No obstante la vida da muchas vueltas, nos prepara
inusitadas sorpresas y, entre ellas, una experiencia insólita que paso a
contaros. Se trata de mi postrero, de mi aislado y último contacto con la
Hípica a lomos de un auténtico caballo. Pero ¿qué sucedió? Para compartir con
vosotros esta historia os invito a cerrar los ojos, subir a un avión imaginario
y viajar hasta Argentina.
Por aquél entonces llevaba varios años trabajando en la
compañía de agroquímicos ICI-Zeltia (hoy Syngenta) como Jefe de Publicidad.
Como me ocupaba, entre otras cosas, de colaborar en la organización de viajes y
convenciones, el comercial de Meliá Viajes, con quien contratábamos muchas
veces dichos eventos, me invitó a participar en un inolvidable viaje a
Argentina junto con los responsables de Publicidad de otras compañías. Fue así
como por primera y única vez crucé el charco y visité Buenos Aires y las
cataratas de Iguazú, pero también hubo otra visita: a una auténtica hacienda
argentina, de esas que vemos en las películas, con los gauchos, el ganado... y
los caballos.
Tras la correspondiente visita nos ofrecieron una
espectacular comida a base de asados –como la ocasión lo merecía- amenizada por
un grupo de folklore local. Al terminar la comida nos dijeron que hiciésemos lo
que quisiésemos hasta la hora de la partida, tomar copas con barra libre,
pasear por allí o... montar a caballo.
Naturalmente yo elegí sin dudar esto último y me dirigí
al lugar donde había algunos caballos atados a los árboles, paciendo
tranquilamente. Elegí uno, me acerqué, lo acaricié... parecía manso. Me subí,
cogí las riendas y... ¿Alguna vez habéis intentado arrancar el coche y se os ha
calado? Pues eso mismo me pasó: el caballo no arrancaba. Le di palmaditas, tiré
de las riendas, clavé los talones de mis deportivas como si llevase espuelas,
le chisté para que se moviera... nada, ni un milímetro. Así que al cabo de unos
interminables minutos intentándolo todo, sin conseguir del precioso caballo ni
el más minúsculo movimiento, me bajé del mismo y regresé cabizbajo donde
estaban todos los demás (que habían preferido el deporte de la “barra libre”
tomándose una tras otra toda clase de bebidas alcohólicas). Esa fue mi gran
suerte, que sólo yo había intentado lo de montar a caballo (los demás
prefirieron seguir sentados tomando copas) y nadie vio mis esfuerzos por
arrancarlo para finalmente, vencido y humillado, regresar con el grupo. Como el
que no se consuela es porque no quiere, por lo menos me queda el consuelo de
haber sido uno de los pocos jinetes a los que un día... se les caló el caballo.
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