Capítulo 32.- Chinita tu, chinito yo
Ni
Violeta ni Jacinto eran conscientes todavía de que sus chalets de la
urbanización “El Chaparral” habían sido pasto de las llamas. Uno más pasto que
el otro, pero pasto al fin y al cabo. El caso es que Toribio les había metido
en un lío sin comerlo ni beberlo. Nunca mejor dicho, porque fue el interfecto
el que se lo comió y bebió todo, con las patéticas consecuencias anteriormente
narradas.
“El
Chaparral”, "Un edén en la sierra, un descanso sin igual”, como anunciaba
el gran Bobby Deglané, (arrastrando la “l” final en formidable proeza palatal),
en Radio Madrid, allá por los 60, en su programa “Cabalgata Fin de Semana”. Fue
la fantasía inmobiliaria de los españoles en aquellos años del franquismo.
Jacinto Monteperales, en su infancia, no se despegaba los domingos por la tarde
de la radio de su tía Eduvigis, la mujer del Arrugao, y dejaba correr su
imaginación pensando en cómo de plácida sería su vida en una de esas parcelas
de ensueño. Se juró a sí mismo que conseguiría tener su trozo de edén de “El
Chaparral”; más o menos como Escarlata O’Hara en “Lo que el viento se llevó”,
en una colina de Tara. Pero en llano, en Tomelloso y debajo de una higuera.
Pero la intención es lo que cuenta. Y Jacinto tuvo intención. Y mucha.
Ya
sabemos de su pasado tahúr, de su explotación de melones, de su master en
Chicago… pero el grueso de su fortuna vino de una exportación clandestina de “etirimol” C11H19N3O a China en una época donde las transacciones
mercantiles con el gigante asiático estaban muy vigiladas en España por el régimen comunista que imperaba allí. Introducía el etirimol de
contrabando dentro de unos falsos melones de madera, que se había hecho
fabricar en Vinuesa (Soria). Super ideales, por cierto. Parecía
que este producto allí no era utilizado como fungicida, que era su uso
habitual, sino que mezclándolo con salsa de soja, se obtenía un líquido pestoso
que emitía un gas entre lacrimógeno e hilarante súper potente, utilizado por
las autoridades maoístas para atajar las revueltas del centro de su país. Los
chinos, al llorar por este compuesto, con la pasta que se les hacía con las
lágrimas y como tienen los ojos rasgados, se les pegaban los párpados entre sí,
quedándose ciegos temporalmente. La Guardia Roja
aprovechaba esa incapacidad para hacerles cosquillas que, como todo el mundo
sabe, a los chinos no les gusta que les toquen... las cosquillas.
Una novela en donde el humor alcanza el estado de gracia…
No hay comentarios:
Publicar un comentario