de Gimnasia. Otra característica es que los gimnastas van uniformados de una
forma acorde a la coreografía que vayan a desarrollar.
Este tipo de Gimnasia, aunque no sea competitiva, sí que
es un deporte, aunque para mí fue algo más que eso, fue: una asignatura. En
efecto, Dibujo, Religión y Gimnasia, eran las “Tres Marías”, las tres asignaturas
que siempre aprobábamos todos y que yo, que tenía por objetivo “aprobar” (eso
de sacar buena nota se lo dejaba a los empollones) valoraba sobremanera porque
el Dibujo me gustaba y se me daba bien, la Religión era fácil y la Gimnasia se
aprobaba sin problemas. Igual que los Tres Mosqueteros no eran tres sino cuatro
(porque se unió a ellos D’artagnan), las Tres Marías no eran tres sino cuatro,
ya que a ellas se sumaba la asignatura “FEN”. ¿Y qué es eso de FEN se
preguntarán los más jóvenes? Pues esas eran las siglas de una asignatura
llamada “Formación del Espíritu Nacional” en donde nos inculcaban los valores
de la Falange y nos hacían admirar al Caudillo, Francisco Franco Bahamonde,
salvador de la patria y Generalísimo de todos los Ejércitos.
Esto viene a cuento porque en alguna ocasión Gimnasia y
FEN se juntaban y entonces hacíamos una demostración de ese “espíritu nacional”
que promovía una juventud sana y obediente. El amplio patio del colegio de los
Escolapios de San Fernando, en la calle Donoso Cortés de Madrid, era el
escenario elegido y cada vez que hacíamos una demostración de este tipo
teníamos ante nosotros una entregada audiencia compuesta por todos los padres,
hermanos y demás familiares de los gimnastas que íbamos a intervenir.
La equipación no podía ser más cutre. Empezaré de abajo a
arriba: zapatillas de deporte (más parecían de albañil que de deporte) blancas,
calcetines blancos, pantalón corto blanco, y –ahora viene lo mejor- camiseta
blanca de esas de tirantes que usamos los hombres para vestir y nos ponemos
debajo de la camisa. ¡No eran camisetas de deporte, eran camisetas de vestir! Y
para dar más realce a tal demostración deportivo sindical, nuestras madres
habían tenido que coser a la camiseta un gran escudo conmemorativo del acontecimiento.
Uniformados de aquella manera, salíamos todos desfilando,
ante la emoción de las madres asistentes. Nos situábamos, equidistantes unos de
otros, cubriendo toda la superficie del patio de tierra. Y entonces, el
profesor de Gimnasia en un éxtasis de ordeno y mando, empezaba a tocar el pito
y a dar instrucciones, y todos nosotros le seguíamos en esos ejercicios tipo:
hombros arriba, hombros abajo; extensión de brazos y giro a la derecha, luego
giro a la izquierda; brazos en jarra y flexión de piernas, arriba y abaaajo;
salto y palmas, salto y palmas; etc. etc. y no doy más detalles para no herir
sensibilidades. Hay fotografías que demuestran bien a las claras cómo era
aquello, fotografías en donde se ve lo difícil que resultaba encontrar a dos
gimnasta que tuviesen brazos y piernas en la misma posición, siempre había
diferencias de ritmo entre unos y otros, no como las exhibiciones que se hacen
ahora en Corea del Norte, donde la multitud de gimnastas actúan al unísono como
autómatas (claro que ellos entrenan más y al que lo haga mal seguro que lo
mandan a un campo de concentración). Aquí la cosa era un poco más anárquica e
incluso se ve en esas fotografías cómo alguno está más pendiente de lo que hace
el de al lado para imitar después sus movimientos, que de hacerlos él de forma
espontánea, seguramente porque no se acordaba de qué clase de movimiento
gimnástico le tocaba hacer en ese momento.
Esas tablas de Gimnasia general eran un auténtico rollazo
para nosotros y nunca entendía cómo le podían gustar tanto a los curas y a
nuestros padres y familiares. Cuando yo he sido padre y he ido a ver algún
espectáculo de este tipo en donde participaban mis hijos, he tenido la
suficiente autocrítica e imparcialidad como para comprender que –como todo
aquello que se hace a la fuerza- resulta entre patético y ridículo.
