A
nadie le gusta que lo despierten cuando está durmiendo plácidamente una siesta;
pero si encima ese despertar se produce de forma brusca y extraña, no sólo nos
produce enfado y disgusto, sino que nos deja desconcertados sin que sepamos muy
bien qué es lo que está pasando. Así se quedó el portero de la finca donde
vivíamos en Madrid…
El
portero de la casa donde vivía de joven acostumbraba a echarse la siesta en la
acera de la calle, junto al portal, echando la silla hacia atrás de tal forma
que sólo tocaban el suelo dos patas y el resto de la silla con el peso de su
cuerpo descansaba sobre la pared. De esta forma pasaba las largas horas de calor
y sopor del verano durante esa hora después de comer en que el cerebro se
adormece ya que el estómago necesita toda la energía para digerir los
alimentos. Pero hubo un día en que esa siesta se vio interrumpida de una forma
insospechada.
Cuando
un niño está aburrido y no sabe en qué entretenerse... ¡peligro! porque puede
hacer cualquier trastada, y eso es lo que hice aquél día. Estaba dando vueltas
sin saber qué hacer y salí a la terraza (un octavo piso). Coloqué una larga
fila de chapas de bebidas sobre la barandilla de la terraza, y cuando las tuve
perfectamente alineadas comencé a darles papirotazos (cuando el dedo pulgar y
el índice se juntan y a continuación se sueltan con fuerza para impulsar un
objeto) lanzando una tras otra todas las chapas hacia la calle.
Imaginaos
el espectáculo. El portero durmiendo la siesta reclinado sobre la pared, cuando
de repente empieza a caer desde las alturas (¡un octavo piso!) una lluvia de
chapas. Supongo que debió pegar un respingo de su silla, si es que no se cayó
del susto, y... subió a casa a protestar por la gamberrada que no podía venir
de otro vecino más que yo.
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