La Halterofilia, también llamada (aunque suena más
vulgar) “Levantamiento de pesas”, es en definitiva eso, levantar unas pesas que
en este caso es una barra en cuyos extremos se van colocando discos de
diferente peso para ver cuánto eres capaz de levantar. Ese nombre tan bonito le
viene de las “halteras” que es así como se llama esa barra con pesas en los
extremos. Pero vayamos ya a la historia de mi experiencia en este deporte en el
que –todo aquél que me conozca- pensará que estoy mintiendo, porque con una
complexión tan delgaducha no es posible practicarlo. Demostraré, por
consiguiente, que se equivocan, y les aclararé que esa imagen de tíos
gigantones y rebosantes de músculos con que todos nos imaginamos a los
levantadores de pesas no es cien por cien real; lo digo porque en Halterofilia
hay 15 categorías (8 masculinas y 7 femeninas) y la más pequeña de las
categorías masculinas es para atletas que no sobrepasen los 56 kilos y por lo
tanto los de esos pesos no son gigantones musculosos sino tíos más bien
pequeñitos aunque fortachones.
Para comenzar nada mejor que remontarnos a mi infancia,
cuando debía tener unos seis o siete años. Sucedió entonces que acudió a
Daimiel “El hombre más fuerte del mundo” (así lo anunciaron en todos los
carteles), el cual iba a hacer una demostración de su fuerza en el campo de
fútbol. Mi padre me llevó a verlo y pude comprobar la extraordinaria fortaleza
de tal sujeto. Cogía unas barras de hierro del grosor de dos dedos y se las
enrollaba en los brazos convirtiéndolas en muelles. Era capaz de volcar un
coche con la simple fuerza de sus brazos o de arrastrar un camión lleno de
gente del pueblo tirando del mismo con una cuerda sujeta por sus dientes, o un
autobús lleno de gente tirando de él con una cuerda atada a su pelo, o romper
no sé cuántos ladrillos de un cabezazo.
Unas horas después de finalizado el espectáculo, recuerdo
que iba de paseo con mi padre por el pueblo y me llevó a una casa en donde
estaba cenando “El hombre más fuerte del mundo” y se acercó a saludarlo y
felicitarlo por sus proezas; entonces me lo presentó y él, en vez de darme un
beso (a fin de cuentas yo sólo tendría unos seis años) me ofreció su mano como
si fuese mayor, lo cual me hizo mucha más ilusión. Yo estreché su mano y, para
mi asombro, él comenzó a chillar fingiendo dolor y diciéndome que no le
apretara tanto, que le estaba haciendo daño. Supongo que comprendí que aquello
era una broma, pero realzó mi autoestima y me sentí “El niño más fuerte del
mundo”.
Durante todos los años que siguieron no levanté nunca unas pesas, sólo algún sofá si se me había caído algo debajo, o unas cuantas cajas, o bien arrastraba una carretilla llena de tierra; es decir, nada del otro mundo, ni mis músculos sobresalían en mis brazos por mucho que intentase “sacar molla”.
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Durante todos los años que siguieron no levanté nunca unas pesas, sólo algún sofá si se me había caído algo debajo, o unas cuantas cajas, o bien arrastraba una carretilla llena de tierra; es decir, nada del otro mundo, ni mis músculos sobresalían en mis brazos por mucho que intentase “sacar molla”.
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