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El Fútbol playa es una modalidad de fútbol que se juega
sobre la arena de la playa, pero resulta que todos hemos jugado de niños a la
pelota en la playa sin saber que eso sería considerado años más tarde como un
deporte, concretamente no fue hasta el año 1992 cuando se establecieron las
normas que lo rigen. Sin embargo, y por más que lo tilden de deporte, por más
que grandes estrellas del fútbol ya jubiladas se unan a estos partidos para
promocionarlo, la verdad es que cuesta trabajo considerarlo deporte.
En cualquier caso, yo he practicado el Fútbol playa con
mis amigos en muchas playas y lo único que he sacado en limpio ha sido el
cansancio, pero más que por el esfuerzo de jugar en esa superficie donde la
arena te va frenando los pies, es por las horas de trabajo posterior que tienes
que dedicar para quitarte de encima toda la arena que se te ha metido hasta en
partes de tu cuerpo que desconocías existiesen.
Como esta breve reseña al Fútbol playa es la que cierra
la amplísima referencia a mi experiencia en el mundo del fútbol (como jugador,
como entrenador y como empresario), añadiré para terminar una entrevista que
refleja bien a las claras lo loco que es este mundo. Se trata de la visita que
el balón de fútbol le hace al psiquiatra. Esta es su conversación:
“El balón acude a la consulta del psiquiatra. Una vez
tumbado en el diván, le dice:
- Doctor, a veces me desinflo.
El psiquiatra se queda pensativo, lo mira un momento y a
continuación le coloca un ‘racor’ en su boquilla para insuflarle aire.
- Inspire –le dice el psiquiatra mientras acciona la
bomba de inflado con enérgicos movimientos- ¿Se encuentra ya mejor?
- Sí, un poco mejor, gracias.
- Lo que le pasa es que tenía la presión un poco baja.
Dígame ¿qué es lo que le pasa?
- No puedo estarme quieto, siempre voy rodando de un
sitio a otro. ¿Es grave, doctor?
- Es... férico.
- ¿Y qué puedo hacer?
- Relájese, desconecte de todo y tómese unas vacaciones
en la playa, allí se rueda menos.
- Pero es que no puedo, ya ni en la playa estoy tranquilo
porque también allí se ha puesto de moda darme patadas (y le enseña una foto de
Voley playa).
- ¿Cómo es posible que no se sienta querido si todo el
mundo está deseando tener un balón?
- Claro que quieren tenerme, pero para darme patadas. La
gente no me quiere, sólo disfrutan dándome puntapiés, y además sin sentido; tan
pronto voy hacia una portería como hacia la contraria.
- ¿Y desde cuando se siente así?
- Desde siempre, en la infancia, cuando era una pelota,
eran los niños lo que me daban patadas, y ahora que soy balón, son los mayores
quienes me patean.
- Pero ¿no ha notado nunca ninguna muestra de afecto?
- Sí, pero todo es falso. A veces me cogen con mimo, me
limpian el barro y me depositan con cuidado en el césped, pero cuando ya
empiezo a esbozar una sonrisa y sentirme relajado, entonces el que yo creía mi
amigo va y me pega un patadón.
- Le noto con baja autoestima y eso no es justo. ¿No se
ha dado cuenta de lo importante que es? Todo el mundo está pendiente de Ud. y
le dedican más minutos en los medios de comunicación que a cualquier político.
- Eso sí es verdad. Soy el centro de atracción...
- Además –prosiguió el psiquiatra- los mejores jugadores
quieren llevárselo a su casa al acabar el partido y eso no está al alcance de
cualquiera; es más, diría que Ud. es un privilegiado. ¡Cuántos querrían irse a
casa de Messi o de Neymar, después de un gran partido!
- Es cierto, Dr., yo también podría acabar viviendo en
casa de uno de ellos.
- Pues hala, no se hable más. Salga ahora mismo dispuesto
a comerse el mundo y a ser el protagonista del próximo partido.
Y el balón, hinchado ya de autoestima, salió de la
consulta del psiquiatra dando botes”.
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