Capítulo 40.- Ese acento italiano
La
Fermi llevaba ya muchos años trabajando como interna en casa de aquella familia
de conocidos de conocidos de otros conocidos... con lo cual nadie se conocía.
Los “señores” habían sido muy generosos con ella aceptando su embarazo de madre
soltera y dejándole que cuidara al pequeño en su cuarto, el peor de la casa,
aunque para ella era casi como un palacio. Pero criar un hijo cuesta mucho
dinero...
Sin embargo, hace ya muchos años, Jacinto Monteperales –que la encontró un buen día cuando ambos coincidieron en el pueblo- le había hecho una propuesta a la que no se pudo negar:
- Déjame tus melones -le dijo, refiriéndose al melonar que el Chepa, el abuelo de la Fermi le había dejado en herencia a esta.
- Pero es que yo no quiero venderlo, porque lo tengo arrendado y me da un dinero que me vendrá muy bien para criar a mi hijo -respondió ella.
- No, Fermi –replicó él- yo no quiero tu melonar por más que esté incrustado en una esquina de mis tierras (las que había heredado de su tío el Arrugao)- yo lo que quiero son tus melones.
- Pero
señorito, cómo dice esas cosas -dijo ella casi ruborizándose.
- Ejem
–carraspeó Jacinto- lo que yo quiero es que me dejes probar un nuevo fungicida
en tus melones. Lógicamente yo me quedaré con toda la cosecha y te la pagaré
cuatro veces su valor.
- ¿Tanto?
-exclamó la Fermi.
- Sí,
por supuesto, pero eso sí, te recomiendo que no comas ni uno solo de esos
melones.
Y
así fue como la Fermi consiguió todos los años un dinero extra para criar y
mantener a su hijo y así fue como poco después conoció a Andrea Canoli.
Primero llegaron unos empleados con monos naranja y unas letras escritas en chino aunque debajo podía leerse “Control de plagas”. Luego ella firmó algo que decía que iban a quitar el "odio" a los melones (en realidad se referían al "oidio", pero la Fermi no era muy ducha en estas cuestiones). Y después empezaron a llegar unos camiones cerrados herméticamente en los que guardaban la cosecha unos trabajadores uniformados también de color naranja, con mascarillas y guantes. Junto a ellos estaba un joven apuesto, Andrea Canoli, que comenzó a hablarle con acento italiano y eso era mucho más de lo que una moza manchega de buen ver podía soportar.
Sin embargo, hace ya muchos años, Jacinto Monteperales –que la encontró un buen día cuando ambos coincidieron en el pueblo- le había hecho una propuesta a la que no se pudo negar:
- Déjame tus melones -le dijo, refiriéndose al melonar que el Chepa, el abuelo de la Fermi le había dejado en herencia a esta.
- Pero es que yo no quiero venderlo, porque lo tengo arrendado y me da un dinero que me vendrá muy bien para criar a mi hijo -respondió ella.
- No, Fermi –replicó él- yo no quiero tu melonar por más que esté incrustado en una esquina de mis tierras (las que había heredado de su tío el Arrugao)- yo lo que quiero son tus melones.
Primero llegaron unos empleados con monos naranja y unas letras escritas en chino aunque debajo podía leerse “Control de plagas”. Luego ella firmó algo que decía que iban a quitar el "odio" a los melones (en realidad se referían al "oidio", pero la Fermi no era muy ducha en estas cuestiones). Y después empezaron a llegar unos camiones cerrados herméticamente en los que guardaban la cosecha unos trabajadores uniformados también de color naranja, con mascarillas y guantes. Junto a ellos estaba un joven apuesto, Andrea Canoli, que comenzó a hablarle con acento italiano y eso era mucho más de lo que una moza manchega de buen ver podía soportar.
Una novela en donde el humor alcanza el estado de gracia…
No hay comentarios:
Publicar un comentario