Pero se dio cuenta de que esta historia era como la vida
misma, no se sometía a las reglas de los finales convencionales. No había
ningún final, no había ningún telón que –como en una representación de teatro-
cayera poniendo “fin”. O quizás aquello era realmente el final de aquella
historia y luego vendrían otras diferentes, con Juan renaciendo de sus propias
cenizas y emprendiendo nuevas aventuras y afrontando nuevos encuentros.
Aquella chica joven, tan demasiado joven, estaba leyendo
“Noches de Sing-Sing” de Harry Stephen Skiller, en medio del jolgorio de una
discoteca. No era una situación normal pero quizás, por eso, precisamente,
había atraído la atención de Juan. Porque ella, Clara, era un destello que
iluminó –aunque sólo fuese fugazmente- la vida de su amigo, insuflándole una
alegría y una esperanza que ya creía olvidada.
Mientras caminaba, recreaba en su mente aquella escena.
Clara, una chica de diecisiete años, con ojos que parecían contener universos y
una risa que era como un verso suelto en una página en blanco. En aquella mesa,
rodeados por el torbellino de la discoteca, habían compartido algo que Juan no
podía nombrar, pero que sentía como una verdad absoluta: una conexión de almas,
un refugio en un mundo que sólo ofrecía vacío existencial. En medio de aquél
caos, como si se abriese una cápsula que los separase del mundo exterior, Juan
había improvisado unos versos que encendieron una conexión íntima entre los
dos. Pero, como la vida misma, aquello fue también algo efímero.
Al día siguiente, la realidad los había alcanzado: ella,
demasiado joven para entrar en la discoteca, se había enfadado, frustrada por
las reglas de un mundo que no entendía su espíritu. Juan la había acompañado a
un autobús, con la promesa de esperar un nuevo encuentro, y desde entonces,
nada. No conocía sus apellidos, ni su dirección, ni su teléfono… sólo la conocía
a ella, su interior, su alma, y el eco de su voz y su sonrisa sentados los dos
en un rincón de la discoteca con un libro abierto sobre la mesa, imponiendo su
presencia en contraste con las copas de alcohol que se agolpaban unas junto a
otras.
¿Era un loco, Juan? ¿Se había aferrado a un espejismo?
¿Era un poeta que transformaba en versos cada momento de su vida? ¿O era,
simplemente, un hombre atrapado por su propio idealismo, incapaz de rendirse a
la corriente de la vida? Estaba claro que Juan no conocía la respuesta, y por
eso cada viernes, al caer la noche, volvía a esa esquina, con la misma chaqueta
de pana y la misma esperanza obstinada. La discoteca seguía allí,
imperturbable, vomitando risas y música, pero él ya no entraba. Se quedaba
fuera, escrutando cada rostro, cada sombra, buscando un par de ojos castaños
que pudieran ser los de ella. En algún
lugar de la ciudad, o tal vez más allá, Clara existía. De eso estaba seguro. Quizás
estaría sentada en otro café, con un libro nuevo entre las manos, buscando
también, sin saber cómo ni por qué, alguien que conectara con su interior. O
quizás no. Quizás la noche la había engullido, como engullía a tantos, y su
alma se había perdido en el torbellino de lo cotidiano. Pero Juan elegía creer
en lo primero, porque la alternativa era un vacío que no estaba listo para afrontar.
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