Capítulo 36.- Una mujer de peso
David
se dijo a sí mismo que tenía suerte de tener un jefe como el Sr. Canoli. No
sólo no había entregado los dos últimos pedidos -pedidos fallidos- sino que
además su media de reparto era con mucho la peor de todos los repartidores.
Pese a todo, su jefe le mantenía en el puesto. A veces incluso, le hablaba con
tono benévolo, explicándole la importancia de entregar los pedidos a tiempo
porque la mozzarella fría se vuelve gomosa y no resulta agradable de masticar.
En el fondo a David le recordaba al padre que nunca tuvo.
Y es que David se había criado huérfano de padre y, a pesar de los cuidados de su madre, tenía clavada esa espinita. Fermina Ruiz-Valdepeñas, más conocida como la Fermi en el pueblo, no siempre había sido una mujer amargada como ahora. Cuando era joven y trabajaba en la parcela vecina a la del Arrugao, la Fermi se esforzaba porque los melones de su abuelo, el Chepa, crecieran hermosos. Hermosos como ella, que a sus 18 añitos rondaba los 80 kg. muy bien puestos. Pero como dicen en La Mancha "la mujer, el melón y el queso, al peso"; pues eso, ella valía lo que pesaba. Quizá por ese exceso de peso, no se le notó el embarazo los primeros meses. "Estás
poniéndote redonda, chica", le decía el Chepa, pellizcándola cariñosamente.
Como no era capaz de darle ese disgusto a su abuelo, a partir del quinto mes se marchó a servir a Madrid, a casa de unos señores que les había recomendado la hermana del cuñado de una prima, así que el parentesco quedaba lejano para que en el pueblo se enteraran de nada. La Fermi nunca le dijo nada al padre del niño. Aquel chico, tan impulsivo como emprendedor, quería irse a los Estados Unidos a labrarse un futuro y ella no le retuvo. Era una mujer de honor y de principios, y consideraba que quien se casara con ella sería porque la amara de verdad, que para eso valía lo que pesaba, no porque estuviera embarazada y tuviera una obligación contraída. Un revolcón que tuvo consecuencias inesperadas, aunque Jacinto Monteperales nunca llegó a saberlo.
Y es que David se había criado huérfano de padre y, a pesar de los cuidados de su madre, tenía clavada esa espinita. Fermina Ruiz-Valdepeñas, más conocida como la Fermi en el pueblo, no siempre había sido una mujer amargada como ahora. Cuando era joven y trabajaba en la parcela vecina a la del Arrugao, la Fermi se esforzaba porque los melones de su abuelo, el Chepa, crecieran hermosos. Hermosos como ella, que a sus 18 añitos rondaba los 80 kg. muy bien puestos. Pero como dicen en La Mancha "la mujer, el melón y el queso, al peso"; pues eso, ella valía lo que pesaba. Quizá por ese exceso de peso, no se le notó el embarazo los primeros meses. "Estás
poniéndote redonda, chica", le decía el Chepa, pellizcándola cariñosamente.
Como no era capaz de darle ese disgusto a su abuelo, a partir del quinto mes se marchó a servir a Madrid, a casa de unos señores que les había recomendado la hermana del cuñado de una prima, así que el parentesco quedaba lejano para que en el pueblo se enteraran de nada. La Fermi nunca le dijo nada al padre del niño. Aquel chico, tan impulsivo como emprendedor, quería irse a los Estados Unidos a labrarse un futuro y ella no le retuvo. Era una mujer de honor y de principios, y consideraba que quien se casara con ella sería porque la amara de verdad, que para eso valía lo que pesaba, no porque estuviera embarazada y tuviera una obligación contraída. Un revolcón que tuvo consecuencias inesperadas, aunque Jacinto Monteperales nunca llegó a saberlo.
Una novela en donde el humor alcanza el estado de gracia…
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