Por todo el mundo se está expandiendo la barbarie como
modo de defensa del “pensamiento único”. No hace muchos años todo el mundo
occidental se escandalizaba cuando disparaban misiles contra las ruinas de
Palmira y destruían aquél legado histórico. Hoy, en cambio, se impone la
destrucción de elementos culturales y se tergiversa la historia para imponer
una nueva moralidad y un nuevo concepto de sociedad. Y todos aplauden.
Cuando se cambia la historia y cuando se borran las
huellas del pasado, se borra también la posibilidad de aprender, porque el
pasado está ahí precisamente para que nos miremos en él, aprendamos de los
errores y aprovechemos cuanto pueda sernos útil para el futuro.
Una estatua no hace daño a nadie, como tampoco un
monumento. Lo que de verdad hace daño es la ignorancia.
A las estatuas y los monumentos hay que dejarlos ahí,
donde están; y si queremos imponer un nuevo arte, un nuevo pensamiento, construyamos
a su lado nuestra obra, pero nunca sobre sus cenizas.
Quien así obra, quien así colabora, quien así consiente
sin rechistar, es cómplice de los absolutistas, de los fanáticos que utilizan
la destrucción de los modelos antiguos porque no quieren que la gente compare,
que la gente piense.
Un Gobierno que hace o incita o aplaude o simplemente no
impide tales desmanes, está demostrando que su única razón está en la
imposición por la fuerza.
Cuando una estatua cae, cuando un monumento se derriba,
cuando unas páginas de texto en un libro de Historia se borran para poner otras
muy distintas en su lugar… la esperanza en un mundo mejor en donde existan
ciudadanos libres que piensen por sí mismos, que razonen, que comparen, y que –sobre
todo- respeten las opiniones distintas a las suyas, desaparece.
Eso es lo que está desapareciendo en estos días: la
esperanza en una sociedad futura mejor.
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