Capítulo 33.- Del “arrugao” a la
“plancha”
Eduvigis
se había mostrado siempre superorgullosa de su sobrino favorito, Jacintillo, a
quien colmaba de regalos desde su más tierna infancia y le consentía todos los
caprichos sin que su marido, a quien todos conocían como el Arrugao dijese ni
“mu”. Quizás por eso se había quedado con el mote del Arrugao, porque siempre
se achantaba y obedecía ciegamente todo lo que decía (más bien ordenaba)
Eduvigis. Eso sí, parecían una pareja feliz y siempre iban de la mano, incluso
cuando se bañaban en la playa de Gandía. A la gente le sorprendía que el
Arrugao se metiese siempre en el agua con un snorkel en la boca, aunque cuando
el agua le había cubierto ya toda la cabeza y a Eduvigis aún le llegaba por el
sobaco, comprendían el por qué. Cuestión de supervivencia.
Al cabo de unos años, el Arrugao murió todo liso cuando un camión de 16 toneladas que transportaba un cargamento de yunques le pasó por encima. Al ser tan bajito, al Arrugao nunca se le caían las cosas sino que estas saltaban hacia arriba y tenía que subirse a algún sitio para cogerlas. En esas estaba cuando el botón que se le había caído (o subido, según se mire) rodó hacia la carretera y allí corrió él sin que nadie percibiese nada (“creí que era un gato” diría después el conductor) y lo dejó tan planchado que no tuvieron ni que amortajarlo; simplemente le compraron un nuevo modelo de ataúd extraplano que algún loco diseñó y no había forma humana de venderlo (ese sí que fue un gran día para la funeraria).
La tía Eduvigis le dejó a Jacinto una habitación para que hiciese sus primeros negocios y después, cuando ella murió, le dejó todo en herencia, lo que cabreó sobremanera a sus otros primos que sólo recibieron un recordatorio mientras que el Enchufao –como llamaban a Jacinto en público (en privado lo llamaban de otras formas que por decoro no vamos a reproducir aquí)- se hizo con toda la herencia.
Al cabo de unos años, el Arrugao murió todo liso cuando un camión de 16 toneladas que transportaba un cargamento de yunques le pasó por encima. Al ser tan bajito, al Arrugao nunca se le caían las cosas sino que estas saltaban hacia arriba y tenía que subirse a algún sitio para cogerlas. En esas estaba cuando el botón que se le había caído (o subido, según se mire) rodó hacia la carretera y allí corrió él sin que nadie percibiese nada (“creí que era un gato” diría después el conductor) y lo dejó tan planchado que no tuvieron ni que amortajarlo; simplemente le compraron un nuevo modelo de ataúd extraplano que algún loco diseñó y no había forma humana de venderlo (ese sí que fue un gran día para la funeraria).
La tía Eduvigis le dejó a Jacinto una habitación para que hiciese sus primeros negocios y después, cuando ella murió, le dejó todo en herencia, lo que cabreó sobremanera a sus otros primos que sólo recibieron un recordatorio mientras que el Enchufao –como llamaban a Jacinto en público (en privado lo llamaban de otras formas que por decoro no vamos a reproducir aquí)- se hizo con toda la herencia.
Una novela en donde el humor alcanza el estado de gracia…
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