La noche
madrileña se extendía como un lienzo roto, lleno de remiendos de luz y sombra.
En la Gran Vía los letreros luminosos seguían parpadeando incansablemente cada
noche, en una rutina que parecía vestirse forzada alegría. El asfalto mojado y
sonido de las ruedas de los coches surcando los charcos, se mezclaba con el
murmullo de los transeúntes cargados de bolsas y paquetes adornados con motivos
navideños. Madrid era una fiesta que nunca terminaba, y la discoteca El
Paraíso, con su fachada iluminada por destellos rojos y azules, seguía siendo
el corazón palpitante de aquella esquina de la calle, un lugar donde los
cuerpos se movían al compás de melodías disco y los corazones buscaban, aunque
fuera por una noche, algo que los llenara.
Juan permanecía
allí, fiel a su promesa, como una figura tallada en la penumbra, apoyado contra
la misma pared desconchada que había sido su refugio durante semanas. La luz de
una farola, pálida y frágil, se derramaba sobre su rostro, acentuando las
ojeras que marcaban su piel como mapas de un viaje sin destino. Sus manos,
hundidas en los bolsillos de su chaqueta, temblaban ligeramente, no por el frío,
sino por la tensión de una espera que se había convertido en religión. A
intervalos, la música de la discoteca se filtraba al exterior, un murmullo
lejano que no lograba alcanzarlo. En su mente, el mundo entero se había
reducido a esa esquina, a esa puerta, a la posibilidad de un encuentro que lo
redimiera…
Carlos quedó
impresionado con esta historia y, aunque lo deseaba, no encontraba palabras que
pudieran infundir ánimo en su amigo. Permanecieron en silencio unos minutos.
Apuraron sus copas de vino. Miraron el reloj y Carlos se levantó para
despedirse de Juan.
- No sé qué
decirte. Comprendo que cualquier palabra de ánimo sería baldía. Intenta salir
de esta como tantas veces lo han intentado y conseguido los protagonistas de
tus novelas.
Juan
agradeció en silencio aquellas palabras sinceras. Se levantó y se dirigió a la
puerta para despedirse. Se dieron un abrazo. Juan se dio media vuelta y se
sentó, ahora, frente a la máquina de escribir; bullían en su cabeza miles de
palabras y de historias que se empujaban unas a otras por salir y plasmarse en
el papel. El sonido del teclear de la máquina de scribir se convirtió en la
nueva melodía de aquella habitación.
Fuera, su
amigo Carlos caminaba de regreso a su casa con todos los pensamientos y emociones
de este encuentro agolpados en su cerebro y en su corazón. ¡Cómo le hubiera
gustado un final distinto, uno en donde Juan encontrara a su amada, en donde
sus manos se entrelazaran bajo las luces de la discoteca y una música melódica los
envolviera en un abrazo eterno.


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