Capítulo 85.- Palominos y las
palomas
El
sargento Miñambres tamborileaba nervioso sobre la mesa de su despacho
escuchando el relato del Dr. Inocencio Palominos. No llegaba a entender gran
cosa de lo que le estaba explicando pero sí sabía que ese tal Astilla olía a
chamusquina. Sin embargo, aquello excedía de sus competencias, por lo que
debería ser la Policía quien se ocupase del asunto. Nadie mejor que el cabo
primero, José Peláez, el Tarta, para hacer de enlace en la transmisión de la
información y de tan comprometedores papeles.
- Bien hecho, doctor -le dijo Miñambres a Palomino.
Este, tragando saliva, miró al sargento para decirle:
- Hay una cosa más que quería comentarle...
Por
la mente de Palominos pasaron como en una película todos los fotogramas de su
relación con Anacleta. La conoció cuando los dos montaban en bicicleta un domingo,
los dos de chándal (por lo cual no podían averiguar la profesión del
otro), y a Anacleta se le salió la cadena. Palominos muy solícito se prestó a
ayudarla y a partir de ahí comenzaron a salir. Con mucha frecuencia iban los
domingos a montar en bici por el “Parque Tec, no lógico”.
Recordaba esos paseos, aquellos extraños hombres con batas blancas que echaban comida a las palomas y nunca comprendieron por qué, de vez en cuando, las estatuas del parque y los coches por allí aparcados aparecían completamente limpios y otras veces en cambio, acribillados a cagadas de paloma. Era algo así como un furor cíclico el que se apoderaba de esos bichos que en vez de hacerlo como todo el mundo, de una forma regular, tan pronto estaban estreñidos como descontrolados. Pero eso a ellos les daba igual; les bastaba con mirarse a los ojos y pasear cogidos de la mano.
-
¿Eh, bueno, qué quería decirme? –le despertó Miñambres sacándole de sus
ensueños.
- Ah...esto... nada -titubeó Palominos, que no se atrevió a anunciar la formalización de su noviazgo-. ¿Tengo que hacer algo más o puedo marcharme?
- Puede marchar, ¡ea! y ¡bien hecho! Ojalá todos los ciudadanos fuesen como usté -contestó Miñambres poniendo punto final a la conversación y pasando a continuación toda la documentación al guardia primera, Peláez.
- Bien hecho, doctor -le dijo Miñambres a Palomino.
Este, tragando saliva, miró al sargento para decirle:
- Hay una cosa más que quería comentarle...
Recordaba esos paseos, aquellos extraños hombres con batas blancas que echaban comida a las palomas y nunca comprendieron por qué, de vez en cuando, las estatuas del parque y los coches por allí aparcados aparecían completamente limpios y otras veces en cambio, acribillados a cagadas de paloma. Era algo así como un furor cíclico el que se apoderaba de esos bichos que en vez de hacerlo como todo el mundo, de una forma regular, tan pronto estaban estreñidos como descontrolados. Pero eso a ellos les daba igual; les bastaba con mirarse a los ojos y pasear cogidos de la mano.
- Ah...esto... nada -titubeó Palominos, que no se atrevió a anunciar la formalización de su noviazgo-. ¿Tengo que hacer algo más o puedo marcharme?
- Puede marchar, ¡ea! y ¡bien hecho! Ojalá todos los ciudadanos fuesen como usté -contestó Miñambres poniendo punto final a la conversación y pasando a continuación toda la documentación al guardia primera, Peláez.
“El dulce gorjeo del buitre en celo”: https://www.bubok.es/libros/210805/El-dulce-gorjeo-del-buitre-en-celo
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