Cuando
suena la alarma o se escucha a alguien gritar “¡fuego!”, el corazón se acelera
y la razón se nubla; todos tendemos a escapar en estampida y salir de allí
cuanto antes, sin reparar en qué ropa llevamos puesta o si debemos llevar con
nosotros algo de valor (dinero, joyas, documentación, etc.) para salvarlo de
las llamas. Esto sucede con los adultos, pero también con los niños, aunque en
estos últimos su razonamiento no es igual que en los adultos. Así me sucedió
una vez siendo niño y así mostré cuales eran mis prioridades a la hora de
salvar lo más valioso en un incendio…
Cuando
tenía 10 años y me encontraba en casa con mis padres –debía ser la hora de
cenar, más o menos- surgió la alarma: humo por la escalera y unos gritos
diciendo “¡fuego!”. La histeria hizo acto de presencia y mis padres nos
conminaron a que saliésemos a la calle cuanto antes. Pero si era verdad que
había fuego, yo no podía irme dejando allí mis más sagradas pertenencias. No
obstante sólo tenía dos manos y estaba claro que si salía era para no volver a
entrar hasta que se hubiese apagado el fuego y por lo tanto tenía que escoger
muy bien qué salvaba del fuego puesto que sólo haría un viaje de salida. En
fracción de segundos decidí qué (a quién) salvaría del fuego: a mi periquito
(con su jaula, naturalmente), a mi álbum de cromos, y al pez que tenía en una
pecera redonda de cristal. Con esas tres sagradas pertenencias bajé a la calle
(a esa edad no recuerdo, ni me fijé, qué cosas habían salvado mis padres y
hermanos) y poco después se aclaró todo que quedó en una simple alarma ya que
lo único que ardió fueron las faldilla de una mesa camilla y todo quedó en un
simple susto.
Como
se ve, para un niño las prioridades son otras muy distintas a las de un adulto.
Muchos años después, estando en un hotel en Menorca, comenzaron a oírse gritos
de “¡fire! ¡fire!” y unos golpes en las puertas de las habitaciones. Como ya
estábamos dormidos mi respuesta fue gritarles para que dejasen de hacer el
gamberro; poco después, como todo seguía igual, mi siguiente fase fue insultarles
para que me dejaran dormir; y finalmente, ante la insistencia, abrí la puerta y
vi gente corriendo asustada y un ligero olor a humo en el pasillo. Parecía
evidente que aquello era un incendio, así que desperté a la familia y yo cogí
lo más sensato: documentación y dinero; lo demás poco importaba, ni siquiera
las zapatillas (ya me compraría otras con el dinero). Como la escalera de
incendios estaba al lado de nuestra habitación, bajamos enseguida por ella y
nos fuimos reuniendo todos en torno a la piscina mientras aguardábamos
instrucciones. El espectáculo no podía ser más curioso: algunos habían bajado
en calzoncillos, otros perfectamente arreglados e incluso con la maleta, unos
se mostraban asustadísimos y otros reían haciendo chistes... Al final el
incendio fue cosa de poco, aunque al pasar el humo por los conductos del aire
acondicionado todo el hotel se llenó de humo e hizo que la alarma fuese mayor
de lo que realmente había sido.