Pasó de nuevo por la cafetería, ahora cerrada a cal y
canto. Las luces apagadas, las sillas apiladas, el cartel de “Cerrado” colgando
torcido. Creyó ver en el cristal del escaparate el reflejo tímido y amable de
la camarera —esa sonrisa fugaz—, pero solo fue el reflejo de un transeúnte que
pasó a su lado, apresurado bajo un paraguas plegado.
El camino a casa le resultaba familiar, un laberinto de callejones que conocía de memoria: la panadería con su olor a hogaza recién horneada incluso a esas horas, el bar de la esquina donde los parroquianos jugaban al mus hasta altas horas, el portal de un vecino que siempre dejaba la radio encendida con coplas de Manolo Escobar. Se detuvo bajo la luz amarillenta de una farola, el halo iluminando su figura como un foco en un escenario vacío. Sin poder reprimirlo, sacó de su bolsillo interior un sobre alargado, arrugado por el manejo constante. Lo abrió con dedos que temblaban ligeramente —no por el frío, sino por algo más profundo— y extrajo el papel que contenía un informe médico y una jerga de términos incomprensibles que era fácil interpretar como una sentencia.
Lo leyó aunque ya se lo sabía de memoria. “Carcinoma avanzado… pronóstico reservado… meses, quizás semanas”. No entendía ni la mitad de las cosas que allí ponía —los médicos hablaban en un idioma propio, lleno de eufemismos y derivas como los electrocardiogramas—, pero sí era fácil comprender la conclusión final: su final estaba cerca. Así lo reflejaban los análisis, las palabras del doctor con su bata blanca y su voz compasiva: “Prepárese, señor. Disfrute el tiempo que le queda”.
Sintió que todo le daba igual. ¿Para qué luchar? ¿Para qué aferrarse? ¡Si no tenía a nadie! Estaba solo. Su mujer, esa compañera de toda una vida —con su risa contagiosa, sus manos suaves al preparar la cena, sus arrugas compartidas—, había muerto hacía ya unos cuantos años. Un infarto silencioso, en la cocina, mientras pelaba patatas. No tenía hijos —nunca llegaron, a pesar de los intentos y las promesas—, ni familiares cercanos, al menos ninguno próximo a su corazón. Un sobrino lejano en Valencia, una prima en Bilbao que enviaba postales en Navidad. ¿A quién le iba a importar que muriera? Nadie lo iba a extrañar en las reuniones familiares que nunca tuvo. Nadie lo echaría de menos en el banco del parque. Nadie lo recordaría más allá de un “pobre viejo” en una esquela olvidada.
Guardó el papel en el sobre con cuidado, como si fuera un tesoro amargo, y siguió caminando hacia su casa. El portal era un edificio antiguo, con escalera de madera y un ascensor antiguo. Sacó las llaves del bolsillo —un llavero con una foto desvaída de su mujer en la playa de Benidorm, sonriendo con el viento en el pelo— y al levantar la vista se vio frente al espejo del ascensor. NO había reparado antes ene llo, pero el espejo le devolvía la imagen de un hombre con una larga gabardina empapada, el cuello subido como un muro, el sombrero inclinado hacia delante ocultando el rostro en sombras. Apenas se vislumbraban los ojos, hundidos en órbitas oscuras. Era él, pero entonces sintió algo que le hizo estremecer: ¡Esa imagen le resultaba extrañamente familiar! No era solo verse a sí mismo, como cada noche al llegar. Era algo más profundo, como verse desde el exterior, como un espectador de su propia vida. Un déjà vu que le erizó los vellos de los brazos. Algo se encendió en su interior —una chispa de curiosidad, de maravilla— y le hizo pulsar de nuevo el botón de bajada del ascensor. Salió de nuevo de su casa y se dirigió, con pasos tambaleantes, hacia el escaparate de una librería junto al portal de su casa. La visitaba con frecuencia para abastecerse de lectura, un local estrecho pero acogedor con un nombre evocador: “Libros del Alama”. El dueño, un anciano como él pero con gafas de montura gruesa y una pasión por los clásicos, lo saludaba siempre con un “¿Qué tal hoy, amigo?”. Estaba cerrada, pero el escaparate iluminado por un foco tenue exhibía las novedades.
