viernes, 19 de abril de 2024

Halterofilia (1)

La Halterofilia, también llamada (aunque suena más vulgar) “Levantamiento de pesas”, es en definitiva eso, levantar unas pesas que en este caso es una barra en cuyos extremos se van colocando discos de diferente peso para ver cuánto eres capaz de levantar. Ese nombre tan bonito le viene de las “halteras” que es así como se llama esa barra con pesas en los extremos. Pero vayamos ya a la historia de mi experiencia en este deporte en el que –todo aquél que me conozca- pensará que estoy mintiendo, porque con una complexión tan delgaducha no es posible practicarlo. Demostraré, por consiguiente, que se equivocan, y les aclararé que esa imagen de tíos gigantones y rebosantes de músculos con que todos nos imaginamos a los levantadores de pesas no es cien por cien real; lo digo porque en Halterofilia hay 15 categorías (8 masculinas y 7 femeninas) y la más pequeña de las categorías masculinas es para atletas que no sobrepasen los 56 kilos y por lo tanto los de esos pesos no son gigantones musculosos sino tíos más bien pequeñitos aunque fortachones.
 
Para comenzar nada mejor que remontarnos a mi infancia, cuando debía tener unos seis o siete años. Sucedió entonces que acudió a Daimiel “El hombre más fuerte del mundo” (así lo anunciaron en todos los carteles), el cual iba a hacer una demostración de su fuerza en el campo de fútbol. Mi padre me llevó a verlo y pude comprobar la extraordinaria fortaleza de tal sujeto. Cogía unas barras de hierro del grosor de dos dedos y se las enrollaba en los brazos convirtiéndolas en muelles. Era capaz de volcar un coche con la simple fuerza de sus brazos o de arrastrar un camión lleno de gente del pueblo tirando del mismo con una cuerda sujeta por sus dientes, o un autobús lleno de gente tirando de él con una cuerda atada a su pelo, o romper no sé cuántos ladrillos de un cabezazo.
 
Unas horas después de finalizado el espectáculo, recuerdo que iba de paseo con mi padre por el pueblo y me llevó a una casa en donde estaba cenando “El hombre más fuerte del mundo” y se acercó a saludarlo y felicitarlo por sus proezas; entonces me lo presentó y él, en vez de darme un beso (a fin de cuentas yo sólo tendría unos seis años) me ofreció su mano como si fuese mayor, lo cual me hizo mucha más ilusión. Yo estreché su mano y, para mi asombro, él comenzó a chillar fingiendo dolor y diciéndome que no le apretara tanto, que le estaba haciendo daño. Supongo que comprendí que aquello era una broma, pero realzó mi autoestima y me sentí “El niño más fuerte del mundo”.
Durante todos los años que siguieron no levanté nunca unas pesas, sólo algún sofá si se me había caído algo debajo, o unas cuantas cajas, o bien arrastraba una carretilla llena de tierra; es decir, nada del otro mundo, ni mis músculos sobresalían en mis brazos por mucho que intentase “sacar molla”.
 

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