Se acercó, el aliento empañando el cristal frío. Miró con detenimiento los libros expuestos: novelas policíacas con portadas atractivas, ensayos filosóficos con títulos pretenciosos, poemarios de autores locales. Y entonces surgió la sorpresa, un golpe al corazón que lo dejó sin aliento: allí había un libro que se titulaba “El hombre de las sombras”, de una tal Neus B.G. La portada era una fotografía en blanco y negro, tomada bajo la lluvia: la figura de un hombre caminando por un parque, con una larga gabardina con el cuello subido, un sombrero inclinado tapándole el rostro, y el fondo borroso de árboles y farolas. ¡Era él mismo! ¡Él mismo aquella misma noche!
El corazón le latió con fuerza, un tambor desbocado. Se acercó más, la nariz casi tocando el cristal. La imagen era idéntica, parecía como si le hubiesen fotografiado: el andar encorvado, la gabardina arrugada, el mismo sombrero. ¿Cómo era posible? ¿Quién era esa Neus B.G.? ¿Lo había seguido? ¿Lo había fotografiado sin que se diera cuenta en alguno de sus paseos solitarios al anochecer? La sinopsis en la contraportada hablaba de un hombre solitario, deambulando por Madrid, contemplando estrellas y recuerdos, enfrentando el final con una revelación que lo cambiaba todo.
Fue entonces cuando sintió que ya no estaría solo. Que, cuando se hubiese marchado de este mundo —cuando su luz se apagara como cualquiera de esas estrellas lejanas que nos parecen inmortales—, habría muchas personas que le recordarían. Todos los lectores de aquel libro: extraños en metros abarrotados, en camas de hospital, en cafés como el suyo. Ellos verían su silueta en la portada, leerían sus pensamientos bajo las estrellas, sentirían su soledad y su chispa infantil. Mantendrían viva su memoria, como su padre había predicho. Su luz seguiría viajando, llegando a corazones desconocidos, brillando en recuerdos ajenos.
Una lágrima rodó por su mejilla arrugada, cálida contra el frío de la noche. Sonrió, una sonrisa genuina por primera vez en años. Guardó las llaves, dio media vuelta y caminó de nuevo hacia el parque. Mañana compraría el libro. Mañana empezaría a leer su propia historia. Y mientras tanto, las estrellas —vivas o muertas— lo seguirían mirando como testigos eternos de un hombre que, al fin, había encontrado su propio eco en el universo.
El camino a casa le resultaba familiar, un laberinto de callejones que conocía de memoria: la panadería con su olor a hogaza recién horneada incluso a esas horas, el bar de la esquina donde los parroquianos jugaban al mus hasta altas horas, el portal de un vecino que siempre dejaba la radio encendida con coplas de Manolo Escobar. Se detuvo bajo la luz amarillenta de una farola, el halo iluminando su figura como un foco en un escenario vacío. Sin poder reprimirlo, sacó de su bolsillo interior un sobre alargado, arrugado por el manejo constante. Lo abrió con dedos que temblaban ligeramente —no por el frío, sino por algo más profundo— y extrajo el papel que contenía un informe médico y una jerga de términos incomprensibles que era fácil interpretar como una sentencia.
Lo leyó aunque ya se lo sabía de memoria. “Carcinoma avanzado… pronóstico reservado… meses, quizás semanas”. No entendía ni la mitad de las cosas que allí ponía —los médicos hablaban en un idioma propio, lleno de eufemismos y derivas como los electrocardiogramas—, pero sí era fácil comprender la conclusión final: su final estaba cerca. Así lo reflejaban los análisis, las palabras del doctor con su bata blanca y su voz compasiva: “Prepárese, señor. Disfrute el tiempo que le queda”.
Sintió que todo le daba igual. ¿Para qué luchar? ¿Para qué aferrarse? ¡Si no tenía a nadie! Estaba solo. Su mujer, esa compañera de toda una vida —con su risa contagiosa, sus manos suaves al preparar la cena, sus arrugas compartidas—, había muerto hacía ya unos cuantos años. Un infarto silencioso, en la cocina, mientras pelaba patatas. No tenía hijos —nunca llegaron, a pesar de los intentos y las promesas—, ni familiares cercanos, al menos ninguno próximo a su corazón. Un sobrino lejano en Valencia, una prima en Bilbao que enviaba postales en Navidad. ¿A quién le iba a importar que muriera? Nadie lo iba a extrañar en las reuniones familiares que nunca tuvo. Nadie lo echaría de menos en el banco del parque. Nadie lo recordaría más allá de un “pobre viejo” en una esquela olvidada.
Guardó el papel en el sobre con cuidado, como si fuera un tesoro amargo, y siguió caminando hacia su casa. El portal era un edificio antiguo, con escalera de madera y un ascensor antiguo. Sacó las llaves del bolsillo —un llavero con una foto desvaída de su mujer en la playa de Benidorm, sonriendo con el viento en el pelo— y al levantar la vista se vio frente al espejo del ascensor. NO había reparado antes ene llo, pero el espejo le devolvía la imagen de un hombre con una larga gabardina empapada, el cuello subido como un muro, el sombrero inclinado hacia delante ocultando el rostro en sombras. Apenas se vislumbraban los ojos, hundidos en órbitas oscuras. Era él, pero entonces sintió algo que le hizo estremecer: ¡Esa imagen le resultaba extrañamente familiar! No era solo verse a sí mismo, como cada noche al llegar. Era algo más profundo, como verse desde el exterior, como un espectador de su propia vida. Un déjà vu que le erizó los vellos de los brazos. Algo se encendió en su interior —una chispa de curiosidad, de maravilla— y le hizo pulsar de nuevo el botón de bajada del ascensor. Salió de nuevo de su casa y se dirigió, con pasos tambaleantes, hacia el escaparate de una librería junto al portal de su casa. La visitaba con frecuencia para abastecerse de lectura, un local estrecho pero acogedor con un nombre evocador: “Libros del Alama”. El dueño, un anciano como él pero con gafas de montura gruesa y una pasión por los clásicos, lo saludaba siempre con un “¿Qué tal hoy, amigo?”. Estaba cerrada, pero el escaparate iluminado por un foco tenue exhibía las novedades.
Se acercó, el aliento empañando el cristal frío. Miró con detenimiento los libros expuestos: novelas policíacas con portadas atractivas, ensayos filosóficos con títulos pretenciosos, poemarios de autores locales. Y entonces surgió la sorpresa, un golpe al corazón que lo dejó sin aliento: allí había un libro que se titulaba “El hombre de las sombras”, de una tal Neus B.G. La portada era una fotografía en blanco y negro, tomada bajo la lluvia: la figura de un hombre caminando por un parque, con una larga gabardina con el cuello subido, un sombrero inclinado tapándole el rostro, y el fondo borroso de árboles y farolas. ¡Era él mismo! ¡Él mismo aquella misma noche!
El corazón le latió con fuerza, un tambor desbocado. Se acercó más, la nariz casi tocando el cristal. La imagen era idéntica, parecía como si le hubiesen fotografiado: el andar encorvado, la gabardina arrugada, el mismo sombrero. ¿Cómo era posible? ¿Quién era esa Neus B.G.? ¿Lo había seguido? ¿Lo había fotografiado sin que se diera cuenta en alguno de sus paseos solitarios al anochecer? La sinopsis en la contraportada hablaba de un hombre solitario, deambulando por Madrid, contemplando estrellas y recuerdos, enfrentando el final con una revelación que lo cambiaba todo.
Fue entonces cuando sintió que ya no estaría solo. Que, cuando se hubiese marchado de este mundo —cuando su luz se apagara como cualquiera de esas estrellas lejanas que nos parecen inmortales—, habría muchas personas que le recordarían. Todos los lectores de aquel libro: extraños en metros abarrotados, en camas de hospital, en cafés como el suyo. Ellos verían su silueta en la portada, leerían sus pensamientos bajo las estrellas, sentirían su soledad y su chispa infantil. Mantendrían viva su memoria, como su padre había predicho. Su luz seguiría viajando, llegando a corazones desconocidos, brillando en recuerdos ajenos.
Una lágrima rodó por su mejilla arrugada, cálida contra el frío de la noche. Sonrió, una sonrisa genuina por primera vez en años. Guardó las llaves, dio media vuelta y caminó de nuevo hacia el parque. Mañana compraría el libro. Mañana empezaría a leer su propia historia. Y mientras tanto, las estrellas —vivas o muertas— lo seguirían mirando como testigos eternos de un hombre que, al fin, había encontrado su propio eco en el universo.


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